La muerte de Jesús, de J.M. Coetzee
Después de La infancia de Jesús (2013) y Los días de Jesús en la escuela (2016), La muerte de Jesús concluye la trilogía en la que el Premio Nobel de Literatura John Maxwell Coetzee (Sudáfrica, 1940) cuenta la vida de Simón y David, un hombre de alrededor de cuarenta años y un chico de seis reunidos por accidente en un país nuevo al que llegan luego de cruzar un océano y dejar atrás sus vidas previas, sus nombres y su idioma. Con seis semanas de instrucción en español (la lengua bajo la cual deberán llevar adelante juntos su nueva existencia y la que Coetzee ha elegido como idioma para que se conozcan sus libros, antes que en el original inglés), Simón adopta a David y empiezan una relación de padre e hijo. Pronto se les suma en el papel de madre adoptiva Inés, la mujer con la que, a pesar de sus intentos, Simón no ha logrado una relación "ni de marido y mujer, ni de hermano y hermana".
El motivo por el cual todos han perdido su identidad se desconoce, pero a Coetzee no le interesa convertir ese asunto en el centro de su historia. De hecho, es una humanidad despojada de casi todo recuerdo y casi todo placer lo que, más allá de las causas, hace posible que la trilogía se sostenga sobre una pregunta muy distinta, constante y, aun así, nunca formulada por completo: ¿podría David, un chico sin padres biológicos a la vista y cuya comprensión de lo que pasa alrededor resulta tan extraña como astuta, ser el mesías de una nueva fe?
A medida que la historia avanza, la figura de David se salpica incluso con referencias bíblicas ("soy el que soy", le dice a Simón en La muerte de Jesús, y también "yo soy la verdad", en La infancia de Jesús), aunque Coetzee ajusta el tono con la ambigüedad suficiente para que esto no conceda a sus palabras más que el peso ligero de los desvaríos de un chico con la imaginación más atenta a las estrellas que a la escuela. Con esta trama en equilibrio entre lo enigmático y lo inquietante, Coetzee reelaboró también el carácter de su prosa, alcanzando lo que él mismo define como un estilo "desarraigado", que desorientaría a quienes recuerden la contextura de novelas como Desgracia o el despliegue autobiográfico de Escenas de una vida de provincias
La muerte de Jesús insiste de esta manera con un estilo que reduce cada escena y cada frase a lo esencial de una viñeta, incluso a riesgo de "no transmitir ningún placer, aunque los negadores del placer tengan muchos adeptos", como en su momento señaló sobre Coetzee el novelista Martin Amis, alerta al hecho de que a veces, cuando los lectores sienten que no hay ningún entretenimiento, se convencen de que al menos deben estar siendo instruidos sobre algo. La crítica es mordaz pero precisa: ahora David tiene diez años, padece una enfermedad desconocida y durante su lenta agonía en el hospital lo acompañan chicos, mujeres, un homicida y un cordero (al que se devora el perro de la familia), y aunque todos esperan un "mensaje", él solo les cuenta historias de Don Quijote, el protagonista del único libro que leyó y que David cree real.
Entre las búsquedas frustradas de unos y las expectativas incumplidas de otros, lo mejor de La muerte de Jesús es cierta pintura reconocible de una sociedad infantilizada y convencida de que "cultiva la autenticidad", lo que, como Coetzee escribe en el ensayo "El buen relato", suele traducirse en la hipocresía de la "virtud simulada". Por otro lado, y aunque Coetzee se ha permitido guiños más contundentes al ocuparse de las esperanzas sexuales de Simón ante Inés en medio de una cultura donde todos parecen actuar y pensar como zombis benevolentes ("¿Qué tiene que ver la belleza con ese abrazo al que quiere que me preste? ¿Qué relación hay entre una cosa y la otra?", pregunta ella sin ironía), el efecto final, en el tramo último de la historia, resulta por sí mismo ambiguo. Como si un largo relato sobre el desarraigo, escrito con un estilo tan desarraigado, pudiera ser un chiste que nadie, ni siquiera sus propios protagonistas, logra entender.
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