Prometí llevarte a París: una suave llovizna de arte, música y letras
París, caminar sus calles con airosa levedad, recogiendo flores en sus mercados, tailleurs en sus vidrieras y ostras en bistrós de puestos de calle sobre camas de hielo. En el restaurante Lasserre, abrazar los contornos de una mujer en noches frías de tormentas, cuando por unos minutos se abre el techo dejando caer copos de nieve entre manteles de damasco y finas copas de clarete. O iniciar un viaje de hermosas tinieblas hasta las impiadosas nacientes de su dones, gestos y humores arraigados en la belleza de siglos de historia.
Prometí llevarte a París. Pocos han tocado su esencia de majestad de artes, emperatriz de libertad, monarca de sueños, deseo y amor. Atributo dado a quienes escandalosamente pertenecen a la condición humana de mujeres y hombres libertinos, de pasiones desenfrenadas en los vértices de lo posible que conducen, quizás, a una verdadera integridad de intelecto, afecto y algarabía.
Artes, acordes y palabras. Quizá sea la única ciudad que extiende su generosidad sin cuentas, nos viste con el aliento de la historia sin medir consecuencias y aunque estemos desnudos nos deja faustos, erguidos de un aura magna que solo ella posee por contener el secreto de haber tratado siempre, vida y muerte por igual. Opuestos forasteros alimentados de néctar de amor en el acecho de los días. Una vigilia pagana habitada por irreverencia y doblez.
Llegarás al alba, cuando los fantasmas ya duerman. Entrarás en la ciudad por el Palais-Royal, en la avenida de los tilos, que casi tocan su fuente redonda de escandalosos recuerdos. Correrás desnuda por sus galerías inmemoriales que evocan a Lamartine, Napoleón y Josefina aún sentados en Le Grand Véfour, a Sartre, Hugo, Colette, como al teatro de intelecto y revolución que pobló sus calles de exaltación, susurros y contenido.
Te llevaré a las cúpulas del museo d'Orsay, tomaré tu mano desde la muñeca y guiaré tus dedos hacia las siluetas de Montmartre para que acaricien sus llagas y sonrisas. París tiene el don de la generosidad y la más femenina de las gracias, que a veces se confunde con un son de voz barítona, que ahuyenta en pavores a monumentos, duendes, barcazas y a los cientos de mascarons de piedra París del Pont Neuf, que representan las deidades de bosques y campos, vigilando el Sena por siglos.
No le corresponde el título de parisino a quien vive entre sus rutinas de ciudad, más bien le pertenece al amigo esporádico, forastero, al amante advenedizo dispuesto a morir por ella, lejos de la comodidad, cerca de las urgencias de esperas y deseos.
Su lealtad de vaivén abraza el silencio de la traición. Todos los días te abraza y te hiere de muerte para luego aliviarte con laureles, coronas y adulaciones.
Ella te llevará por sus tinieblas y paraísos entre arrebatos de alegría y un convenir de intrincadas certezas, acogidas por sus rebeldías que van y vienen como caprichos. Los mismos que en noches tardías resumen un jolgorio licencioso. Ella no duerme por atender sus amores, siempre en celo como gacelas de otoño.
Hay una suave llovizna de arte, música, letras, arquitectura que persistentemente se inclina sobre París, dándole la forma que tiene hoy. Esas infinitas capas impenetrables no solo logran su contenido visual, sus fugas de perspectiva, traza y volumen, sino también una forma de vivir. Un núcleo de prestancias y valor que quitan el aliento, dándonos fuerza, convicción de rimas, suspiros y reverencias.
Te entregaré allí, en ofrenda, para que desesperadamente te ame siempre. Una escuela de promiscuos jadeos, mi amor; el drama, bello impulso de vida.
F. M.
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