miércoles, 13 de septiembre de 2017

EL ETERNO PLACER DE LA LECTURA



El azar me llevó a ese estante de la biblioteca. Tomé el hermoso volumen, me senté a leer. Proust escribió Días de lectura como prefacio a su traducción de Sésamos y lirios, un texto de su admirado John Ruskin. Socialista cristiano de espíritu renacentista, Ruskin se interesó en una enorme variedad de temas: la crítica literaria, la ciencia y la mitología, entre otros. La obra que sintetiza sus ideales estéticos es Las siete lámparas de la arquitectura. En aquel texto Proust empieza evocando las lecturas de su infancia, pero no los libros que conoció en ese momento de su vida, sino el "placer divino" que lo sobrecogió durante la lectura, que sentía amenazado cuando un amigo lo buscaba para compartir un juego o cuando su madre lo llamaba para la cena. Cada vez que algo se interponía entre él y los personajes, aguardaba con ansia el instante en que pudiera regresar a ellos. Sentía a veces que podía llegar a amar a esas criaturas con una vehemencia y una sinceridad que no alcanzaba con las personas de carne y hueso. Se sentía tan apegado a ellas que, una vez que terminaba de leer, deseaba asomarse a la vida de los personajes, saber qué había sido de sus vidas cuando ya no lo unía a ellos la lectura, con esa añoranza y ese dolor íntimo con que un amante despechado pretende espiar secretamente, casi siempre sin saberlo, el destino de la persona a la que ama todavía.
Proust nos dice que la evocación de cada libro que nos ha marcado para siempre en la infancia trae a menudo la memoria del lugar donde lo hemos leído, el recuerdo de los objetos que en ese momento nos rodeaban o el modo en que en el cuarto se filtraba la luz. Mientras leía esas reflexiones, lentamente y sin tener conciencia plena de ello, fui regresando a uno de los veranos más felices de mi vida: el verano en que leí Por quién doblan las campanas.



Habíamos alquilado con mi familia una casita en Aguas Dulces, un pueblo apacible de la costa uruguaya. Era un palafito hermosísimo, una construcción muy sencilla montada sobre estacas de madera en la arena y que tenía una característica que la volvía extraordinaria: estaba sobre la playa -dentro de ella: un mascarón de proa adentrándose en el océano encrespado-, de manera que si uno entrecerraba los ojos y era dado a cierta ensoñación podía sentir que estaba en un barco en altamar.
El pueblo era tan pequeño que apenas si había algo para hacer. Los días y sus noches transcurrían con largos paseos junto al mar durante los que recogíamos piedras de formas extrañas y caracolas (la memoria del mar: la concha marina apretada al oído que trae el rumor de las olas desde que éramos niños), la buena comida y una mejor conversación. El palafito tenía techo de paja, el piso con listones crujientes de madera y pilares hundidos en la arena que habían sido carcomidos por el salitre y el viento. El espacio de debajo del palafito era la sombra que elegían al mediodía los bañistas para resguardarse de las crueldades del sol. A la hora de la siesta, cuando nos disponíamos a descansar, ascendían las murmuraciones de los veraneantes que estaban terminando el almuerzo, cuando no las voces estridentes de los niños; a veces, en medio de la soñolencia y entremezclados con el murmullo de la marea, creía escuchar los sofocados gemidos de placer de dos amantes.



Un tiempo después de haber pasado en ese paraje una de las mejores vacaciones de mi vida, me llegó una noticia tristísima: una tormenta demencial había arrasado el palafito. El mar embravecido se lo había devorado. Sus restos estaban ahora tan sólo en mi memoria y en la de los paseantes que, en el esplendor de las mañanas o en la dorada luz de los atardeceres, solían admirar su sencilla majestuosidad.

El palafito tenía una galería cubierta que daba al mar. Durante las tardes me sentaba allí a leer. Fue en ese paisaje de una hermosura escandalosa donde leí Por quién doblan las campanas. A poco de haber ingresado en la vida de Robert Jordan y en la aventura de la Guerra Civil Española, no pude sustraerme al impulso de seguir leyendo. Durante el día parecía ausente y ensimismado: mi mente seguía vagando por los escenarios de la novela y a veces, en medio de una escena familiar, creía escuchar las voces de los personajes que me llamaban y sentía el impulso, que afortunadamente controlaba, de abandonarlo todo y volver a las páginas del libro. En cierto modo sigo allí, como sucede con los libros que nos han hecho felices y amamos fatalmente -hermosamente- toda nuestra vida.
V. H. G. 

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