martes, 19 de marzo de 2019

HISTORIAS DE VIDA,


Ella, en aquellos años tempranos: el sonido de un chelo, las hojas de un ficus
Ella era mi temprano cuando todo parecía tarde. Porque podía echarse al sol y recorrer desnuda la playa vestida con su sola pulsera y collar de jade con cuentas incaicas compradas en las alturas de Chichicastenango.
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Porque amaba el silencio, el café y los panecillos carasucia que se cocinaban en la gruesa arena de arroyadas sanjuaninas en los veranos, calentada por el rescoldo de un fuego mientras comíamos higos con los zorzales y mirábamos los Andes.
Ella era mi temprano al verla caminar al baño casi sin ropa con la luz de la vela, cuando ya era tan tarde que ni la noche quería esperarme y yo sentía desde mi cobijo, sin verlos, que los perros abandonados dormían en mi zaguán en noches frías.
Ella era la voz anticipada del alba que buscaba en mis entrañas con solo acariciarme secretos perdidos o refugiados en alguna esquina de mi memoria para luego interpretar en el chelo, como Pablo Casals, la Sonata en La mayor de César Frank.
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Sola, sin el piano, desnuda, su pezón izquierdo se mecía sobre el diapasón y sus piernas abrazaban la caja de madera sonora como a mí; meciéndolo en adoración entre los compases de la vida y los sueños. Sin dudas, ella era mi temprano cuando todo parecía tan tarde, cuando las tostadas del té se terminaban y yo comía de su plato las cáscaras que dejaba con los bordes más crocantes con jalea.
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Parecía tarde porque estaba por llegar el invierno y todavía tenía cajones de membrillos para cocinarlos en pan y las cuatro ventanas que daban al oeste necesitaban ser reparadas antes de convertirse en un bloque de hielo en el largo invierno del sur.
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Al construir la casa, hacía más de cincuenta años en la torre que daba al este y que solo recibía el sol de la mañana, expresamente le había colocado una sucesión de ventanas encimadas que se extendían hasta los diez metros de altura para plantar en dos enormes macetas negras unos ficus pandurata que fueron creciendo atados a una guía de hierro hasta el techo. Sus hojas eran tan grandes y robustas que cuando de noche caía una sobre el piso desde la parte del encierro de techos me despertaba de mi sueño de sillón, recordándome que aún estaba vivo: de amor e ilusión.
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 Me gustaba dormir allí pensando que aquellas hojas, casi tan viejas como yo, la habían conocido a ella al ser apenas brotes en alguna primavera lejana, cuando nuestros besos mojados se encimaban uno sobre otro en los precipicios del deseo, con la incitación de mis palabras que la llevaban una y otra vez al éxtasis, en sueños.
Ella las limpiaba desnuda desde una larga escalera, una a una con un trapo mojado en agua de lluvia. Siempre brillaban. "Para que respiren mejor", me decía. En aquellos años tempranos todo parecía normal, como si aquel hacer de amantes y amigos, hojas verdes y velas fuera a existir siempre.
A veces, al desayuno, trataba de acordarme de los lugares donde teníamos en el piso los enormes cirios de más de un metro, que comprábamos en una santería en la ciudad y que encendían nuestras noches juntos, olvidados por el mundo.
Era rutina de tarde pasar por el gallinero a elegir una gallina. Horas después, pelada y entera dentro de una cacerola sobre la cocina de leña con puerros, hinojos, zanahorias, ajillo y romero. Nos daba un caldo diáfano y sabroso que tomábamos antes y después de comer.
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Mi temprano no está, su olor a almizcle, sus ropas, libros, pinceles y acuarelas, desparramadas siempre por el piso. 
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Solo me queda el ficus ya opaco de hojas y su violonchelo, que aún mantiene un orden adusto, lloro de amor.

F. M.

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