sábado, 30 de marzo de 2019
OPINIÓN
Las asignaturas pendientes de nuestro desarrollo histórico
Jorge Ossona
Luego de las elecciones veremos si lo aprendido germina en tierra fértil o si reincidimos en el facilismo de la consigna hueca
Cada elección general replantea las asignaturas pendientes de nuestro desarrollo histórico como sociedad moderna. Son la herencia irresuelta de las perplejidades de nuestro siglo XX, tan desconcertantemente mediocre respecto de las sobredimensionadas expectativas de fines del XIX. Los desafíos de cómo insertarnos en el mundo procesando institucionalmente nuestros conflictos sociales se retroalimentan. Tracemos un breve recorrido histórico de ambas dimensiones por separado y en conjunto.
La Argentina estuvo desde sus orígenes signada por una peculiaridad fatídica: extensión y abundantes tierras fértiles, poca población y salarios consiguientemente altos. Mientras el mundo industrial europeo compró alimentos en grandes cantidades y ofreció inversiones e inmigrantes crecimos con vigor. Cuando esa dinámica se detuvo hacia 1930, optamos por preservar la igualdad social sustituyendo los perdidos mercados externos por el interno. Cualitativamente significativo por el espesor de nuestras clases medias, también lo era magro debido a una demografía desde entonces estancada. La solución abrazada mayoritariamente incubaba, así, la trampa de una percepción simplista de nuestro desarrollo; tal vez, heredada de la dinámica sepultada por la Gran Depresión.
Sustituimos exportaciones e importaciones, aunque el igualitarismo inercial reforzado por nuestra versión de Estado benefactor durante los 40, determinó salarios solo sustentables merced al subsidio proteccionista de una producción nacional apartada de los estándares internacionales. Salir de esa trampa, una vez agotados los recursos fiscales que financiaban a la enorme maquinaria asistencial respecto de prácticamente toda la sociedad, suponía el riesgo de comprometer nuestra tradición igualitaria.
Era el gran desafío en el que coincidía toda la clase dirigente hacia principios de los 70. Se requería de una pericia técnica solo posible merced a un sistema político legítimo y a un Estado eficiente en administrar reformas progresivas que aceleraran la tímida apertura exportadora -agropecuaria e industrial- insinuada a fines del decenio anterior. Pero transitamos el camino exactamente inverso. Diez años más tarde, nos descubrimos ante una reestructuración forzosa de contornos imprecisos, cuya principal consecuencia era ese empobrecimiento masivo tan temido desde la crisis de 1930. Fue en el ocaso del último régimen militar que la asignatura económica convergió con la política cuya saga exhibía un curso no menos errático.
Luego de cuarenta años de un sólido republicanismo de notables fundado en una Constitución liberal, la madurez de nuestro desarrollo social y la necesidad de reafirmar la nacionalidad inspiró a un sector progresista de la elite a ensayar la incorporación política de las masas. Fue el espíritu de la ley Sáenz Peña de 1912 que preveía la supresión de las prácticas fraudulentas y la participación multitudinaria de una ciudadanía educada y plural. La configuración de partidos garantes de la República que se alternaran en el ejercicio del gobierno vendría por añadidura.
La democratización política se extendió efectivamente durante los cincuenta años siguientes, aunque según un curso ideológico diferente al mentado por los proyectistas herederos del constitucionalismo liberal. Una nueva generación de la elite tradicional perdió -signo de los nuevos tiempos- la confianza en sí misma y en la consistencia de la obra colectiva de sus antecesores.
El carácter aluvional de nuestra sociedad requería, según su diagnóstico, inculcar paternalmente en los hijos de los inmigrantes una mitología de raíces ancestrales trabajosamente inventada e inspirada en concepciones reaccionarias europeas. Fue cobrando forma una nueva épica nacional esencialista y refractaria del pluralismo de los fundadores en torno de dos entidades homogéneas: la Nación y el pueblo.
Radicales, conservadores y peronistas aspiraron a representar monolíticamente a ese pueblo nacional. El recorrido de nuestra democracia de masas resultó entonces signado por la descalificación moral de la oposición habilitando el providencialismo, el fraude, el pretorianismo militar y la restricción de las libertades públicas. Durante los 50 y los 60, y a la manera de un virus, la deslegitimación recíproca infectó el interior de cada una de estas expresiones.
La pasión totalizante alcanzó su clímax en los 70, cuando nuestra entredicha democracia fue devorada por la violencia revolucionaria, primero, y contrarrevolucionaria, después. En 1983 se intentó volver a las fuentes de la ley de 1912, pero la crisis económica y la exclusión social motivaron un estado de emergencia permanente que rehabilitó las tentaciones delegacionistas y decisionistas. Sin comprometer la selección electoral como fuente de la legitimidad política, esas seducciones fueron horadando desde los 90 el ideal republicano.
En las postrimerías de la segunda década del siglo XXI, nuestras asignaturas pendientes permanecen incólumes: por un lado, el cortocircuito entre el desarrollo económico y un igualitarismo que, pese a la nueva exclusión endémica, aún pervive en la conciencia colectiva; luego, una cultura política fundada en la deslegitimación sistemática. Los dos fantasmas se retroalimentan entre sí: los recuerdos de las políticas orientadas a sortear el atraso están minados por la memoria de la expulsión social. Los de los períodos redistributivos omiten, a su vez, su endeblez material plasmada en déficit, inflación y endeudamiento externo o interno.
Cada una de estas opciones es juzgada por sus oponentes como el producto de una perversa conspiración de intereses inconfesables. En un extremo, la democracia republicana es entendida por sus detractores nacionalistas populares como la excusa de los intereses antinacionales en contra de las mayorías para imponer su "proyecto liberal" excluyente y neocolonial. En el polo opuesto se responsabiliza a un "populismo demagógico" trazado sin solución de continuidad desde 1930 o 1945 del atraso y la degradación económica social y cultural del país.
¿Será posible empezar a resolver en el curso de la próxima década este desarrollo histórico a cien años de su comienzo? La balanza está equilibrada. Por un lado contamos con el haber de casi cuarenta años de una institucionalidad democrática que, pese al acecho recurrente de los peores fantasmas, logró una continuidad sin precedente. También, con una conciencia difusa pero ascendente de la indispensabilidad de insertarnos en el mundo como el camino de nuestro desarrollo económico y social. Pero también persisten una cultura política más proclive al bloqueo que a los consensos, un ciclo largo de estancamiento de final aún imperceptible y el imperio de criterios administrativos de la pobreza social como paradójica llave de la fortuna de distintas regiones de las elites.
Después de los inevitables fragores de nuestra próxima compulsa electoral podremos verificar si nuestros aprendizajes colectivos están germinando en tierra fértil o reincidimos en el facilismo de las consignas huecas, en el ajuste o el redistribucionismo de miras cortas y en la discordia naturalizada como emblema de nuestra trastornada identidad nacional. La moneda está nuevamente en el aire.
Miembro del Club Político Argentino
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