Temas espinosos y grandes malentendidos
Jorge Fernández Díaz
Flota la idea de que el idioma corre peligro. La postulación me parece temeraria y un tanto paranoica. Esa falacia se debe a la inédita plasticidad que la palabra escrita está experimentando en los teléfonos inteligentes, en las tabletas y en las redes sociales. Producto de una revolución tecnológica de gran aceleración, esas contorsiones no representan, sin embargo, ningún peligro. Estamos simplemente ante nuevos usos, y aunque muchos de ellos constituyen errores desde un punto de vista gramatical, sintáctico u ortográfico, y deben ser señalados, lo cierto es que se trata de una corriente atada a dispositivos coyunturales y pasajeros: habrá que ver cuánto de esa hojarasca queda en firme, para ver cuáles son las metamorfosis perennes en nuestra lengua. Que, lejos de ser inmutable, va cambiando, adaptándose a los tiempos y enriqueciéndose de manera constante.
Por ahora se nota un fuerte avance de la oralidad, que se corresponde no solo con internet, sino también con la amplia cultura audiovisual, que en las últimas décadas se instaló fuertemente en oposición a la tradicional cultura gráfica. Lo oral impregna el lenguaje escrito. Y la escritura digital adopta entonces una cierta informalidad y una relativización en cuanto a las reglas y los errores. Antes escribíamos sobre materiales sólidos. Hoy lo hacemos sobre materiales líquidos: lo digital permite entonces una cierta libertad (una ligereza) porque tiene un sentido provisorio, desdramatiza la precisión. Y esto, me parece, sí es negativo, sobre todo con respecto al periodismo y a la veracidad de los hechos en una democracia que necesita la verdad pura y dura. Antes un error en un diario de papel o una errata en un libro eran una verdadera tragedia. Hoy, con la cultura digital, esa gravedad se ha empequeñecido. Todo esto degrada a la prensa y, en consecuencia, un poco a la lengua. Por lo demás, preocuparse por los trucos de la comunicación instantánea (economía lingüística, abreviaturas, neologismos, símbolos y emojis) o hacer de ellos una lengua nueva parece igualmente imprudente y prematuro. Insisto: hoy nos parece moderno y novedoso algo que dentro de dos años tal vez nos resulte anacrónico.
Así como creo que las escuelas deben modernizarse, porque las herramientas clásicas resultan obsoletas, siento que la ortodoxia del lenguaje debería enseñarse como se enseñan las matemáticas, sin atajos ni condescendencias. Puesto que es una enseñanza fundamental para aprender a pensar. En el mundo del trabajo se exige buena gramática, expresión cuidada y excelente ortografía. Y en el territorio de las redes y las relaciones sentimentales, curiosamente también: a veces una mujer evalúa una cita según la prosa de su candidato. Una falta de ortografía o un resbalón sintáctico le parece tan insalvable como un exabrupto. El asunto no por cotidiano es anecdótico; todavía escribir bien sigue siendo más importante de lo que creemos.
Otro de los ítems polémicos es el llamado lenguaje inclusivo. Quien escribe un diccionario recoge el habla popular. Un diccionario es un compendio de esas expresiones consolidadas. Es decir, se acopian los frutos maduros de abajo hacia arriba. El pueblo labra su lenguaje, y el notario lo apunta. Pretender desde una ideología, por más positiva que sea, imponer ese lenguaje de arriba hacia abajo y querer que desde un diccionario o desde una Academia se adoctrine, va contra la metodología académica y contra el sentido común. La revolución igualitaria es una de las buenas noticias del mundo actual, y si alguna vez el llamado lenguaje inclusivo se masifica, el diccionario recogerá sus vocablos. Ahora, si se cediera hoy ante esta sugerencia, se abriría la puerta para que otros grupos de presión también se sintieran con derecho a imponer su propio lenguaje. Los diccionarios ya no serían una recolección de la realidad, sino un producto de meras pujas. El Congreso de la Lengua de Córdoba, que colocará a la Argentina en una vidriera mundial, será muy importante para discutir cara a cara todos estos temas.
(*) El autor es miembro de número de la Academia Argentina de Letras.
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