No está lejos el fantasma de quimeras reales entre humanos y animales
Estamos en una era vertiginosa de inteligencia artificial aplicada a la biotecnología, que a mediano plazo puede resultar extremadamente peligrosa
Carlos A. Mutto Especialista en inteligencia económica
El mundo está sumergido en una era vertiginosa de inteligencia artificial aplicada a la biotecnología, que a mediano plazo puede resultar extremadamente peligrosa. Esa inmersión en un futuro distópico comenzó con manipulaciones genéticas de embriones humanos y continuó con la creación de quimeras reales. Ese fenómeno se aceleró, la comunidad científica perdió los complejos y comenzó a explorar la posibilidad de resucitar animales prehistóricos o fabricar una estructura capaz de producir y controlar el crecimiento de un embrión humano en un útero artificial.
Aunque en la historia hubo otros promotores intelectuales, el primer hombre que abrió la caja de Pandora fue el biólogo chino He Jiankui, que en 2016 piloteó en Nueva York el nacimiento del primer “bebé con tres padres”, portador del patrimonio genético de sus genitores y del ADN de mitocondrias facilitado por una donante para impedir una enfermedad derivada del disfuncionamiento de esos orgánulos que suelen ser definidos como “centrales energéticas de las células”. Dos años después reincidió con la modificación de embriones humanos que condujeron al nacimiento de las gemelas Lulu y Nana, y poco más tarde de una tercera, Amy. Para realizar esa audaz manipulación genética recurrió a una novedosa técnica de edición del genoma, conocida como Crispr/Cas9, descubierta por Jennifer Doudna (Universidad de Berkeley) y Emmanuelle Charpentier (Instituto Max Planck de Berlín), premiadas en 2020 con el Nobel de Química.
El mayor interrogante que planteaba esa intervención era que la modificación del gen CCR5 no se inscribía en una lógica terapéutica, porque los “bebés Crisp” no padecían ninguna patología. He Jiankui solo aspiraba a acordarle una ventaja hipotética contra el riesgo del sida. Hace unos meses, cuando salió libre tras tres años de cárcel, fue recibido con los interrogantes que plantean sus colegas Qiu Renzong, de la Academia de Ciencias Sociales de Pekín, y Lei Ruipeng, de la Universidad Huazhong de Wuhan. Diversos estudios citados por ambos científicos insinúan claramente que ciertas modificaciones genéticas pueden provocar, a término, alteraciones “inesperadas” e incluso “modifica
Nada indica que las modificaciones del gen CCR5 practicadas por He Jiankui confirmen el postulado inicial de proteger a las niñas contra el sidaciones cromosómicas importantes” sin relación con el objetivo buscado.
Esa alerta abrió un debate de proporciones gigantescas en materia jurídica y médica porque nada indica que las modificaciones del gen CCR5 practicadas por He Jiankui confirmen el postulado inicial de proteger a las niñas contra el sida. Por el contrario, aparecen sospechas de ciertas fragilidades frente a diversos virus y otras consecuencias colaterales, pues los genes suelen tener más de una función. Hace algunos meses, los investigadores Xinzhu Wei y Rasmus Nielsen, de la Universidad de California, advirtieron que la modificación practicada sobre las “bebas Crispr” podría reducir la vida de las niñas en dos años en relación con el promedio mundial, que es de 79 años.
La tormenta desencadenada por ese caso no sirvió de escarmiento: un grupo de investigadores chinos trabaja en un sistema basado en una inteligencia artificial capaz de monitorear el desarrollo de un embrión humano en un útero artificial. Ese Long-Term Embryo Culture Device actúa como un verdadero útero que dispone de todos los fluidos nutritivos necesarios para estimular el crecimiento de un embrión y también controla la sutil dinámica de los parámetros fisiológicos determinantes durante la gestación. Habitualmente, ese proceso lo cumple el organismo de la madre sin que ella misma lo advierta. En teoría, todas las experiencias con embriones deben ser interrumpidas al cabo de un tiempo determinado (normalmente 15 días) para evitar los dilemas éticos que sobrevendrían en caso de nacimiento de un ser dotado de conciencia. Pero el precedente de He Jiankui confirmó que los límites operan hasta que alguien deja de respetarlos.
Los resultados alentadores obtenidos en las primeras experiencias con animales entusiasman al régimen de Xi Jinping porque la creación de seres humanos gestados en un útero artificial podría resolver buena parte de los graves problemas demográficos que enfrenta China. Pero la mayoría de los científicos observan esos trabajos con recelo por las cuestiones éticas y humanas que suscita un ser humano sin genitores, cuya educación sería –necesariamente– confiada al Estado para convertirse, in fine, en fuerza laboral no necesariamente remunerada, carne de cañón o instrumento de represión.
Tres equipos científicos mucho más audaces –uno en el Instituto Salk de La Jolla (EE.UU.) y otro en el Laboratorio de Investigación Biomédica con Primates de Yunnan (China) y un tercero en la Universidad de Lyon (Francia)– procuran crear quimeras de cerdo y humano, criaturas que recuerdan los monstruos con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón tan clásicas de la mitología griega como el minotauro (cabeza de toro sobre un cuerpo humano) o las sirenas (busto femenino con cola de pez). En 2019, un equipo del instituto Salk dirigido por el biólogo español Juan Carlos Izpisua y el chino Ji Weizhi creó 132 embriones híbridos de células de mono y humano en un laboratorio chino, tres de los cuales vivieron 19 días fuera del útero, hasta que se interrumpió el estudio.
Todos los investigadores justifican los nuevos experimentos invocando el pretexto de progresar en una medicina regenerativa para “fabricar” órganos híbridos destinados a trasplantes. El mayor riesgo es que suelen “desbordar los límites éticos y científicos”, según la bióloga británica Christine Mummery, presidenta de la Sociedad Internacional para la Investigación con Células Madre. Los científicos temen sobre todo la “fuga” de esas células que pueden terminar formando neuronas humanas en el cerebro de un animal. Ese fantasma está particularmente presente cuando se trata de primates, una especie que comparte 98,77% de su genoma con el hombre. Imaginar esa pesadilla remite a El planeta de los simios, un film de ciencia ficción en el cual los chimpancés inteligentes terminan por controlar el poder.
Igualmente controvertido parece el proyecto del genetista George Church, de la Universidad de Harvard, célebre por sus trabajos sobre secuenciación del genoma humano. Asociado a la start-up Colossal, el científico proyecta resucitar un ejemplar de las últimas manadas de mamuts que sobrevivieron en el planeta hasta que fueron diezmados definitivamente hace 3700 años. Después de haber intentado en vano recuperar líquido seminal congelado o células momificadas, logró rescatar restos disecados en la zona del estrecho de Bering, entre Alaska y Rusia, con los que espera secuenciar el ADN para intentar una clonación artificial utilizando un elefante de Asia como madre portadora. Crear un mamofante puede ser una tarea peligrosa y extensa: la salud de la madre estará bajo amenaza permanente durante la gestación de 22 meses y solo existen pocos ejemplares vivos de esa especie. El mayor problema, según ciertos biólogos hostiles a esas aventuras de laboratorio, reside en que ese tipo de experiencias no realiza ningún aporte importante al mantenimiento de la biodiversidad ni a la preservación de una especie. Más bien, se parece a un peligroso revival de las alienaciones eugenistas del siglo XIX.
Alarmado por esa tendencia de la ciencia, Greg Licholai, profesor de la Universidad de Yale, no dudó en lanzar una advertencia apocalíptica: “Las manipulaciones genéticas terminarán por eliminar toda enfermedad humana o por matarnos a todos… hasta el último”. •
El mundo está sumergido en una era vertiginosa de inteligencia artificial aplicada a la biotecnología, que a mediano plazo puede resultar extremadamente peligrosa. Esa inmersión en un futuro distópico comenzó con manipulaciones genéticas de embriones humanos y continuó con la creación de quimeras reales. Ese fenómeno se aceleró, la comunidad científica perdió los complejos y comenzó a explorar la posibilidad de resucitar animales prehistóricos o fabricar una estructura capaz de producir y controlar el crecimiento de un embrión humano en un útero artificial.
Aunque en la historia hubo otros promotores intelectuales, el primer hombre que abrió la caja de Pandora fue el biólogo chino He Jiankui, que en 2016 piloteó en Nueva York el nacimiento del primer “bebé con tres padres”, portador del patrimonio genético de sus genitores y del ADN de mitocondrias facilitado por una donante para impedir una enfermedad derivada del disfuncionamiento de esos orgánulos que suelen ser definidos como “centrales energéticas de las células”. Dos años después reincidió con la modificación de embriones humanos que condujeron al nacimiento de las gemelas Lulu y Nana, y poco más tarde de una tercera, Amy. Para realizar esa audaz manipulación genética recurrió a una novedosa técnica de edición del genoma, conocida como Crispr/Cas9, descubierta por Jennifer Doudna (Universidad de Berkeley) y Emmanuelle Charpentier (Instituto Max Planck de Berlín), premiadas en 2020 con el Nobel de Química.
El mayor interrogante que planteaba esa intervención era que la modificación del gen CCR5 no se inscribía en una lógica terapéutica, porque los “bebés Crisp” no padecían ninguna patología. He Jiankui solo aspiraba a acordarle una ventaja hipotética contra el riesgo del sida. Hace unos meses, cuando salió libre tras tres años de cárcel, fue recibido con los interrogantes que plantean sus colegas Qiu Renzong, de la Academia de Ciencias Sociales de Pekín, y Lei Ruipeng, de la Universidad Huazhong de Wuhan. Diversos estudios citados por ambos científicos insinúan claramente que ciertas modificaciones genéticas pueden provocar, a término, alteraciones “inesperadas” e incluso “modifica
Nada indica que las modificaciones del gen CCR5 practicadas por He Jiankui confirmen el postulado inicial de proteger a las niñas contra el sidaciones cromosómicas importantes” sin relación con el objetivo buscado.
Esa alerta abrió un debate de proporciones gigantescas en materia jurídica y médica porque nada indica que las modificaciones del gen CCR5 practicadas por He Jiankui confirmen el postulado inicial de proteger a las niñas contra el sida. Por el contrario, aparecen sospechas de ciertas fragilidades frente a diversos virus y otras consecuencias colaterales, pues los genes suelen tener más de una función. Hace algunos meses, los investigadores Xinzhu Wei y Rasmus Nielsen, de la Universidad de California, advirtieron que la modificación practicada sobre las “bebas Crispr” podría reducir la vida de las niñas en dos años en relación con el promedio mundial, que es de 79 años.
La tormenta desencadenada por ese caso no sirvió de escarmiento: un grupo de investigadores chinos trabaja en un sistema basado en una inteligencia artificial capaz de monitorear el desarrollo de un embrión humano en un útero artificial. Ese Long-Term Embryo Culture Device actúa como un verdadero útero que dispone de todos los fluidos nutritivos necesarios para estimular el crecimiento de un embrión y también controla la sutil dinámica de los parámetros fisiológicos determinantes durante la gestación. Habitualmente, ese proceso lo cumple el organismo de la madre sin que ella misma lo advierta. En teoría, todas las experiencias con embriones deben ser interrumpidas al cabo de un tiempo determinado (normalmente 15 días) para evitar los dilemas éticos que sobrevendrían en caso de nacimiento de un ser dotado de conciencia. Pero el precedente de He Jiankui confirmó que los límites operan hasta que alguien deja de respetarlos.
Los resultados alentadores obtenidos en las primeras experiencias con animales entusiasman al régimen de Xi Jinping porque la creación de seres humanos gestados en un útero artificial podría resolver buena parte de los graves problemas demográficos que enfrenta China. Pero la mayoría de los científicos observan esos trabajos con recelo por las cuestiones éticas y humanas que suscita un ser humano sin genitores, cuya educación sería –necesariamente– confiada al Estado para convertirse, in fine, en fuerza laboral no necesariamente remunerada, carne de cañón o instrumento de represión.
Tres equipos científicos mucho más audaces –uno en el Instituto Salk de La Jolla (EE.UU.) y otro en el Laboratorio de Investigación Biomédica con Primates de Yunnan (China) y un tercero en la Universidad de Lyon (Francia)– procuran crear quimeras de cerdo y humano, criaturas que recuerdan los monstruos con cabeza de león, vientre de cabra y cola de dragón tan clásicas de la mitología griega como el minotauro (cabeza de toro sobre un cuerpo humano) o las sirenas (busto femenino con cola de pez). En 2019, un equipo del instituto Salk dirigido por el biólogo español Juan Carlos Izpisua y el chino Ji Weizhi creó 132 embriones híbridos de células de mono y humano en un laboratorio chino, tres de los cuales vivieron 19 días fuera del útero, hasta que se interrumpió el estudio.
Todos los investigadores justifican los nuevos experimentos invocando el pretexto de progresar en una medicina regenerativa para “fabricar” órganos híbridos destinados a trasplantes. El mayor riesgo es que suelen “desbordar los límites éticos y científicos”, según la bióloga británica Christine Mummery, presidenta de la Sociedad Internacional para la Investigación con Células Madre. Los científicos temen sobre todo la “fuga” de esas células que pueden terminar formando neuronas humanas en el cerebro de un animal. Ese fantasma está particularmente presente cuando se trata de primates, una especie que comparte 98,77% de su genoma con el hombre. Imaginar esa pesadilla remite a El planeta de los simios, un film de ciencia ficción en el cual los chimpancés inteligentes terminan por controlar el poder.
Igualmente controvertido parece el proyecto del genetista George Church, de la Universidad de Harvard, célebre por sus trabajos sobre secuenciación del genoma humano. Asociado a la start-up Colossal, el científico proyecta resucitar un ejemplar de las últimas manadas de mamuts que sobrevivieron en el planeta hasta que fueron diezmados definitivamente hace 3700 años. Después de haber intentado en vano recuperar líquido seminal congelado o células momificadas, logró rescatar restos disecados en la zona del estrecho de Bering, entre Alaska y Rusia, con los que espera secuenciar el ADN para intentar una clonación artificial utilizando un elefante de Asia como madre portadora. Crear un mamofante puede ser una tarea peligrosa y extensa: la salud de la madre estará bajo amenaza permanente durante la gestación de 22 meses y solo existen pocos ejemplares vivos de esa especie. El mayor problema, según ciertos biólogos hostiles a esas aventuras de laboratorio, reside en que ese tipo de experiencias no realiza ningún aporte importante al mantenimiento de la biodiversidad ni a la preservación de una especie. Más bien, se parece a un peligroso revival de las alienaciones eugenistas del siglo XIX.
Alarmado por esa tendencia de la ciencia, Greg Licholai, profesor de la Universidad de Yale, no dudó en lanzar una advertencia apocalíptica: “Las manipulaciones genéticas terminarán por eliminar toda enfermedad humana o por matarnos a todos… hasta el último”. •
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