lunes, 4 de marzo de 2019

SOPA FRÍA DE TOMATES

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Una receta de cocina puede ser vanamente traspasada a un papel para cumplir con el sabor o hacerlo recorriendo la memoria en busca de gestos que detallen e inciten al prójimo a encontrar allí algo más que un buen paladar. Casi un sueño.
La elegancia de vivir es hacerlo siempre abrazados a los opuestos. Sin contrastes se llega al hastío; como el trabajo y la vocación se oponen al descanso. Quizás lo mejor de la vida sean las distracciones: nos sacan de la rutina e integran valor, frescura, ilusión y esperanza a nuestros días.
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Hace pocos días, en la yerma bochornosa de una tarde de verano, me escribió mi amigo Pablo. Me pedía le enviara lo más pronto posible una receta para una sopa fría de tomates, ya que imaginaba que solo ella podía apaciguar su calor que ya llegaba a la quemazón. Sin esperar un minuto, me dispuse a cumplir con su deseo y así serenar su apetencia de frescor. Como mi imaginación muchas veces se dispara al galope como si fuera a un campo de batalla de alegría y fascinación, decidí escribir una receta simple y clásica, aunque con algunos gestos libertinos. La cocina en la simpleza debe ser siempre un arrumaco de cariño, un remilgo de candor, debe ejercer un camino de delicias y sorpresas. Siempre sentí que una sopa que solo se jacte de mojadez termina por dar monotonía, por más deliciosa que sea. Necesita contrastes, temperaturas, consistencias y sabores. El tomar repetidamente cucharadas de sopas sin otro temple y sabor que el de su propia esencia de humedal, es comparable al tedio de un amor que en el acto está solo contenido por la rutina de los años, falto de pasión e ilusión y de nuevos deseos. También soñar es vivir.
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En mi lista de ingredientes para la sopa puse una docena de tomates grandes y muy maduros de lo que se denominan corazón de buey, una cabeza de ajos nuevos y dos cebollas pequeñas coloradas, todo pelado. Dos pepinos medianos, una taza de aceite de oliva, media taza del mejor vinagre de vino tinto -preferiblemente de madre de barril de roble-, dos rebanadas de miga de pan blanco, sal de mar y pimienta negra molida gruesa. Todo esto debe procesarse en conjunto para lograr que el preciado líquido amalgame y luego guardarlo sin que se congele en la heladera por un par de horas. Debe servirse muy fría. Al probar en boca para corregir su sazón debe sentirse la majestuosa untuosidad ácida y dulce de los tomates, el filoso vinagre, el intenso y vehemente filo del ajo crudo, que en conjunto con los demás ingredientes crean una suerte de afrenta al sabor. A la primera cucharada los dormidos pasivos despertarán de sus modorras y sentirán que les arde el culo como en noche de luna llena (escribe García Márquez en sus Memorias de mis putas tristes). Para finalmente llegar al frescor que produce la delicia de humedal presidido por los tomates de corazón.
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En mi receta para la sopa propuse también una colección de distracciones como guarnición de apoyo. Ellas son servidas por separado para que cada comensal eche, según su apetencia, a saber: huevo duro picado, crotones de pan asados muy crocantes, morrones crudos picados, cebollas rojas crudas, pepinos picados y alcaparras embebidas con anchoas y aceitunas negras picadas.
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Al despertarme al día siguiente, su mujer, Laura, me envió lindas fotografías de la sopa, haciendo hincapié en varias tomas de las distracciones que Pablo seguramente presentó con destreza, ya que siempre le gustó el cuchillo y el sabor.
Yo me encontraba lejos, viajando por otra ciudad, y aquella noche, al apagar la luz para dormir, lo hice con gran satisfacción, sabiendo que mis amigos, muy lejos, estarían cobijados del calor con las distracciones de sabor. Que distraen a la vida misma.

F. M.

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