sábado, 4 de febrero de 2017
HISTORIAS DE VIDA
Media hora al borde del abismo
Habíamos viajado a un mundo prehistórico y ahora nos proponíamos emprender el regreso. Nuestras mentes todavía intentaban, en el indómito calor puntano, comprender esa olla ciclópea rodeada de acantilados de 250 metros de altura que el viento, el agua y el tiempo habían labrado con la paciencia infinita de Dios.
Supongo que fue ese aturdimiento que causa el Potrero de la Aguada, en el Parque Sierra de las Quijadas, lo que nos impidió revisar mejor el mapa cuando, por aquello de conocer nuevos horizontes, optamos por una ruta alternativa para volver al Valle de Pancanta, donde mi amiga Alicia Bañuelos nos hospedaba.
El viaje discurrió sin novedad por rutas solitarias que atravesaban un territorio seco de arbustos tenaces y cielo cegador. Luego, cuando nos sumergimos en las sierras, vi un cartel que advertía sobre el camino sinuoso a continuación. Me resultó vagamente inquietante y hoy sé que en ese punto debí haber dado la vuelta. Pero, insensato, seguí adelante.
Al principio no hubo nada de qué preocuparse. La ruta simplemente ascendía. Pero al tomar una curva cerrada el abismo se abrió ante nosotros y me di cuenta de que nos esperaba un estrecho y tortuoso camino de cornisa. Ahí, como siempre, sin avisar, feroz y despiadado, mi vértigo irrumpió en la escena.
Bajé la velocidad casi hasta detenerme. Mis manos empezaron a transpirar. Luché como pude contra la parálisis. Mi mujer, acodada en la ventanilla, disfrutaba del paisaje hermoso y exorbitante. Traté de hablarle y cuando oyó su nombre en un murmullo ahogado se dio cuenta de que mi repentino silencio no era fruto del deslumbramiento, como el de ella, sino del pavor.
El vértigo es extraño. La sola percepción de la altura hace que las piernas se aflojen y amenacen con ceder, es casi imposible moverse, el corazón se desboca y cuesta mucho razonar con claridad. Embiste en el balcón de un rascacielos, en la Torre Eiffel o en una aerosilla. Ataca, lo he comprobado, incluso en los espacios espurios de la realidad virtual.
Así que estábamos encerrados dentro de un coche en un camino de cornisa con parapetos precarios o inexistentes, sin otra alternativa que seguir subiendo y, por supuesto, sin la menor posibilidad de cambiar de conductor; estaba tan aterrado que no habría sido capaz de ceder esa minúscula ilusión de control que me quedaba. Consciente ahora de la encrucijada, mi mujer no podría darse siquiera ese lujo.
Desde luego, cruzó por mi mente -el vértigo es un alucinógeno eficaz- desandar el camino marcha atrás. Miré sobre mi hombro y la vista me heló la sangre. Para lograr semejante hazaña debería manejar en reversa hacia una curva que bostezaba al vacío. Imposible.
Como ocurre a veces en la vida, la única forma de salir de esa situación delirante y potencialmente peligrosa era atravesarla y sumergirse cada vez más en el miedo.
Una sola regla permite resistir el asalto del vértigo: nunca mirar al abismo. Me trabé en un abrazo salvaje con la tentación del terror y poco a poco logré ordenar mi mente. Dos factores jugaban a nuestro favor. El precipicio quedaba del lado del acompañante y el camino iba en ascenso; es decir, en ningún momento debería enfrentarme al vacío.
Me sequé las manos en los jeans y emprendí el ascenso con lentitud exasperante. Las curvas, cerradas, caprichosas y cada vez más altas, resultaban insufribles, porque mi vista se desviaba a veces hacia las honduras sublimes y horrendas, y la parálisis amenazaba con regresar. En esas ocasiones, como el que eleva una plegaria, apartaba la vista del monstruo y la dirigía al cielo.
Nuestro calvario duró -creo- algo más de media hora, cuando el camino se convirtió en una ruta mansa que volvía a descender. Pensé muchas cosas entonces. Me alegré de haber superado una prueba que parecía invencible, y hasta me sentí un poco orgulloso. Pero la próxima vez voy a mirar mejor el mapa.
A. T.
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