domingo, 17 de marzo de 2019

LA OPINIÓN DE MIGUEL ESPECHE,


Vení y decímelo en la cara
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Miguel Espeche
"Vení y decímelo en la cara", decían en el barrio. Era toda una prueba de coraje aquello de ir de frente, poner el cuerpo y decir lo que se quería decir ahí, "a capela", frente a aquel que merecía, supuestamente, alguna crítica o palabra dura. "Dejá, mejor lo pongo en Twitter", sería hoy la respuesta dicha desde lejos, no sea cosa que el cuerpo entre en zona de riesgo.
Es así entonces que hoy las redes sociales están llenas de esas palabras que jamás son acompañadas por un cuerpo a la hora de decir lo que dicen, en clave de improperio, agravio o simple bravuconada. La piedra se tira y ni falta hace esconder la mano, porque la mano es virtual y no corre ningún riesgo ante la reacción del apedreado.
Si alguien con mucha razón dijo que el invento de la pólvora decretó el final de la valentía, ni qué decir de lo que pasa en ese espacio a veces anónimo y siempre intangible que es internet. De hecho, la ausencia del cuerpo en las discusiones produce una deshumanización que permite entender a aquellos generales que, desde un escritorio, decretaban bombardeos a ciudades pobladas por civiles, los que solamente eran posibles si no se veía el rostro de las víctimas.
"Decir en la cara" es algo que obliga a tamizar lo dicho, darle contexto, matizar los contenidos a través de formas del lenguaje y la comunicación que han sido construidas a lo largo de toda la historia humana. Con la humanidad del otro enfrente se percibe de forma directa el efecto de lo que se pronuncia y, por más crápula que ese otro sea, no todos se regodean en generarle daño, humillación o dolor por aquello de que "se lo merece". Y si a pesar de todo sí se regodean de eso, podríamos decir que, en todo caso, el "crapulismo" es compartido.
Por cuestiones como las que hoy abordamos es que en las guerras se castiga duramente "confraternizar con el enemigo". Más allá de las razones que hubiera en las guerras del caso, la violencia se atempera cuando ese otro es, justamente, otro, y no un enemigo a ser liquidado. Esa confraternización tan temida por los señores de la guerra es algo que no ocurre en las virulentas trifulcas en las redes sociales. No lo impide una orden del alto mando, sino la lejanía del cuerpo y el narcisismo de las ideas "puras", que garantizan que jamás se verá el efecto de la bomba arrojada.
Es verdad que, por ejemplo, Twitter, en su dimensión beligerante, parece un colegio en el que los "cancheros" tienen su prestigio y el deporte es la refutación y descalificación recíproca. No siempre destacan los mejores, sino los más rápidos e ingeniosos a la hora de la zancadilla. Al no haber posibilidad de ver al otro, desaparece, además, otro de los mecanismos que la humanidad ha generado para regular la agresividad: la vergüenza. A muchos les daría vergüenza lo que dicen en las redes si lo hicieran "a cuerpo presente", pero el anonimato y la lejanía han abolido ese sentimiento que surge de ver, a cuerpo presente, cierta cobardía que muchas veces se vislumbra en la violencia ejercida desde la distancia y bajo las polleras de internet. Si los actores de las batallas llenas de adjetivos descalificatorios de las redes sociales tuviesen que mirarse a los ojos, navegar el mismo barco o convivir en una isla, lo más probable es que percataran de que son mucho más parecidos entre sí de lo que creen.
Pero por ahora eso no va a ocurrir. Las palabras no se dicen en la cara y eso hace que todo sea distinto. La valentía queda en suspenso entonces, y las piedras van y vienen, mientras el cuerpo, allí sentado, machaca el teclado con frenesí.

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