jueves, 11 de mayo de 2017

HISTORIAS DE VIDA



Estando en Chile, hace pocos días, con la intención de lograr nexos y extender mis conocimientos de los productos regionales del país, emprendí un viaje a la costa, desde Apalta, en la región de O'Higgins. Salí al amanecer con un día de sol prístino.
Al llegar estaba sentado en la arena con Heloisa, mirando a una niña de un año caminar con un sombrero bajo el sol de la tarde. Al ver arribar a su mamá, comenzó a caminar rápidamente hacia ella, quien con una enorme mochila en los hombros se sentó en la arena para abrazarla. A los instantes la pequeña buscó el pecho de su madre. Allí quedaron las dos extasiadas de encuentro, unidas por el más bello de los abrazos. Ya nada importaba la gente, la hora o la mochila, sólo valía el glorioso amamantar. Al rato quedaron bellamente dormidas: mochila, madre e hija.
Al borde del océano Pacífico hay un pequeño pueblo, Matanzas, que vale la pena visitar; su calle principal linda al mar. Son tan sólo un par de cuadras con algunos comercios y hoteles, entre los que se destaca el Surazo, un enclave de vida marina y surf.
Construido en madera tiene una docena de habitaciones sobre la playa con una sencillez que reconforta, ya que lo simple bien hecho es un abrazo a la elegancia.
Dos habitaciones más, con muchas camas llamadas loberas, fueron hechas para los hijos de los deportistas que acuden frecuentemente a deslizarse entre las grandes olas con sus tablas, munidos de velas para viento o de brazos para remar.



Sobre la playa, frente a unos enormes riscos e islotes, descansan algunos botes de madera de los pescadores locales que traen de mañana unas enormes corvinas matanzinas, congrios, merluzas y lenguados. Forman parte de la fauna marina regional. Para el mediodía y la noche ellas encuentran sabor de sencillez en las sartenes del restaurante, ya que un pescado tan fresco sólo necesita sal de mar y aceite de oliva.
La pesca oceánica era el motivo de mi viaje por la costa de Chile cerca del valle de Colchagua donde tengo mi nuevo restaurante que, entre otros ingredientes regionales, destaca la pesca del Pacífico. Es el buen producto el que da calidad a la cocina; el rigor de la frescura es sin duda el más grande cimiento de nuestro hacer. No hay buena cocina sin ello y sin respeto al producto.
Había llevado dos enormes conservadoras con hielo picado para la pesca. Los peces recién salidos del mar se acomodaron en sus lechos para iniciar el regreso al valle, un camino serpenteado de viñas, frutales y olivos pasando por las localidades de Navidad, Pichilemu, Marchigüe y Palmillas.
Al llegar a la cocina, elegí una bella corvina para mi almuerzo con Vani y Heloisa. La limpié y extraje sus dos filetes con piel. Torneé con mi cuchillo de oficio una papas medianas muy firmes de la isla de Chiloé y las puse a hervir en un caldo de hinojos hasta que estuvieron muy tiernas. Dos tazas de alcaparras lavadas y luego secadas cuidadosamente en papeles fueron fritas en aceite hasta que quedaron muy crocantes.
En un mortero realicé una pasta con unos filetes de anchoas muy pequeños, rosados, casi rojos. Los mezclé con salvia y manteca clarificada y la guardé en la heladera.
Finalmente, la corvina fue a mi plancha de leña, donde la cociné despacio del lado de la piel, girándola sobre el final de cocción, cuidando que retuviera aún unos ínfimos dejos de color rosado en el centro.
Y llegó el momento de preparar los platos. Para ello dispuse el pescado con las alcaparras por encima y las papas con una rodaja de manteca de anchoas y salvia. La corvina fue servida con un tazón de caldo de hinojos, ya que la brisa apaciguada por el sol andino todavía hacía sentir su frío. Y el caldo daba buen contraste con el sauvignon blanc y las viñas en receso invernal.
F. M. 

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