jueves, 14 de marzo de 2019

HISTORIAS DE VIDA,


Aquel ramo de alelíes: una historia de vida que se escribiría en la memoria de mi mirada
Ayer ardían sobre mis ojos los ramos de alelí que compré aquella mañana en París para ella, cuando a los días los contaba con gotas de lluvia, besos de zaguán y mis galochas de rive gauche. Mucho antes de saber que allí, en la memoria de mi mirada, se escribiría la historia de una vida que fue regida por los pasos acunados en borrosos y añosos baldosines blancos, entre versos de Prévert, la métrica de Desnos, el imaginismo y la economía del lenguaje de expresión de Ezra Pound con su estación de metro. También la fina lana del shahtoosh persa, con el femenino tacto de mis dedos que me despertaron una y otra vez en camas ajenas de siestas reveladoras y furtivas.
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Los secretos prescribieron mis días silenciosos, entre los vanos abrazos de la belleza enunciada en copones de helado de vainilla de Madagascar, en las tardes de calor del Sena, cuando la fresca al rescoldo de sus árboles alumbraban mis puros de la vuelta abajo, enrollados magníficamente en los íntimos muslos de humedal de una habanera joven y altiva de deseo, en las lejanías de una isla que conocí muchos años después.
La mirada determina lo que vemos en la memoria. Con el tiempo va formando una biblioteca silenciosa que siempre acecha nuestro hacer. Se convierte en un diccionario del discernir: del sí y del no. Ya con los años, creo que es mejor que prevalezca el no, ya que abunda el tiempo para el sí y el no con su interrogación le da verdad a nuestras raíces más hondas reservadas al entendimiento. Dándole alocación al tiempo.
Mis ojos se entrenaron para ver, una mirada manifiesta, esfumada, que casi no se apoya en las cosas, pero lo ve todo, o eso cree. Ojos clandestinos, erráticos, alertas. Al caminar por las montañas rastrean el piso buscando las flores y los hongos mas pequeños. Al conocer a alguien buscan encontrar y medir si hay una unidad de medida y armonía en todo lo que ven, una avenencia entre las manos, los pies, los ojos, con la camisa blanca de algodón que incita a una pureza, quizá ficta. Una sinceridad explícita en sus pasos al caminar. Algo que hable de una imagen que desconozca lo limpio y resalte la verdad pura y bella del error, del mal paso, del descuido. Solo respeto a aquellas mujeres y hombres que han sabido renacer del fracaso con un infinito afán de vida.
Las casas muy antiguas muchas veces no logran sostener su verdadera esencia de detalle con los cuales fueron concebidas siglos atrás. Si bien el tiempo les da una pátina ilustre, las diferentes generaciones que las van habitando hacen mella sobre los rasgos que tuvieron al ser concebidas. Muchas veces mejoradas y otras tantas empeoradas.
Así, cada persona que las tutela va adaptando su vida y sus posibilidades de intelecto y peculio sobre los espacios, objetos, mobiliario y arte que va mutando una y otra vez. Esta casa tenía una estirpe de alcurnia descalza.
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Tenía ganas de sentarme, había caminado extensamente por el parque y el viejo sillón de cuero parecía esperarme con generosidad. Si bien toda la sala se encontraba despoblada y los enormes sillones de la chimenea parecían ser el lugar adecuado para sentarme, elegí la distancia de un rincón que proyectaba mi mirada hacia la grandiosa inmensidad del salón. Los techos de bovedilla tenían siete metros de altura y todas las colosales ventanas redondas iluminaban el final del día con cuatro ingentes floreros de alelíes blancos que me hicieron volver al día en que caminando por el Sena me detuve a comprar aquel ramo que iluminó el más bello amor. Una intimidad hermosa solo bendecida por nosotros.
El tiempo es la sustancia de la que estoy hecho. (J.L.B.)

F. M.

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