Un asesinato a la vista de todos que guarda un misterio inquietante
Jorge Fernández Díaz comenzó Pensándolo bien leyendo un fragmento de su libro Alguien quiere ver muerto a Emilio Malbrán, que fue reeditado por la editorial Alfaguara.
Veinticuatro horas después del asesinato del Indio Cuevas, la policía nos permitió ver las confusas imágenes que había tomado un camarógrafo de un canal del interior.
En la oscuridad de una sala de proyección, en el primer piso del Departamento Central, sentí cómo se me erizaba la piel al comprobar la manera en que se habían desarrollado las secuencias.
Allí se lo veía al wing izquierdo, parado sobre la línea lateral derecha, con las manos en la cadera y la frente arrugada. En los segundos siguientes algo pareció cruzar el aire e incrustarse en su cuerpo a la altura del esternón.
Con la mueca crispada de repente y en un ademán lleno de patetismo, el Indio saltó hacia atrás, empujado por una fuerza invisible, y cayó pesadamente en ese césped recién cortado.
Había sido una semana tensa, plagada de pronósticos y expectativas sobre un partido que definía el ascenso a primera. Los dos técnicos habían asegurado públicamente que cada uno de sus equipos ganaría por goleada y en las calles cobraba forma el rumor de que las barras bravas se habían declarado la guerra.
Previendo ese desenlace, los organizadores habían reforzado la custodia del estadio con un pelotón de «cosacos», que escrutaban con los dientes apretados las evoluciones.
Mostré como siempre la credencial cuando faltaban apenas quince minutos y me acomodé. En ese momento, las hinchadas se dedicaban toda clase de chicanas e insultos en un duelo verbal que iba subiendo de tono.
Un joven cronista de otro diario se me había sentado al lado para copiar mis anotaciones. Dejé que transcribiera una frase estúpida a propósito del tiempo y en medio de una oración cambié bruscamente las letras por los símbolos taquigráficos.
El novato se enderezó en su asiento, sacudió un poco la cabeza y se resignó a sus propios recursos. Una ensordecedora ovación nos sorprendió cuando los primeros once titulares con sus cinco suplentes, de uno en fondo, emergieron del túnel y alzaron los brazos en señal de saludo. Recuerdo haber prendido un cigarrillo y recuerdo también que iba por el tercero cuando sonó el silbato.
El trámite fue duro desde los primeros toques. A los diez minutos del primer tiempo, había dos tarjetas amarillas y un jugador rengueando. Más allá de un zapatazo de tiro libre que estrelló la pelota contra el travesaño, nada importante sucedía que no fuesen los golpes, forcejeos y empujones de un partido mediocre y trabado.
En dos oportunidades, locales y visitantes intercambiaron trompadas en el borde del área chica. La temperatura del ambiente subía minuto a minuto. Botellas y cascotes caían de todas partes, mientras que transpirados locutores pedían calma desde millares de radios.
Al Indio Cuevas se lo notaba pesado y sin gravitación. Cada vez que recibía una pelota, las dos hinchadas, la propia y la enemiga, se ponían de acuerdo para abuchearlo. Parecía un marginado de brazos caídos y paso lento.
Finalmente, cuando el árbitro se disponía a adicionar tres minutos, una maniobra barrosa a dos metros del arco que daba sobre la avenida provocó una pitada y el anuncio de un penal.
Una exclamación de júbilo y otra de disgusto sacudieron los cimientos. Los jugadores discutían airadamente; arreciaban puteadas, escupidas y botellazos, y fue justo entonces cuando el joven cronista pegó un grito y yo giré la vista: una avalancha humana derrumbaba un alambrado.
Cientos de tipos invadieron el perímetro mientras los infantes corrían por las gradas, con gases y balas de goma, a muchos hinchas que hasta ese instante se habían mantenido paradójicamente tranquilos.
Uno de los arqueros fue cercado en la cancha y castigado brutalmente por un grupo de energúmenos, y un juez de línea recibió un disparo en un hombro. En el centro de ese infierno desatado, una mano anónima apretó el gatillo y Enrique Cuevas se vino abajo como una estatua sin gloria.
Me fui abriendo paso con los codos, a contracorriente, dentro de esa marea humana que me arrastraba hacia la salida y conseguí alcanzar a duras penas los vestuarios. El pánico había hecho presa de la gente y los policías estaban desbordados.
No me fue difícil eludir el cerco de seguridad que se había montado: me arrimé a los dos enfermeros que transportaban la camilla con el lineman herido de bala y me metí con ellos en la caótica oscuridad. Gritos, directivas y contraórdenes poblaban las instalaciones con sus ecos.
Los jugadores iban y venían como leones, pálidos a causa del terror vivido, y el arquero suplente lloraba silenciosamente en un rincón sin que nadie se atreviera a consolarlo.
Arriba de una mesa rodeada de bancos largos y pizarrones, yacía cubierto por una sábana ensangrentada el cadáver del Indio Cuevas. Tito Salomone, el médico del plantel, discutía a viva voz con dos dirigentes del club. Los tres parecían estar repartiéndose las responsabilidades del caso.
Levanté la sábana y descubrí la horrible magulladura sanguinolenta, los miembros rígidos, las facciones inertes. Luego me retiré hacia un costado para vomitar, pero no conseguí otra cosa que prender un cigarrillo con el estómago revuelto.
Mis náuseas se acentuaron con la llegada de la televisión. Un periodista de cabellos plateados y nariz prominente, seguido por un camarógrafo bamboleante, hurgó con su micrófono en conversaciones y llantos, y relató pormenorizadamente la clase de herida que había dado muerte al wing izquierdo.
Las luces exponían los detalles con gran crudeza y el lente de la cámara inspeccionaba el cadáver con lascivia. De pronto habían estallado en aquel vestuario una tormenta de flashes fotográficos y una cascada de precipitadas declaraciones.
Un subcomisario, flanqueado por media docena de agentes, procedió a despejar el tumulto. El operativo consistía en trasladar de inmediato a los heridos hasta las culatas abiertas de dos ambulancias que esperaban afuera.
El escándalo y la histeria generalizada provocaron escenas tragicómicas y retrasaron la maniobra al menos treinta minutos. Como un cortejo fúnebre, todos siguieron las camillas llevadas en andas hasta la calle.
Yo preferí, sin embargo, la soledad de aquel sitio lleno de duchas y armarios numerados. La muerte del Indio me había dejado literalmente sin aliento. Se la iban a dar tarde o temprano, dijo de repente una voz a mis espaldas, sobresaltándome.
Giré la cabeza y me encontré con los ojos diminutos de Lopecito, el encargado del vestuario, un petiso cejijunto y parlanchín que había nacido entre aquellas paredes y que sin duda alguna acabaría sus días entre ellas.
Se había acodado en la mesa y jugueteaba distraídamente con su enorme manojo de llaves. Estaba cantado, agregó extrañamente. Aplasté mi cigarrillo esperando que se explicara y levanté del piso un botín embarrado que seguramente había pertenecido a Cuevas. Una pequeña mancha de sangre ensuciaba la plantilla.
—¿Cómo que cantado? —le pregunté.
Lopecito sonrió al ver mi reacción.
—Vos eras amigo del Indio, pero en realidad no lo conocías, boludo —un segundo después su expresión se había vuelto a endurecer—. Yo te voy a mostrar lo que era el Indio Cuevas.
Se levantó amenazante y metió una de sus llaves en el candado de un armario. Manipuló allí un rato y luego tiró de la puerta de latón: en su revés había pegada una inmensa foto color del Indio en sus buenos tiempos. Lopecito introdujo sus dedos entre las ropas y sacó una cajita de metal que contenía un frasquito de vidrio y una hipodérmica.
—Ya no podía correr cien metros sin una de éstas —oí que decía.
***
Volví a la redacción cuando ya la sexta edición estaba cerrada. La mayoría de los periodistas se habían ido a sus casas y sólo dos o tres tubos fluorescentes luchaban contra la penumbra.
Parado junto al bebedero me tragué dos aspirinas y luego fui en busca de mi escritorio. Alguien había dejado apilados en mi silla los doscientos cables que escupió nuestra teletipo durante toda esa tarde.
Las últimas informaciones consignaban que la policía había detenido a más de ochenta revoltosos y que por suerte el lineman, y los seis o siete contusos, se encontraban fuera de peligro. Las tres agencias nacionales de noticias le dedicaban a la muerte de Cuevas más de mil quinientas líneas. Después de tanto tiempo, pensé con tristeza, el Indio conseguía volver a la primera plana de todos los diarios.
En un impulso, disqué de memoria el número de su casa de Vicente López. Al otro lado de la línea, el timbre sonó quince veces antes de que Mercedes atendiera. Lo hizo con una voz infinitamente cansada.
—Lo lamento tanto, Mercedes —le dije con prudencia—. Te llamaba por si vos y las nenas necesitaban algo.
Ella permanecía callada, quizá lagrimeando un poco, pero sin intentar un saludo o una respuesta. Las palabras pugnaban por salir de mi boca y sin embargo allí se quedaban, paralizadas. Los dos colgamos al mismo tiempo, sin pronunciar una sílaba.
Me sentí tan estúpido que tuve que levantarme a estirar las piernas. Crucé el salón de máquinas mudas y afané del cajón de un diagramador una botella de whisky y un vaso de plástico. Estuve bebiendo por espacio de una hora y luego, ya entonado, me senté a escribir la necro.
Enrique Cuevas había nacido exactamente treinta y seis años antes en un pueblo de mala muerte de la provincia de Buenos Aires. Provenía de una enorme familia desmembrada que sobrevivía gracias a la explotación de unos pequeños campos heredados.
A los catorce años el Indio se había convertido en la sombra de uno de sus hermanos mayores, quien a su vez había aprendido el oficio de «mecánico en heladeras y lavarropas».
Dos veces por semana, viajaban en una chatita heroica y destartalada hasta la Capital para hacer las entregas y recibir los pedidos. Aprovechando esas fugaces estadías, el Indio se había probado en varios clubes porteños con la intención de entrar en sus divisiones inferiores.
Un veterano del fútbol le había visto condiciones y lo había contratado. Cuevas se encontró entonces solo, semianalfabeto y sin un peso en el bolsillo, en medio de esta ciudad devoradora de provincianos.
Los buenos consejos de dos compañeros evitaron que se transformara en un asaltante cuando el hambre lo atacó despiadadamente. «La zurda de oro» lo salvó poco tiempo después de la miseria y lo empujó hacia una carrera meteórica.
Boca lo rescató de una tercera que ya le quedaba chica y lo condenó a convertirse en su goleador oficial por seis largos años de estrellato. Por una suma millonaria fue vendido en pleno apogeo a un equipo de Colombia, donde pasó tres temporadas irregulares.
Aburrido de su exilio, el Indio aceptó finalmente un ofrecimiento de Talleres de Córdoba y regresó a la patria para realizar dos temporadas importantes, que le valieron una chance en la selección.
Jugando para San Lorenzo y en mitad del Metropolitano, Cuevas se lesionó gravemente y su prestigio entró luego en una declinación inevitable. Chacarita apostó entonces a su recuperación pero se vio obligado a dejarlo libre en unos cuantos meses más.
En su desesperación, el Indio ofreció sus servicios a clubes menores y anduvo deambulando por ahí, con el abucheo del público a sus espaldas, hasta que en un día fatídico como aquél, una bala le encontró el cuerpo. Se había casado en 1977 con una cordobesa y tenía unas mellizas de seis años.
Mecanografié el punto final, me eché hacia atrás y coloqué los pies sobre el escritorio. Estaba exhausto. En ese preciso instante, el teléfono sonó a mi lado. Una voz anónima susurró en mi oído antes de cortar repentinamente: No se engañe. A Cuevas lo boleteó la mafia.
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