lunes, 26 de septiembre de 2022

EDITORIAL




El llamado al diálogo y la crisis moral
No puede esperarse una respuesta satisfactoria de la oposición política cuando cualquier convocatoria del Gobierno no puede disimular la mala fe
Un día antes de que Fernando de la Rúa renunciara como presidente de la Nación, la Iglesia convocó a numerosos actores sociales para buscar soluciones a los problemas más acuciantes del país. Luego del derrotero de cinco presidentes sucedidos en diez días y frente al reclamo social de “que se vayan todos”, el clero, junto con el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), impulsaron la Mesa del Diálogo Argentino, un encuentro multidisciplinario y multipartidario dirigido a hallar consensos básicos para buscar salidas a la profunda crisis tras el estallido de 2001.
A principios de 2002, durante el gobierno de Eduardo Duhalde, vio la luz el primer documento de aquella convocatoria, que se llamó “Construir la transición”. Desde estas columnas, celebrábamos para entonces –hace ya 20 años– que empezáramos a trabajar los argentinos en valores comunes tendientes a recuperar la confianza, reconocer al prójimo, respetar las reglas de juego y recobrar la credibilidad moral ligada a la honestidad y a la transparencia. Resaltábamos la imperiosa necesidad de poner en práctica una mayor justicia distributiva y una austeridad compartida, y a rescatar la identidad nacional como la justa valoración del pasado en aras de construir un proyecto de país del que todos fuéramos parte.
Sabíamos que no iba a ser fácil revertir el sentimiento de una sociedad cargada de desconfianzas, por lo cual resultaban imprescindibles actos concretos de renunciamientos, aboliendo toda clase de privilegios y prebendas.
En aquel primer documento de la Mesa del Diálogo se expresaba, con acierto, que existía en el país una tendencia a no asumir las propias responsabilidades, que llevaba a culpar al otro sin una paralela consideración de las propias fallas.
El periodista José Ignacio López, exvocero de aquel espacio de encuentro multisectorial, lamentó que todo ese esfuerzo se haya diluido. “Fue una experiencia enorme. Hicimos todo lo que pudimos, pero han pasado 20 años y está claro que el carácter de la crisis argentina sigue siendo moral. Seguimos echando la culpa al otro cuando todos tenemos algo por lo que responsabilizarnos”, dijo a la nacion sin perder la esperanza de que, de una vez por todas, se depongan odios y egoísmos, y se hallen puntos de encuentro para salir adelante como sociedad y como país.
Resulta en extremo doloroso que durante estas dos últimas décadas hayamos profundizado esos desencuentros. Sin dudas, la dirigencia política tiene mucho que ver. No ha podido ponerse de acuerdo para buscar soluciones a temas urgentes de la agenda diaria de los ciudadanos: la inflación que carcome los ingresos, afectando siempre más a los que menos tienen; el crecimiento tan desmesurado como vergonzoso de la pobreza en el país mientras crecen injustificadamente los patrimonios de numerosos funcionarios; el narcotráfico, la inseguridad, la decadencia educativa y tantos otros asuntos invisibilizados por sectores políticos más ocupados en defender parcelas de poder personal que en atender al bien común.
Hoy, como en 2001 y como también ocurrió en 1993 –previamente a la reforma de la Constitución nacional–, vuelve a llamarse al diálogo. Pero resulta sumamente grave que se lo convoque desde el insulto, la arennarios ga facciosa, la provocación, el escrache y la mentira. No puede esperarse una respuesta rápida ni satisfactoria frente a un llamado en el que no se puede disimular la mala fe del Gobierno.
Muchos de los actores que dicen impulsar esos encuentros son los mismos que durante largos años impidieron avanzar en acuerdos en la propia casa por excelencia del diálogo político: el Congreso de la Nación.
Hace 12 años que los ciudadanos no contamos con defensor del pueblo de la Nación, una figura constitucional clave contemplada por nuestra Carta Magna para actuar en la defensa y protección de los derechos, garantías e intereses en ella contemplados, frente a hechos, actos u omisiones de la administración, y el control del ejercicio de las funciones administrativas públicas. Una vacancia gravísima.
El año pasado, la Asociación de Fiscales se vio obligada a respaldar públicamente a Eduardo Casal como procurador interino de la Nación y criticó la “falta de destreza” de la política para designar al jefe de los fiscales, situación que sigue hoy trabada por una nueva y burda maniobra del oficialismo para imponer una ley que acomoda a sus necesidades las mayorías para la elección y remoción de ese funcionario, mientras ataca descaradamente a fiscales y a jueces que llevan adelante investigaciones sobre gravísimos actos de corrupción de funcionarios y exfuncionarios kirchneristas. Basta con repasar las formas y los modos de la vicepresidenta de la Nación cada vez que le ha tocado exponer frente a jueces y fiscales para tener un parámetro de la nula disposición a escuchar al otro y, en el caso específico de las causas en las que se la investiga, defenderse con pruebas y no con insultos y agresiones.
En pocos días más se cumplirá un año de la renuncia de Elena Highton de Nolasco a la Corte Suprema de Justicia. En lugar de completar esa vacante, el oficialismo en el Congreso se empeña en avanzar con una ley para ampliar el número de miembros del más alto tribunal del país –y así pretender lograr impunidad para algunos de sus miembros en conflicto con la Justicia–, habiendo sido la propia vicepresidenta de la Nación la que, cuando era legisladora, propició la baja del número de integrantes a los cinco que hoy deberían conformarla.
En agosto último se cumplieron 28 años de la sanción de la reforma de la Constitución, fruto del consenso de las fuerzas políticas mayoritarias a partir del acuerdo entre Carlos Menem y Raúl Alfonsín, y llevamos casi 26 años sin que se sancione la ley de coparticipación federal de impuestos, reclamada por la propia Carta Magna como un signo inequívoco de justo y necesario federalismo. La falta de esa ley se ha suplido con acuerdos de ocasión a lo largo de distintos gobiernos, beneficiando a distritos del mismo color político y asfixiando a opositores las más de las veces. En vez de diálogo, imposiciones y conveniencias.
Y llevamos ya añares sin que los directores del Banco Central de la República Argentina asuman sus cargos con acuerdo del Senado de la Nación, tal como exige la carta orgánica de la entidad. A cambio, son designados por decreto presidencial, lo cual pone en serio riesgo su independencia y su estabilidad institucional, quedando su futuro a merced de otro decreto circunstancial atado a los vaivenes de la política partidaria del poder de turno.
La trágica aparición de la pandemia por coronavirus fue otro punto de inflexión para el país. La ciudadanía en su conjunto acompañó sin dudar el consenso inicial entre el Gobierno y los más diversos sectores con el fin de regular las acciones tendientes a hacer frente a un momento delicadísimo no solo para el país, sino para el mundo entero. A poco de avanzar, el Gobierno adoptó medidas unilaterales provocando tan absurdos como incomprensibles enfrentamientos con millones de ciudadanos para los que no hubo comprensión ni siquiera en los momentos más dolorosos. Ni qué hablar de los negociados, las omisiones y las mentiras que aumentaron el dolor en la población y profundizaron la desconfianza hacia quienes pretendían mostrarse como ejemplos desde las más altas esferas del poder.
Toda esta situación nos lleva a considerar que difícilmente podrán conseguirse acuerdos sobre bases tan endebles. Para abrir el diálogo se necesita mucha humildad y trabajar muy duro, anteponiendo el interés del conjunto de la sociedad al individual. La clave es ponerse en los zapatos del otro. Todos tienen algo de razón, merecen hablar y ser escuchados. Es necesario saber resignar para poder avanzar. Consensuar es más que un verbo: es una construcción colectiva que requiere respeto y buena fe si se quieren obtener compromisos serios y duraderos.
Muchos de los actores que dicen impulsar los consensos son los mismos que durante largos años impidieron avanzar en acuerdos en la propia casa por excelencia del diálogo político: el Congreso de la Nación
Pasaron más de 12 años y no tenemos defensor del pueblo; llevamos casi 26 sin ley de coparticipación federal; no hay acuerdo para completar la Corte con su actual composición pero, a cambio, se pretende ampliarla, con el solo objetivo de lograr impunidad para la vicepresidenta y sus cómplices, y muchas otras leyes de fondo no se sancionan por intereses mezquinos
Consensuar es más que un verbo: es una construcción colectiva que solo puede llevarse adelante con respeto, compromiso y buena fe

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