domingo, 17 de marzo de 2019
LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,
Jorge Fernández Díaz abrió Pensándolo bien leyendo el inicio de Fernández(Alfaguara), una novela que narra la vida de un hombre sospechosamente parecido a su autor.Una novela tan profunda como divertida que funciona, a su vez, como una biografía generacional.
Le resultaba imposible recordar cuándo se había enamorado de Lili, pero al cerrar los ojos lo asaltaba siempre aquella leve sensación física: sentía que se tomaban de la mano en Talcahuano y Corrientes, y que una muchedumbre los arrastraba al corazón de una fiesta colosal. Promediaba 1978, todo terminaba y renacía, y el que no saltaba era un holandés.
Lili iba demacrada de tanto llorar, y simulaba que el campeonato mundial le importaba muchísimo. Pero había pasado la noche en vela, sufriendo mal de amores, y se había dejado arrear por sus amigas hasta el centro de aquella ciudad tomada, quizás en la secreta esperanza de reencontrarse con esos atorrantes que marchaban a contramano, ebrios de gozo y de cerveza, y que las abrazaron en Pumper Nic como si fuera el fin del mundo.
Fernández era su mejor amigo, y ella había colaborado con mucho entusiasmo en la búsqueda táctica y estratégica de una novia sin saber que lo quería para sí misma, sin inocencias ni coartadas.
Cuando su plan dio resultado y todo estuvo finalmente listo, Lili rompió en llanto y Fernández se dio cuenta de que la había amado desde un principio, que se había engañado con todo aquel cuento chino de la amistad desinteresada y que al final se había resignado a otra.
Con ese pesar vio todo el partido y con ese estupor se metió en los remolinos del festejo. Se rozaron las mejillas como de compromiso y caminaron uno junto al otro, aplastados por tanta alegría ensordecedora.
En Talcahuano pasó alguna corriente fría, y se entrelazaron las manos y no se soltaron hasta el Monumento de los Españoles, donde Fernández la tomó tímidamente de la cintura, pendientes los dos del mínimo error y nerviosos como si fueran desconocidos.
En Plaza Falucho, Fernández percibió que había perdido a su grupo entre las olas y que estaban solos en medio de cientos, y entonces la besó levemente, y ella pareció confundida y enojada. Luego de repente Lili le rodeó el cuello con los brazos y le acercó los labios y le abrió la boca.
Hacía exactamente un año y medio que la madre de Lili los había presentado. La madre era una mujer robusta y dulce, y llevaba casada un cuarto de siglo con un comisario bonaerense que se parecía a Cristopher Lee.
La madre de Fernández la conocía de la escuela de costura y de la feria de Guatemala. Fernández no tenía idea de quiénes eran, y quedó completamente sorprendido al enterarse de que venían a tomar el té y que solicitaban de manera muy especial su presencia.
Nunca pudo sacarse de la cabeza aquella primera imagen: la madre hablaba muy oronda y diplomática, y la chica se miraba los pies. Era rubiecita y rosada, y a veces también era linda.
Quería que se la tragara la tierra, pero la madre avanzaba como un rompehielos, dispuesta a explicarse muy bien y a llevar a cabo su cometido. Lili asistía a un colegio de monjas y estaba por cumplir los quince.
El comisario había pagado un baile monumental en una mansión de alquiler, pero ninguna compañera de Lili tenía novio ni conocía de vista a ningún caballero. Fernández casi se atragantó al descubrir cuál era, si deseaba aceptarla, su riesgosa misión.
¿Y cuántos calcula que necesitará, señora?, preguntó con voz temblorosa. La señora se limpió las comisuras con una servilleta, miró a su hija de costado y después se encogió de hombros: Creo que con cincuenta estará bien.
Fernández reclutó a su gente de distintos colegios, recurrió a ex compañeros, a primos, a amigos de amigos, a enemigos, a una cadena de solidaridad y a una redada de último momento. Los reunió en la esquina de su casa, les dio precisas instrucciones, y avanzaron en caravana hacia el objetivo.
La recepción parecía una boda de celebridades. A órdenes de Cristopher Lee había un maître, cinco músicos, tres fotógrafos, seis policías de civil y dos patrulleros que cerraban la calle.
Los cincuenta sospechosos fueron cuidadosamente examinados, y con la contraseña de Fernández, los acomodaron en un salón lateral. Había una mesa larga para las chicas y otra para los varones, y los separaba pundonorosamente una mampara.
En la siguiente hora y media los bandos comieron y cuchichearon midiéndose desde lejos, y Fernández trató de que sus soldados no perdieran la línea. No pudo evitar que algunos de ellos les dijeran guasadas a los mozos, ni que otros hicieran puntería con los saladitos. Pero el asunto no pasó a mayores, y la madre de Lili, vestida de luces, vino a parlamentar con el general y acordó con él las secuencias y los ritos.
Fernández se sentía un hombre muy importante y muchas horas después, saboreando el triunfo en el cordón de su vereda, se preguntó si no existía un negocio posible en esa clase de organizaciones juveniles, y seguramente fue allí mismo que se le empezó a ocurrir la peregrina idea de ser disc jockey.
Lo cierto es que el maître, a una señal de Cristopher, tomó el micrófono, pidió silencio, dijo algunas palabras pomposas y arrancó con el vals de Strauss.
Lili, completamente colorada, bailó con su padre, y después con sus tíos y primos, y al final con Fernández, que fue ovacionado. Ella llevaba el pelo recogido y lleno de bucles, y el maquillaje la embellecía de un modo artificial y pasajero.
El perfume y el aliento a frutilla le aflojaron a Fernández las piernas, pero se mantuvo en sus trece, ametrallado por los flashes. Los dos se sentían avergonzados y alegres, y a Fernández no se le ocurrió otra cosa que preguntarle por su pulsera de plata.
Lili, contracturada, le dijo que era un regalo de sus padres, y lo miró a los ojos con mucho esfuerzo y él vio en aquel fondo gris una mueca de dolor.
En ese momento helado, la banda cortó el vals y arrancó con música bolichera, y Lili lo soltó como si Fernández pudiera electrocutarla, y él tragó saliva y lanzó un gesto a la tropa.
Treinta o cuarenta muchachos se fueron sobre la manada, y el salón se llenó de cuerpos ágiles, y alguien apagó las luces centrales y prendió las estroboscópicas.
* * *
Se reencontraron, luego de treinta años, en la sala de espera del dentista. Fernández leía un libro sobre antioxidantes, y la reconoció por la voz y por la pulsera de plata. Todo lo demás pertenecía a una mujer desconocida.
Lili era ahora una cuarentoide alta y pechugona que vestía apretado y que ejercía su don de mando con una comicidad temeraria. Le cantó cuatro frescas a la recepcionista, consiguió un sobreturno, hizo un chiste sobre odontólogos, recogió del canasto una Para Ti sobada que traía la moda otoño/invierno 1999, y fue a sentarse en una esquina. Los cuatro o cinco pacientes le siguieron los movimientos como si fuera una equilibrista, y después cada cual volvió a lo suyo.
A Fernández el corazón le latía a ciento veinte pulsaciones por minuto. Se miró los zapatos para comprobar si los traía bien lustrados, acomodó la camisa y se ajustó la corbata mientras pensaba qué decir y cómo hacerlo.
Finalmente juntó coraje, se paró, dio tres pasos, le tocó el hombro desnudo y renunció a la originalidad: ¿Trabajás o estudiás? Ella levantó la vista como para darle un mamporro y se quedó paralizada.
Abrió grande la boca y se llevó las manos a las mejillas. La revista se le resbaló, y él se agachó a levantarla, y Lili se paró a abrazarlo, y en el amasijo por poco terminan los dos en el suelo.
El público los seguía ahora como si fueran dos bailarines drogados, pero la conmoción del reencuentro era tan grande que borraba cualquier miedo escénico.
Por sobre el silencio y la música funcional, las dos voces retumbaban: Qué hacés acá, qué cambiado estás, dónde te habías metido, qué es de tu vida, estás bárbara, estás más gordo, ¿y ese color de pelo? ¿Y esa barba mosquetera?
Se sentaron juntos, suspirando y sonriendo, y ella, que tanto le gustaba hablar de tarde y tan poco de mañana, repentinamente se quedó sin palabras y sin aliento. No sabía por dónde empezar, y entonces él propuso empezar por lo obvio.
-Yo vengo por un service -dijo Lili como si hubieran vuelto a enchufarla. Y mostró toda su dentadura blanca y perfecta-. Tengo un Mercedes Benz en la boca. Me puse implantes. ¿Qué te parece?
-Me parece asombroso.
-¿Y vos?
-Yo también me separé -dijo, y rápidamente se recompuso-. Me pusieron un puente con fundas, y se me cae cada dos o tres meses. Es un desastre.
-Yo los demando.
-Estoy muy estresado y de noche rac-rac, rac-rac. Duermo nervioso y me aprieto las mandíbulas, y me rompo las muelas.
-Qué horror.
-No es cosa de dentistas -dijo él, y se palmeó las piernas.
-Es cosa de terapia -convino Lili, y de pronto pareció tomar conciencia-. ¡No me digas que te psicoanalizás!
-No -la tranquilizó-. Pero tomo un alplax a la noche.
-¿De 1 o de 0.5?
-De 0.5 -se rió-. Soy un adicto total, pero si no lo tomo me dijeron que era peor. Duermo dos o tres horas, y además soy hipertenso. Entonces es preferible ser un vicioso a tener un bobazo.
-Yo cuando estoy muy acelerada también me tengo que tomar uno -dijo Lili para tratar de emparejar la cosa, y abrió la cartera y convidó un cigarrillo. Fernández se tocó el cuore y dijo que no con la cabeza. Lili prendió un rubio y se peinó las sienes con los dedos. Parecía nerviosa-. ¿Y desde cuándo sos hipertenso?
-Desde hace cuatro o cinco años. Tomo medio atenolol por día y ando mejor. ¿Y vos?
-Yo no tengo estrés -dijo Lili encogiéndose de hombros-. Pero me hago un papanicolaou por año, y mucho gimnasio y dieta naturista, y cirujano plástico.
-¿Cirujano plástico?
Lili sacó pecho y se rieron.
-Mi ex tomaba protime, algo parecido al atenolol, y al final tenía problemas ahí abajo -dijo sin inmutarse, y aclaró con un ademán.
Fernández tosió y miró para los costados. Los pacientes parecían estatuas pero escuchaban cada frase y la evaluaban y la memorizaban para contárselas por la noche a los amigos.
-No te creas que me separé por el atenolol -dijo Lili y lanzó una carcajada breve e inconclusa-. Al contrario: me separé porque me cagaba con una empleada, y porque no me dejaba hacer lo que yo quería.
-¿Y qué era lo que vos querías?
-Bueno, no sé. Me esclavizó tantos años que ya no sé lo que quiero -espantó la idea como si espantara una mosca, y ladeó la cabeza-. ¿Y a vos por qué te largaron en banda? Porque vos sos incapaz de romper con nadie, ¿o me equivoco?
-Soy incapaz. Punto.
-Dale.
Fernández tomó aire y se cruzó de piernas, y en ese instante la recepcionista lo llamó por su apellido. Pero Lili no le dio tiempo a nada.
-¿Tomamos un café?
Miró a la recepcionista y miró innecesariamente su reloj, y así fue como perdió su turno, y como regresaron los fantasmas y como empezó el largo día que cambiaría para siempre su segunda vida.
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