Relojero / Dramaturgia: Armando Discépolo / Intérpretes: Osmar Núñez, Horacio Roca, Laura Grandinetti, Martín Urbaneja, Federico Salles, Stella Galazzi / Música original: Gustavo García Mendy / Vestuario: Paula Molina / Escenografía: Rodrigo González Garillo / Iluminación: Marco Pastorino / Dirección: Analía Fedra García / Teatro: Regio, Córdoba 6056 / Funciones: Jueves a sábados, a las 20.30, y domingos, a las 20 / Duración: 100 minutos
El grotesco discepoleano, decía David Viñas, pone en escena el revés del sueño liberal. Detrás de la idea de que el trabajo duro era la clave para la bonanza, se escondían mil historias de aquellos que iban quedando en el camino. Sobre esos seres que albergaban la contradicción entre el esfuerzo y lo que conseguían, talló Discépolo a algunos de los personajes más perdurables de nuestro teatro. Relojero, último texto dramático de uno de nuestros máximos autores, cuenta con todos los aditamentos que han hecho de este autor un clásico.
La anécdota trata de Daniel, sufrido relojero que se ha esforzado para dar a sus hijos una pobreza digna y las posibilidades de un futuro más alentador que su presente. El plan parece funcionar: sus hijos estudian o trabajan. Salvo que, claro, ninguno de ellos está dispuesto a seguir con la ética del sacrificio que él les inculcó. Llenos de conceptos nuevos, sus ideas de felicidad difieren de las de su padre. Daniel acepta que sus hijos pueden ser más sabios que él, que quizás corresponda que todos busquen la felicidad como puedan y en esa abdicación, en ese doloroso dejar hacer, residen los trágicos giros que toma la pieza.
El espacio consigue correrse del living costumbrista. Se trata de un mecanismo con engranajes de relojería que pierde partes con el correr de la acción. Bella en su confección y eficaz en su metáfora, tiene el mérito de no ser mero decorado, de transformarse e interactuar con lo que sucede en la obra. En las actuaciones y sus registros se ve, también, la tensión generacional entre dos formas de entender a Discépolo. Hay una línea en los hijos y otra en los mayores. Sin embargo, siempre la batuta la lleva Osmar Núñez, quien construye un personaje a la altura de su talento. Su forma de interactuar con los que lo rodean hace crecer al conjunto, cada mirada que dirige está intencionada, sabe escuchar antes que querer imponer sus parlamentos, su trabajo con objetos es de enorme limpieza, sus interacciones fraternas con Horacio Roca son los mejores momentos de la pieza, donde se desarrolla plenamente la comedia y el drama que fluyen en el mismo momento.
Esta versión de Relojero no quiere parecer más inteligente que su referente ni intenta tapar sus condiciones de enunciación. No se han borrado los esquemas de entradas y salidas excesivos y se han mantenido las afirmaciones de una profundidad filosófica que hoy pueden parecer fuera de tono. Pero todo entra bien porque la relación de la puesta con el texto no es ni la de la burla ni la de la sacralidad. Analía Fedra García muestra cómo dirigir un clásico con cariño y sin miedo, no para recordar un pasado mejor ni para mostrar una remota pieza de museo, sino para interpelar en presente, reconociendo las contradicciones que siguen aquí. La enorme poesía callejera de Discépolo sigue estremeciendo y es parte fundamental de los tesoros de la dramaturgia argentina.
La anécdota trata de Daniel, sufrido relojero que se ha esforzado para dar a sus hijos una pobreza digna y las posibilidades de un futuro más alentador que su presente. El plan parece funcionar: sus hijos estudian o trabajan. Salvo que, claro, ninguno de ellos está dispuesto a seguir con la ética del sacrificio que él les inculcó. Llenos de conceptos nuevos, sus ideas de felicidad difieren de las de su padre. Daniel acepta que sus hijos pueden ser más sabios que él, que quizás corresponda que todos busquen la felicidad como puedan y en esa abdicación, en ese doloroso dejar hacer, residen los trágicos giros que toma la pieza.
El espacio consigue correrse del living costumbrista. Se trata de un mecanismo con engranajes de relojería que pierde partes con el correr de la acción. Bella en su confección y eficaz en su metáfora, tiene el mérito de no ser mero decorado, de transformarse e interactuar con lo que sucede en la obra. En las actuaciones y sus registros se ve, también, la tensión generacional entre dos formas de entender a Discépolo. Hay una línea en los hijos y otra en los mayores. Sin embargo, siempre la batuta la lleva Osmar Núñez, quien construye un personaje a la altura de su talento. Su forma de interactuar con los que lo rodean hace crecer al conjunto, cada mirada que dirige está intencionada, sabe escuchar antes que querer imponer sus parlamentos, su trabajo con objetos es de enorme limpieza, sus interacciones fraternas con Horacio Roca son los mejores momentos de la pieza, donde se desarrolla plenamente la comedia y el drama que fluyen en el mismo momento.
Esta versión de Relojero no quiere parecer más inteligente que su referente ni intenta tapar sus condiciones de enunciación. No se han borrado los esquemas de entradas y salidas excesivos y se han mantenido las afirmaciones de una profundidad filosófica que hoy pueden parecer fuera de tono. Pero todo entra bien porque la relación de la puesta con el texto no es ni la de la burla ni la de la sacralidad. Analía Fedra García muestra cómo dirigir un clásico con cariño y sin miedo, no para recordar un pasado mejor ni para mostrar una remota pieza de museo, sino para interpelar en presente, reconociendo las contradicciones que siguen aquí. La enorme poesía callejera de Discépolo sigue estremeciendo y es parte fundamental de los tesoros de la dramaturgia argentina.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.