De Luis Alberto Romero
De manera inesperada, las controversias sobre el pasado reciente resurgieron con el frustrado intento del Gobierno de convertir el 24 de marzo y el 2 de abril en feriados móviles. Un proyecto para reordenar un anárquico conjunto de feriados tocó un nervio sensible: ambas fechas se vinculan con el pasado que duele; la manera de recordarlas, también, pues fue Néstor Kirchner quien los declaró feriados inamovibles.
El Gobierno rectificó su decisión ante la reacción de un variado movimiento de opinión, que incluye al kirchnerismo, a los implicados personalmente en los eventos evocados, a un conjunto de gente -no muy reflexivo- que sigue la opinión considerada correcta y a otro grupo, muy consciente, que consideró políticamente inoportuna la medida.
Si una cuestión administrativa ha despertado tamañas sensibilidades es porque detrás hay un tema importante, algo así como un esqueleto en el armario. Más allá de la oportunidad, creo necesario colocarlo en la agenda ciudadana e impulsar una reconsideración reflexiva sobre lo que se está conmemorando, pues me parece que ambas fechas encierran un equívoco.
Toda la cuestión de Malvinas merece sin duda una conmemoración. En 1984 se trasladó al 2 de abril la celebración del 10 de junio, establecida como Día de la Reafirmación de los Derechos de la Argentina sobre las Islas Malvinas, y también de su reivindicación pacífica por la vía diplomática. Con el tiempo, el 2 de abril comenzó a teñirse de otro sentido: la “recuperación de las Malvinas”, gesta de los “héroes de Malvinas”, una fórmula que hasta Raúl Alfonsín debió emplear, pese a su propósito de “desmalvinizar” la opinión pública.
Aquella gesta fue lanzada en 1982 por una dictadura criminal. Es difícil separar el recuerdo del 2 de abril de la multitud reunida en la Plaza de Mayo, aclamando al general Galtieri y escenificando el peor costado de nuestra cultura política, infectada por un nacionalismo patológico, soberbio y paranoico. Con posterioridad los militares fueron repudiados, pero probablemente por haber perdido la guerra y no por haberla iniciado. Me temo que aquel espíritu “malvinero” sigue vivo entre las cenizas de un fuego mal apagado y que las veladas celebraciones avivan la llama.
Más cerca de ese ánimo heroico, en 2000 el Estado lo declaró Día de los Veteranos y Caídos en la Guerra de Malvinas; Kirchner, sensible al “espíritu malvinero”, lo convirtió en feriado fijo. Sin duda, quienes han sufrido en esa guerra daños irreparables, físicos o morales, merecen un reconocimiento que hasta ahora se les ha retaceado. ¿Por qué precisamente el 2 de abril?
Es cierto que ese día cayó la primera víctima, pero ante todo fue el día de la victoria, del vino y de las rosas, de la ilusión puesta en una guerra que debía restablecer el honor nacional y sellar la unidad de su pueblo. No puedo imaginar un momento de mayor extravío de nuestra ciudadanía. Los veteranos y los muertos en la guerra no deberían quedar mezclados con eso. Eran chicos de 18 años, mal preparados y mal equipados, llevados literalmente a un matadero. No fueron héroes, sino víctimas de la dictadura.
Esta guerra debería ser conmemorada el 14 de junio, el día de la rendición. Entonces terminó la matanza de soldados. Pero sobre todo se abatió el orgullo belicista, y los argentinos, infatuados por su nacionalismo patológico, debieron confrontar sus fantasías con la cruda verdad de los hechos. Si lo hiciéramos, daríamos una señal de repudio, no tanto a aquellos jefes militares -cómodo chivo expiatorio-, sino a una cultura política, ampliamente extendida, que les permitió llegar a esos extremos.
El 24 de marzo, Día de la Memoria, por la Verdad y la Justicia, es una fecha muy importante. En ese día, en 1976, comenzó la acción criminal más terrible del Estado argentino: el terrorismo clandestino de Estado. Eso solo justifica un gran esfuerzo cívico conmemorativo, como el que muchos de nosotros hemos hecho desde 1983.
En su centro están las víctimas de la dictadura. Pero nuestro conocimiento y nuestra reflexión han avanzado desde 1983, descubriendo la conexión íntima entre diversos procesos luctuosos contemporáneos. Hoy no parece ni moralmente justo ni cívicamente útil limitar la conmemoración a los muertos desaparecidos durante la dictadura. No pueden estar solos. Debemos sumar a quienes “desaparecieron” en esos años pero no fueron ejecutados. Están los soldados del Regimiento de Formosa. Están los asesinados entre 1973 y 1976 por lo que fue el prototerrorismo de Estado. Están todos los muertos -militares y civiles- asesinados por las organizaciones armadas, cuyos deudos reclaman legítimamente memoria, verdad y justicia. A este conjunto de víctimas sería lícito sumar a los muertos en las Malvinas y a los veteranos.
Hoy, estos grupos son recordados de manera diferente o simplemente son ignorados. Creo que todos forman un único conjunto, por dos razones. La primera es humana: un asesinato es, por encima de todo, un crimen. La segunda es histórica: todos ellos, y algunos que escapan a esta fúnebre enumeración, fueron las víctimas de un momento terrible de la Argentina, cuando un demonio -de muchas caras pero, al fin, uno solo- se apropió de las mentes de quienes aceptaron con naturalidad que era posible -no digo que deseable- construir sobre un asesinato un mundo mejor. No creo que alguien haya quedado totalmente al margen de esta naturalización epocal de la violencia.
Desde 1983 tuvimos un amplio consenso acerca de que ése era el sentido del 24 de marzo. Creo que hoy ese consenso debe ser puesto en cuestión; y hay que discutirlo, aunque sea para ratificarlo. Tengo dos razones. La primera es que el 24 de marzo queda chico para resumir un ciclo que empieza antes de 1976 y que termina después de 1983, quizá con el episodio de La Tablada. Retomo el sueño de Héctor Leis: unamos en una única conmemoración a todas las víctimas de una época y fundemos así una memoria compartida para sustituir la actual, que sigue siendo facciosa.
La segunda tiene que ver con el uso manipulativo que, desde 2003, se ha hecho del 24 de marzo y, peor aún, de los derechos humanos, una maravillosa construcción ciudadana que en 1983 fue el Arca de la Alianza de la democracia. Los Kirchner los transformaron en una herramienta de poder, que revivió y agudizó el faccionalismo de los años 70. Me temo que el nombre de “derechos humanos” ha quedado tan corrompido como el valor emblemático del 24 de marzo. Creo que si queremos salvar su esencia, debemos modificar la forma.
La ciudadanía argentina tiene un deber: superar la experiencia traumática de los años terribles. Un estudio histórico desapasionado ayudará mucho. Una Justicia desapasionada también. Pero a la vez es necesario un trabajo de memoria, de verdad y de justicia que no esté guiado por la recreación de los viejos conflictos, sino por el deseo de construir una nueva convivencia. Reflexionar sobre estos dos feriados y su sentido puede ser un camino.
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