Los libros y la calle, de Edgardo Cozarinsky
Memorias de un lector siempre bien acompañado
"Me sentiría exiliado si no viviera entre paredes cubiertas de libros" no es, aunque podría serlo, una refutación a la manía exterminadora de Marie Kondo -capaz de deshacerse de libros como si fueran cosméticos vencidos-, sino una de las tantas confidencias que Edgardo Cozarinsky se permite en Los libros y la calle, su autorretrato como lector.
El recuerdo, o su invención, comienza por la infancia: la devoción de la madre por Stefan Zweig, la del padre por Upton Sinclair y un niño lector que un día, cansado de escuchar "puto el que lee", se atreve a la violencia. Sin embargo, esta prolija cronología que despunta con el concubinato surrealista entre Constancio C. Vigil y Monteiro Lobato en una misma biblioteca, es algo que Cozarinsky desbarata enseguida para dar lugar a conexiones menos predecibles, y que los libros sorprendan a medida que aparecen, como los personajes de una película cuyos créditos se ignoran.
Cozarinsky nunca está solo con los libros. Los libros siempre llegan de la mano de alguien. No hay en el relato un solo momento -o cliché- proustiano en que el narrador se recuerde leyendo ensimismado en su habitación. Lejos de un inventario de títulos rescatados del polvo, Los libros y la calle es un delicado montaje de escenas compartidas con amigos, libreros, escritores. Una memoria más pública que privada, una memoria en compañía de otros. Es que los libros para Cozarinsky no saben de sedentarismo, son objetos en tránsito que se regalan, se heredan, se trafican y a veces se roban.
Es curioso que el autor se empecine en negar la nostalgia. ¿Será que no puede disociarla de ese sentir reaccionario que afirma sin vacilar que "todo tiempo pasado fue mejor"? Porque desde ya que no es ése el espíritu de su relato. La suya es una añoranza nocturna, decimonónica, sobrina de una melancolía baudelairiana con algo de tango y de tarot, capaz de traer y llevar fantasmas a partir de la simple lectura de la etiqueta de una librería que ya no existe.
El rango inusitado de memoria, el gusto por identidades inaprensibles y el talento para mantener el equilibrio entre el documento y la ficción, hacen de Cozarinsky una suerte de Patrick Modiano porteño. Y acaso sea por eso que los títulos de los libros de ambos guarden un aire de familia. Pero mientras el francés sueña en blanco y negro con un París de entreguerras, Cozarinsky se inventa una Buenos Aires intemporal, cosmopolita.
La voz que narra Los libros y la calle es la de un documentalista distanciado que prefiere hablar de "el lector que fui", antes que chapucear en el presente inmediato. Contenido y elegante, no abunda en detalles. Sus anécdotas transatlánticas y bien hiladas dejan al lector con la sensación de que algo le ha sido sustraído, como si le hubieran escamoteado en secreto las líneas de un diálogo.
Nombres como Stevenson, Dostoievski, Proust o Cervantes dejan en claro que Cozarinsky no soslaya el canon, no posa de extravagante. Su rebeldía, bastante más sutil, pasa por el modo oblicuo de aceptar consejos, como cuando José Bianco le recomienda dos títulos de Balzac y él opta por leer un tercero.
Los libros y la calle, Edgardo Cozarinsky, Ampersand, 168 páginas, $ 320
D. V.
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