El fanatismo que mató a la política
Jorge Sigal
El kirchnerismo dividió a la sociedad con una visión absolutista y totalizadora, ajena al diálogo y el consenso
El fanatismo que mató a la política
Quiero que me expliques por qué -dijo desde el otro lado de la línea.
-¿Por qué qué? -respondí.
-¿Por qué defendés esto? -repreguntó, acentuando el "esto".
Se refería, claro, al Gobierno. En su tono y en la omisión de palabras estaba el mensaje: el mal absoluto no se menciona, se presume.
Habíamos dejado de hablarnos en diciembre de 2015. Quizás un poco antes. Fue cuando la grieta hizo lo suyo y él, un tipo poco politizado, pasajero esporádico de las marchas por los derechos humanos (en las que solíamos encontrarnos), se convirtió en "militante". O algo así. Éramos amigos desde la secundaria, unidos por esos lazos que se imaginan para siempre, nacidos en tiempos de eternidad adolescente. Pero la relación se fue limando.
La historia es parecida a la de tantos. Hubo deslizamientos casi imperceptibles que nos empujaron hacia una "guerra" nunca declarada que, finalmente, se metió en nuestras vidas y nos embrolló en discusiones y enojos de los que solo pudimos preservarnos cruzando de vereda.
Durante varios días estuve pensando en ese virtual pedido de audiencia. No se trataba, claro, de una invitación al diálogo, sino de una interpelación. Yo tenía que defenderme en un juicio que ya tenía sentencia. Había llegado la hora de rendir cuentas por "esto". Que, dicho sea de paso, implica en lo personal algo mucho más amplio que un gobierno; involucra directamente una idea de democracia republicana e institucional con alternancias y pluralismo, lejana a un "partido único" y a un caudillo redentor y regresista.
El episodio no tendría relevancia (finalmente, se trata apenas de un desencuentro más entre dos personas que supieron quererse) si no fuera porque puede ser aprovechado para hablar de un mal de época. ¿Nos separan de verdad las diferencias políticas? ¿Por qué llegamos casi a odiarnos? ¿Qué se puso en juego en los últimos diez años para que los argentinos sacrificáramos lazos familiares, amistades y hasta amores que se suponían definitivos?
No es difícil comprender que en situaciones extremas los sentimientos íntimos sufran desgarramientos impensados para tiempos más o menos normales. La literatura universal está plagada de hermanos, amigos íntimos, amantes y hasta padres e hijos que resolvieron sus diferencias a tiros. Las guerras y revoluciones no creen en lágrimas. Suben a escena lo peor de la condición humana. Matar o morir.
Sin embargo, no es necesario llegar al punto del conflicto bélico para conocer la degradación que puede producir el fanatismo, un mal "más contagioso que cualquier virus", según la contundente afirmación del escritor Amos Oz. Para caer en sus garras -explicaba este israelí que se consideraba a sí mismo un recuperado de esa dolencia- no hacen falta siquiera grandes causas; basta apenas con tener la pretensión de cambiar al otro. La idea de que yo poseo la razón, de que el bien tiene un territorio y es el que yo habito lleva a la intransigencia y, puede, si no se frena a tiempo, desembocar incluso en el deseo de eliminar al diferente. La obsesión por desaparecer, borrar al que piensa distinto no es un atributo exclusivo de tiranos perversos, gente excepcional que nació con un ADN defectuoso. Suponer que los burócratas de las inquisiciones son tan solo gentes sin corazón es liberar nuestras conciencias de toda responsabilidad. Al decir de Hannah Arendt: banalizar el mal.
Nada es más ajeno a la política que la pretensión totalizadora, absolutista. La política es pragmatismo, búsqueda de consensos para gestionar la cosa pública; "el terreno neutral donde -según el historiador Loris Zanatta- los diferentes miden fuerzas e ideas". No se trata de una tarea para dioses, sino para seres humanos. Cuando la pasión o el partidismo nos nublan la razón es momento de que se enciendan las alarmas. Tampoco la fe y los ideales deben fundirse con la inflexibilidad de los dogmas. Siempre hay un otro con el que convivir sobre la base del respeto a las singularidades. José Ingenieros, frondoso y apasionado intelectual que maduró en tiempos del centenario de la patria, lo decía en estos términos: "Todo ideal es siempre relativo a una imperfecta realidad presente. No los hay absolutos. Afirmarlo implicaría abjurar de su esencia misma, negando la posibilidad infinita de la perfección. Erraban los viejos moralistas al creer que en el punto donde estaba su espíritu en ese momento, convergían todo el espacio y todo el tiempo; para la ética moderna, libre de esa grave falacia, la relatividad de los ideales es un postulado fundamental".
Por momentos, tiendo a pensar que el kirchnerismo, sobre la base de una improvisada pero efectiva táctica de seducción, se convirtió en la gran colectora emocional de sectores que habían quedado huérfanos de ideales durante los convulsionados años 90, la década del capitalismo global, del consumismo desenfrenado, de la caída del Muro, del Fin de la Historia.
El maridaje entre izquierda cultural desahuciada y pragmatismo peronista, ocurrida en los albores de este siglo en la Argentina, vino para devolverle a un sector de las clases medias urbanas (que estaba entrando en el otoño de la vida) la posibilidad de soñar con la reencarnación. "No nos han vencido", cantaban los exaltados muchachos de La Cámpora, hijos putativos de una generación que no pudo -o no quiso- trasmitirles el más valioso de sus legados: la enseñanza que deja el fracaso. Lejos de Ingenieros, que concebía los ideales como superación y movimiento continuo, el universo ideológico K se asentó en la puesta en valor de postales amarillentas de aquel tiempo en que "fui hermoso y fui libre de verdad". Cerró en lugar de abrir. Nos empujó hacia atrás.
Aquella frase que se le atribuye a Néstor Kirchner durante una conversación privada con Ramón Puerta ("La izquierda te da fueros") parece haber guiado un trabajo pertinaz, no ajeno al cinismo, que rindió enormes frutos en un escenario donde los ilusiones suelen confundirse fácilmente con la realidad. La abundancia de mayúsculas, de adjetivos, la exaltación patriotera inundó nuestra existencia. Cadenas nacionales interminables, fusilamientos simbólicos y ajusticiamientos mediáticos (propalados sin pudor por los medios del Estado) abonaron el camino de esa guerra de nervios que nos mantenía divididos y dominados.
La peligrosa e inconsistente utilización de símbolos revolucionarios pudo haber comenzado como un ardid táctico, pero terminó causando una fractura peligrosa, alimentando el resentimiento y, por ende, la impotencia de la sociedad para producir transformaciones en el marco del sistema democrático. La idea del conflicto permanente sirvió al proyecto de poder hegemónico a costa de un significativo deterioro de la calidad institucional del país. Además, nos amontonó junto a los países más desprestigiados del mundo como Venezuela e Irán. Negocio para pocos, frustración para muchos.
Ningún acto simboliza mejor esa etapa de pasiones exaltadas que la negación de transmitir el mando al gobierno elegido libremente por votación ciudadana. Considerar el respeto a la soberanía popular un acto de claudicación se parece demasiado a un acto de guerra. Vale la pena recordarlo porque, lejos de arrepentirse, ahora Cristina Fernández de Kirchner lo deja por escrito enSinceramente, la plataforma de lanzamiento en su intento de volver al poder. Nada ha cambiado. "La semilla del fanatismo siempre brota al adoptar una actitud de superioridad moral que impide llegar a un acuerdo", sentenciaba Oz.
No nos divide la política. Nos divide la ausencia de política.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino
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