lunes, 15 de abril de 2019

MANUSCRITOS,


Viajeros en el vértigo de la conectividad

Héctor M. Guyot
La existencia se ha saturado. El ruido y la velocidad que rigen la vida en este frenético siglo XXI han terminado por igualarlo todo y ya nada nos sorprende. Para dar espacio al asombro solo hay que posar la atención, un privilegio simple, al alcance de todos, al que sin embargo hemos renunciado sin lucha en nombre de la comunicación y la productividad. El pulso de ese tiempo propio, personal, que se autorregula siguiendo los dictados de una música interna a veces más lenta, a veces más rápida, ha sido arrasado por la vibración maquinal de la hiperconectividad, que es una sola, la misma para todos, y a la que estamos enganchados como si fuéramos parte de un solo cuerpo eléctrico.
En la vibración de la conectividad no es posible detener la atención en nada. Todo pasa demasiado rápido. Tal como cuando vamos en auto a gran velocidad y los árboles se confunden en uno solo del otro lado del vidrio. Así, la experiencia del viaje se pierde y queda relegada por una sensación de vértigo que acaba tragándonos. Hoy hemos renunciado a las cosas. La vida es ese vértigo.
Días atrás, una reconocida periodista comentaba azorada la indiferencia que había cosechado una nota de considerable voltaje publicada en uno de los grandes diarios del país, una denuncia relevante, que años atrás hubiera provocado cierta conmoción pública. Hoy, en la web, mezclada entre cientos de notas de todo tipo y color en una calesita permanente, esa nota queda perdida entre la crónica de la última gracia mediática de Mirko y el tatuaje que se estampó allí abajo la famosa de turno, dueña de todos los clics y de la mirada efímera que no puede detenerse en nada -ni siquiera en aquel redondo tatuaje- porque nada permanece quieto ante ella.
En esas estamos y nosotros, mi colega y yo, seguimos contando noticias e historias como siempre, llenando páginas que serán espuma y después nada en el mar sin fondo de internet. Y lo hacemos -como tantos- lo mejor que podemos, porque así venimos hechos de otro tiempo, cuando la gente se detenía ante las cosas y el asombro todavía era una posibilidad. Además de fidelidad al oficio, tal vez este remar río arriba sea también un acto de resistencia. Aunque la verdadera resistencia sería lanzarse al intento, desde estas líneas, de sustraer en lugar de agregar donde ya sobra, de ofrecer a los lectores un silencio allí donde aturde tanto ruido, a ver si todos, quien escribe y quienes leen, volvemos a oír en ese vacío inesperado el eco de la música propia o al menos dejamos de oír el zumbido insidioso de la conexión.
Pero la página en blanco no es alternativa (perdería mi empleo) y no queda más remedio que convocar al silencio con palabras. Se puede. No digo que yo lo vaya a lograr, pero lo han hecho los grandes poetas, que son los maestros de la atención y el asombro. Y de la devoción por lo concreto y lo particular, hoy devaluados por la veneración del número y la abstracción que promueve la vida online.
Por supuesto, también lo han logrado muchos buenos prosistas. Al menos eso pensé cuando leí, el año pasado, Historias tardías, una novela del norteamericano Stephen Dixon. El libro despliega, en unos treinta relatos conectados entre sí, los días solitarios del protagonista, un hombre mayor que ha perdido hace poco a su mujer y tiene a sus hijas viviendo lejos. Lo vemos en los pequeños actos de la vida cotidiana, en su afán de seguir dotando de sentido sus días con aquello que tiene a su alrededor, mientras dialoga con el recuerdo de su mujer, por momentos una presencia más y cuyo amor todavía lo sostiene. Con los días vacantes, se entrega a la observación de sus vecinos y la vida de su barrio tanto como a las imágenes que le devuelve su memoria, que así como le trae momentos gratos también puede confundirlo. Antes de acostarse quizás advierta sin queja que ese día no ha intercambiado una sola palabra con nadie. Así y todo, no es la tristeza o la nostalgia lo que prevalece en la historia. Al contrario. Más allá de los pocos personajes que se asoman al último tramo de su vida, el hombre se tiene a sí mismo y a sus recuerdos, en los que palpita una existencia bien aprovechada, donde no han faltado ni la dicha ni el dolor. Mientras despliega sus rutinas, y sin cerrarse, dialoga tanto consigo mismo como con sus recuerdos. En ese sentido, goza de algo que hoy escasea: la intimidad.
En ese gesto de volverse sobre sí mismo, el hombre se apropia de su vida. No es poco. A mí al menos ese personaje me recordó que también tengo una vida y que a veces la pierdo o la olvido por ahí sin darme cuenta, mientras corro en el vértigo de este tiempo donde todo pasa demasiado rápido y en el fondo no pasa nada.

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