domingo, 3 de marzo de 2019
MANUSCRITOS
¿Pierde la humanidad su capacidad crítica?
Héctor M. Guyot
Encontrar expresado en palabras algo que sentimos hace mucho es siempre un consuelo. En principio, el de saber que hay otros como uno y que no estamos tan solos o equivocados como sospechábamos. Algo que se agradece, sobre todo cuando se trata de esos asuntos en los que vamos en sentido contrario a los de la inmensa mayoría.
Me ocurrió esto al leer, hace unos días, una entrevista que el diario El País le hizo al intelectual italiano Franco "Bifo" Berardi, graduado en Estética en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Bolonia. Este "agitador cultural", tal como lo presenta el periodista que firma la nota, aborda en ella cuestiones que de una u otra manera ya han sido materia de esta columna y que cifran, a mi entender, uno de los temas más importantes y complejos del presente. Hablo de lo que la revolución digital está haciendo con nosotros. De cómo nos navega la web mientras navegamos en ella.
Los cambios que se están produciendo hoy son más profundos que los que trajo la creación de la imprenta, dice el académico. Mutamos hacia una forma conectiva de la comunicación que excede la esfera de la presencia y acelera el tiempo de tal modo que no deja espacio para la pausa o la escucha. Esa conectividad permite al mismo tiempo una aceleración infinita de la información, que actúa como estímulo nervioso a partir de lo que él llamashitstorm (tormenta de mierda, con disculpas). "La consecuencia es que las capacidades críticas que la humanidad tenía en la época de la imprenta se están perdiendo", afirma.
Las fake news son una parte menor del problema. Lo más grave está ocurriendo dentro de nuestras cabezas. "La velocidad, la intensificación, no permite que el cerebro pueda discernir ni redistribuir lo que recibe; no nos permite discriminar entre bueno y malo, entre verdadero o falso. Cuanto más atribuimos la actividad inteligente a la máquina, tanto más renunciamos a la capacidad de actuar de manera inteligente".
Berardi analiza también la dimensión social y política del fenómeno. Si la democracia es en esencia diálogo, estamos complicados, pues con la aceleración de la comunicación -dice- el diálogo se establece entre el individuo y la pantalla. "¿La democracia no me sirve para cambiar nada? Pues salgo a la calle y soy violento. No es fascismo, es sinrazón", afirma. Pone como ejemplo las protestas de los "chalecos amarillos" en Francia y advierte: "El sentimiento de humillación es más peligroso que el de empobrecimiento".
¿Será Berardi un espécimen de la última generación predigital que mira con desconfianza las mutaciones que imponen la revolución tecnológica y el algoritmo financiero en el que, según él, ha derivado la razón liberal y democrática?
En mi caso, no me molestaría admitirlo. El otro día, cenando entre amigos, nos preguntábamos qué brecha generacional era más profunda, si la de nuestros padres respecto de nosotros o la de nosotros respecto de nuestros hijos. A pesar de habernos asomado a la juventud en la estela de la década del 60, que desbarató a su paso tantos presupuestos y costumbres, y a pesar de la relación más llana que mantenemos hoy con los hijos, me inclino por la segunda opción. Entre nosotros y los que nos siguen, más que veinte o treinta años hay un cambio de civilización.
No me opongo a la tecnología, que tantos beneficios aporta, qué duda cabe. Pero sí me opongo a su tiranía soft. Tengo que reconocer que, en lo personal, esa resistencia me sale sin esfuerzo. No me gusta pasar el rato frente a la pantalla del teléfono o de la computadora, a la que uso casi como una máquina de escribir. Cuando estoy allí, incluso respondiendo un mail o un mensaje de WhatsApp de alguien que estimo, siento que la vida está en otra parte y me la estoy perdiendo. No logro convencerme de que del otro lado de esa superficie brillante y fría hay alguien. Ni siquiera algo. Más elemental, más denso y limitado, necesito la presencia. El ancla de la materia.
Un ejemplo: si tuviera que elegir entre tres libros sobre una mesa y el catálogo entero de la Biblioteca Nacional en formato digital, me quedo con los tres libros. Mientras los tenga en la mano, mientras los lea, los sentiré como una compañía y hasta como una prolongación de mi persona. La dimensión digital, un espejismo del infinito, ofrece la ilusión de tener el mundo entero a nuestra disposición. Pero en ella nada nos pertenece de verdad porque, sencillamente, las cosas no están allí. Al menos, no están allí por mí y para mí. Están para todos y para nadie, una constatación que no puede sino acrecentar la sensación de soledad en la que hoy vivimos.
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