martes, 28 de enero de 2020

OPINIÓN,


¿Podrá la Argentina honrar su deuda?

Ricardo Esteves
¿Podrá la Argentina honrar su deuda? Tras haber provocado hace menos de 20 años el mayor default de la historia, ¿cómo llegó nuevamente el país a esta situación de insolvencia? Hay varios hechos a considerar. El régimen previsional es un sistema de ahorro, como los planes de ahorro para la compra de un auto. Se aporta durante un tiempo determinado -en el caso de las jubilaciones, durante toda la vida laboral- hasta acumular un cierto capital. Si se les regala la jubilación a más de 3 millones de personas que jamás aportaron, es como regalar más de 3 millones de autos a gente sin que haya hecho el ahorro previo. Alguien tiene que hacerse cargo del faltante, y no es otro que el Estado argentino, que no cuenta con los recursos.
Además de eso, el sector público "conchabó" en Nación, provincias y municipios a más de un millón y medio de funcionarios, ¿para mejorar qué servicio?, ¿para mejorar qué prestación? Amén de haber aumentado en varias veces los planes y las dádivas asistenciales.
¿Cómo se sostuvo esa fiesta? Primero, gracias a los precios excepcionales de las materias primas que dejaron los años dorados de América Latina. Luego, con crédito externo, lo cual fue una aberración, porque por esa vía no había otro desenlace posible que la crisis de hoy. El Estado pudo seguir "bancando" el gran circo de consumo mientras entraba capital foráneo vía deuda. Cuando se cortó el flujo del crédito externo, se quedó sin caja para mantener el gasto social y sin dólares para pagar las importaciones que alimentaban el elevado nivel de consumo de la sociedad. Llegado el caso, las erogaciones internas se pueden pagar emitiendo pesos -es lo que se hizo, al precio de elevar la inflación-, pero las importaciones, que son fundamentalmente insumos para la industria nacional orientada al mercado interno, hay que abonarlas en divisas contantes y sonantes. Con la devaluación, se logró comprimir drásticamente las importaciones, aunque al costo de reducir el poder adquisitivo de la sociedad y poner al país en recesión.
Esa recesión generó un importante superávit de la balanza comercial -estimaciones hablan de entre 15.000 y 20.000 millones de dólares para 2020-, con lo cual se cumpliría el primer requisito para normalizar la relación financiera con el mundo, que es tener un saldo positivo en divisas. Esos dólares del superávit son comprados por el Banco Central a los exportadores -es una transacción patrimonialmente inocua: el Central entrega pesos y se queda con dólares por un valor equivalente- y quedan en esa institución bajo lo que se conoce como las "reservas". El problema consiste en que quien tiene que pagar la deuda es el Estado argentino a través del "Tesoro" (la caja del Estado, o la "tesorería"), que opera -al menos en estos aspectos- como un ente independiente del Banco Central, y que carece de los fondos para recomprarle esos dólares y poder cumplir con ellos sus obligaciones externas. No cuenta con los recursos porque está exhausto con sus obligaciones internas, donde los gastos previsionales ocupan un espacio preponderante, ya que representan cerca del 70% de las erogaciones totales del sector público (incluye los "planes de ahorro" que el Estado alegremente regaló a los jubilados sin aportes).
Si aparte de lo que precisa emitir para cubrir estos gastos debiera imprimir moneda para recomprar los dólares al Banco Central, se saturaría la plaza con pesos, lo que muy probablemente derivaría en otro proceso hiperinflacionario que pondría al nuevo gobierno contra las cuerdas. Se optó entonces por un severo ajuste, que implica subir fuertemente los impuestos al ingreso de los sectores productivos, con el agro a la cabeza -lo que ahoga cualquier atisbo de inversión y empleo-, a la riqueza de los que atesoran capital generado en anteriores ejercicios -lo que desestimula el ahorro y promueve la evasión-, y restringiendo la indexación de las jubilaciones que están por encima de la asignación mínima. Esta limitación afecta fundamentalmente a la clase media, que ha sido el "activo" diferencial de la Argentina en América Latina.
Aceptando las consecuencias negativas de las medidas, debe reconocerse que opciones indoloras en las actuales circunstancias no existen, sobre todo si se desea preservar el ingreso de los sectores más humildes, que son a la vez los más necesitados y el soporte electoral del nuevo gobierno.
El otro objetivo manifiesto de las medidas es provocar la reactivación de la economía sin necesidad de mayor inversión, apelando a la capacidad ociosa del aparato industrial y en la esperanza de que los recursos que se distribuirán a los sectores humildes -vía bonos y aumentos salariales por arriba de la inflación- estimularán fuertemente la demanda interna. Si la economía se reactivara -ojalá así sea, por la situación desesperante en que se encuentran vastos sectores del país, y no solo los carenciados-, esa reactivación podría "comerse" en un plazo relativamente corto el superávit de la balanza comercial, ya que esa "nueva producción" demandaría cuantiosos insumos importados -como sucede en la industria automotriz, donde cada auto que se produce en el país contiene en torno al 70% de componentes importados-. Si el aumento del consumo interno "liquida" el superávit comercial, estaría matando el primer requisito para que el país regularice su vínculo financiero con el mundo. La reactivación contribuiría también a la recaudación del Estado, pero si no se produjera podría comprometer los objetivos fiscales y hacer que el reciente ajuste haya sido insuficiente, y que deba profundizarse aún más. ¿Lo toleraría la sociedad?
Algunos pretenderán justificar que la explosión elefantiásica del Estado fue consecuencia del plan de Martínez de Hoz o de las políticas de los 90. Fueron hechos de hace más de 40 y 20 años, respectivamente, y en el ínterin la Argentina transitó el ciclo de mayor bonanza económica en toda su historia moderna, que solo usó para agrandar el Estado, mientras que durante ese período Uruguay, Brasil y el Chile tan vapuleado de estos días propiciaron el desarrollo del sector privado para transformarse en países de clase media, donde la pobreza no llega siquiera a la mitad de la que ostenta la Argentina de hoy.
Y a pesar de todas estas dificultades, la Argentina sigue siendo un país extraordinario, que justifica que luchemos por él, y que de una forma u otra va a salir adelante (aunque la fórmula no está hoy a la vista). Las leyes que impulsaron esos iluminados que a fines del siglo XIX concibieron un país moderno en este espacio prodigioso y vacío no se va a tirar por la borda. Esto también es lógica.
Aun con los pesares señalados, la Argentina -luego de Uruguay, aunque ya no más en el plano económico- es el país más igualitario de América Latina en alusión al carácter y al temperamento de sus habitantes: el más humilde de los argentinos no se siente con menos derechos que el más acaudalado. Y el país no ha perdido del todo su cultura, ya que es capaz de formar intelectuales de la talla de Beatriz Sarlo, de Juan José Sebreli, de Alberto Manguel o de Gastón Burrucua. Puede engendrar a un Messi y a un Cambiaso, el mejor futbolista y el mejor polista del mundo, en el deporte más popular y el más elitista. Además, nos prodigó a un Borges, considerado por muchos el mejor escritor de lengua hispana del siglo XX. Es verdad que tiene pocos premios Nobel -solo 5- para lo que es su bagaje científico-cultural, pero al menos cuenta con un papa.

Empresario y licenciado en Ciencia Política

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