jueves, 25 de julio de 2019
HABÍA UNA VEZ...,
Las hojas que bailaban en el aire: una conexión con el Bolero de Ravel
Toda la semana había hecho frío, mi casa rugía con el crepitar de la cocina de leña casi las veinticuatro horas, tenía invitados para almorzar y planeaba encender la parrilla salteña con buen carbón. En el pueblo había comprado unas pequeñas papas nuevas roseval, un manojo de tomillo, unas cabezas de ajo y crema de leche doble que, junto con un queso Lincoln, serían mi guarnición.
Me crie en la Patagonia viviendo mucho afuera y reconozco que ese andar de vientos, soles y lluvia dejó una impronta muy marcada en mi hacer diario, ya que no pasa un día en el que no esté gran parte del tiempo afuera.
Junio es un mes gris y de lluvias en el valle de Colchagua, Chile. Las viñas entran en su receso invernal y los altos de los cerros también muestran sus añosos robles sin hojas. Mi casa, que está en las alturas, de madrugada es visitada por una familia de zorros que se pasean caminando las terrazas, olfateando las esquinas, seguramente en las últimas horas de caza antes del amanecer. Esa mañana me fui al pueblo a buscar un viejo poncho de castilla grueso y muy abrigado, con cuello abotonado, que había mandado a lavar y que ya tenía puesto. A mi regreso, con la camioneta entre las viñas que llevan a la casa, vi muchos reflejos en el cielo.
Primero pensé que era una bandada de pájaros que ascendían en círculos, pero al acercarme vi que eran las hojas de las viñas caídas del otoño que habían sido levantadas muy altas por un remolino de viento con marcada espiral, con tal gracia en su movimiento enrollado ascendente que me bajé del auto a mirarlas hasta que el torbellino paró. Y muy lentamente se fueron balanceando en su soltura de caer para quedar todas en el piso otra vez, aplacadas de arrullos, como niños recién nacidos.
Hoy, varios días después, no dejo de pensar en la belleza de aquel remontar y caer y de haber sido testigo de tan sublime y breve retozo de viento y hojas otoñales. Fue apenas un gesto del día que me hizo pensar en el deleite de tomar tiempo para mirar mas allá de nuestro andar, andar que muchas veces nos deja ciegos en los apuros del trajinar del día, ya que tenemos una tendencia a usar nuestros ojos más como un instrumento práctico que para observar la verdadera belleza que cobija nuestro entorno.
Esa escena de vuelo de hojas me conectó con los recuerdos del coreógrafo Maurice Beéjart y el bailarín Jorge Donn en su interpretación del ballet del Bolero de Maurice Ravel, donde él también casi volaba, como las hojas, en la explanada de Trocadero, en París, en el film Los unos y los otros, de Claude Lelouch. Entonces volví a casa a escucharlo mientras aderezaba una docena de solomillos de chancho pasados por aceite de oliva con polen de hinojos y sal de mar. Este polen, que es amarillento y que da mucho trabajo cosechar, tiene un sabor muy concentrado y delicioso que se lleva muy bien con el chancho. Puse a hervir sin pelar las papas en agua y sal hasta que estuvieron blandas y las fui aplastando muy finas con las palmas de las manos, disponiéndolas por capas en una asadera con ajo picado, la crema de leche y abundante queso Lincoln rallado con pimienta molida gruesa. Se cocinaron en el horno hasta gratinarse y absorber casi toda la crema.
Los solomillos los asé con la parrilla casi sobre el carbón, muy caliente, girándolos un tercio de vuelta cada vez con costra crocante, apenas rosados en el centro. Los serví con las papas y un fantástico Sauvignon Blanc de Zapallar.
Mientras todos comían sonaba el Bolero, de Ravel. Yo por momentos cerraba los ojos y recordaba el caer de hojas que había acunado mi día, con poncho limpio y las enseñanzas del Principito: "Lo esencial es invisible a los ojos".
F. M.
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