Mi amigo Raju, de Nueva Delhi
Dolores Caviglia
No pensé que no iba a haber veredas. Cuando llegué a Nueva Delhi ese febrero y me di cuenta de que no había por dónde caminar me enojé por no haber considerado la posibilidad. El tránsito en la India es exquisito, una mezcla pastelera en el momento justo en que se comienza a batir: la gente desaparece y regresa en segundos y a metros, y uno no entiende cómo lo hizo.
Estaba allí con mi novio. Hacía calor y no había nubes, pero tampoco podíamos ver el sol por el esmog, esa seda gris que cubre la ciudad como un obsequio. Habíamos decidido viajar lejos porque queríamos saber más. Del mundo. De la vida. De nosotros. Pero no creí que no iba a haber veredas y sentí miedo. No el miedo de que va a pasar algo malo ni el miedo de que me va a pasar algo malo, pero sí miedo. Tenía el mapa, los destinos marcados, la plata en la mochila, pero no sabía cómo ir a ningún lado. Sentí pánico. En silencio, pero pánico. Me había puesto una de esas faldas largas que mis amigas odian, pero que a mí me encantan por hippies; una remera lisa y un saco negro. Pensaba que así iba a camuflarme en la turba de pelos oscuros como el mío, de ojos oscuros como los míos, pero igual me miraban. Mi novio me dijo que quizá se me veía mucho la piel del cuello y me sentí desolada. La gente empezó a acercarse para decirnos quién sabe qué cosa. Seguro nos ofrecían llevarnos. Me sentí aturdida.
Avanzamos un par de cuadras no sé cómo. Llegamos a una plaza con edificios históricos y desplegué el mapa para fingir, y de pronto sentí la voz de un hombre que no hablaba, sino que soltaba las palabras al aire como un niño las burbujas. Alcé la vista y era él: algo panzón, la piel almendra, la boca gris, la nariz rellena, los ojos pequeños, la barba algo cana, la barba algo negra, la barba en pliegos y una tela anaranjada y enroscada a su cabeza como la corona de un príncipe de tierra. Señaló un punto del mapa, apuntó a su tuctuc, ese triciclo motorizado que sirve para transportar a tres personas, pero que los indios desbordan, y nos hizo un gesto para que subiéramos y no sé si fueron mis nervios, la frustración de mi novio o una fe perdida, pero lo hicimos.
Su nombre era Ajit, pero nos dijo que lo llamáramos Raju, y nos contó en un inglés infantil que hacía años que llevaba turistas de acá para allá. Que estaba casado, que tenía dos hijos y que integraba la comunidad del sijismo, la cuarta religión más popular del país más popular y religioso. En la India, la nación en la que todos veneran a Shivá, a Ganesha o a Alá, Raju veneraba un libro, inmenso, escrito en gurmukhi y protegido a toda hora, el libro que compila las enseñanzas de Gurú Nanak, quien nació en 1469, no estaba conforme ni con el hinduismo ni con el islam, y por ello creó sijismo.
Raju nos compartió su historia. En los seis días en que nos llevó a los lugares que quisimos nos dijo que estaba convencido de que todos éramos iguales, de que no hay que dividir por raza, por religión, por casta, por género. Nos contó que trabaja para vivir, pero no para acumular, que dona lo que puede, que no se compra cosas, que no presume, que no fuma, no engaña, no juega al azar. Cada vez que entrábamos a un templo sij se emocionaba, saludaba a sus conocidos, les explicaba quiénes éramos y nos daba de comer un dulce marrón. Una vez nos llevó a la cocina del lugar para mostrarnos que los sijs dan de comer a miles de personas por día, por nada, porque es justo.
Recuerdo la piedad con la que entraba a cualquier sitio, su frase de cabecera en su inglés rosado: "Sij people good people", su alegría cuando le contamos que visitaríamos Amritsar, pueblo del templo dorado de los sijs, su tono al hablar de sus hijos, que agradecía cada vez, que lo que a mí me parecía poco para él era un montón, que tenía un celular sin internet, la ropa con manchas, la camisa planchada, la dicha -en sus palabras- de haber nacido donde nació, que nunca había viajado a otro país, que admitía los errores, que siempre me dejaba pensando. Recuerdo sus ojos a través del espejo de su tuctuc, tan viejo, pero tan cuidado.
Yo no soy una persona religiosa. Me bautizaron porque no me preguntaron y a los 9 o 10 años, cuando comencé catequesis en la Iglesia Católica de Lomas de Zamora porque mis padres me anotaron, lloré toda la clase y nunca más volví. Pero desde aquellas vacaciones me gustan los sijs. Por Raju.
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