Permisos para mentir y motivos para desconfiar
Néstor O. Scibona
Desde que Carlos Menem admitió públicamente que si decía lo que pensaba hacer hubiera perdido las elecciones presidenciales de 1989, en la Argentina parece haberse naturalizado que las mentiras de cualquier calibre en boca de los políticos forman parte de las campañas electorales.
Este virtual permiso o licencia social para mentir o engañar, incluso descaradamente, ocupa una categoría más alta que las típicas promesas incumplidas, formuladas a veces con buenas intenciones y total desconocimiento o viceversa. El caso de Menem también es discutible, porque debió atravesar una segunda hiperinflación –con plan Bonex incluido– antes de encontrar un año después la tabla de salvación de la convertibilidad y las privatizaciones que marcaron toda la década del 90. Curiosamente, con amplio apoyo de quienes no lo habían votado.
Con Alberto Fernández ocurre algo muy diferente. El tono alterado y radicalizado de su discurso en Deportivo Morón muestra que su intención es captar sólo a los votantes kirchneristas del Frente de Todos que no fueron a las urnas en las PASO; sobre todo en el conurbano bonaerense. De ahí sus consignas de que la inflación no es culpa de la emisión, sino de los empresarios “pícaros” que especulan con los precios. O de “no arrodillarse ante el FMI porque antes están los millones de argentinos”, horas antes de la reunión que mantendrá hoy en Roma con Kristalina Georgieva.
Difícilmente este bagaje retórico para la tribuna atraiga a los sectores independientes y moderados que en 2019 contribuyeron a su triunfo electoral, por creer en sus promesas de cerrar la grieta política y no repetir los errores más groseros del cristinismo. No hace falta ser un teórico monetarista para advertir que la combinación de “maquinita” y revoleo electoralista de “platita” sin respaldo augura para los próximos meses una inflación superior al 50% anual, por más controles de precios que se apliquen. Máxime con una brecha cambiaria de casi 100%, el dólar y las tarifas anclados y las reservas del Banco Central (BCRA) en el tobogán. Nada que no se haya visto en el período 2010–2015. Hasta la prestigiosa revista The Economist consideró una locura hacer lo mismo de siempre y esperar un resultado diferente.
También es engañosa la consigna “primero se crece y después se paga” (al Fondo), incluida en el documento de La Cámpora con claro tono setentista y que el Presidente repitió al pie de la letra. Omitió decir que si hubiera un acuerdo a 10 años incluirá cuatro de gracia, que sería un plazo razonable para retomar el crecimiento; claro que con un programa económico que el Gobierno se resiste siquiera a esbozar antes de las elecciones. Por lo pronto, un reporte del G-20 difundido esta semana prevé que el PBI de la Argentina repuntará 7,5% este año, pero se desacelerará a 2,5% en 2022 y a 1,8% en 2023.
Sin embargo, el cambio más sorprendente de la campaña electoral es la sobreactuada reconversión discursiva del ministro Martín Guzmán, que acentúa la desconfianza sobre la economía post elecciones. Sus últimas declaraciones públicas de cabotaje (en el CCK y el canal de cable ultraoficialista C5N) antes de viajar a Roma, lo acercan más al relato de Máximo Kirchner que a su formación en la Universidad de Columbia.
En la misma sintonía que el FdT, adoptada por Alberto Fernández, ahora dice que “acabar con la dependencia del FMI es un acto de soberanía”; pero deja de lado que un país sin moneda pierde soberanía económica. También culpa abiertamente a Mauricio Macri por haber endeudado al Tesoro y al Fondo por haberle prestado los 44.000 millones de dólares que necesita refinanciar. Y aunque ciertamente hay poco que rescatar de la gestión económica macrista, evitó mencionar esta vez que desde hace décadas –y salvo cortos períodos– la dirigencia política argentina no logró estructurar un Estado financiable.
Si hubo una palabra que usó constantemente en su primer año y medio de gestión –como virtual Ministro de Deuda– fue “sustentable”, como condición para una política económica. A tal punto que algunos de sus colegas economistas bromeaban con que si tenía un perro, iba a ponerle ese nombre. Pero con su giro discursivo, ahora tiene por delante dos problemas. Uno, que la macroeconomía no fue sustentable a lo largo de 2020 (debido a la pandemia), ni tampoco lo es en 2021 pese al ajuste fiscal del primer semestre (cuando se hubiera podido cerrar el acuerdo con el Fondo), pero luego ese ahorro fue dilapidado para aumentar groseramente el gasto en la campaña electoral. Otro, que perdió credibilidad al dejar de hablar de economía y adoptar el relato político K, que claramente no lo ayuda a generar una pizca de confianza entre propios y extraños.
Poco quedó del ministro que meses atrás había sido aplaudido por empresarios al afirmar que la inflación era un problema macroeconómico. Ahora respalda implícitamente el congelamiento de precios al señalar que no existen discrepancias internas en el FdT, cuando los accionistas de la heterogénea coalición oficialista ya no las disimulan y hasta las hacen explícitas off the record. Difícil saber si quiere quedarse o irse según el resultado electoral del 14 de noviembre.
No sólo eso. Guzmán acaba de anotarse en la extensa lista de ministros de Economía que negaron una devaluación del peso antes de no tener otro remedio que aceptarla. En un reportaje por radio EcoMedios, el analista Claudio Zuchovicki recordó la secuencia de tres pasos que aplicaba en estos casos el fallecido economista Tomás Bulat: la primera vez los escuchás; en la segunda sospechas y, en la tercera, ya te parece inevitable.
Con esta lógica operan los mercados, que no son una institución donde se pueda tocar el timbre como creen muchos políticos, sino la suma de miles de decisiones individuales atentas a todas las señales oficiales para formar sus expectativas sobre lo que creen que pueda ocurrir en el corto y mediano plazo. De ahí que el segmento más libre del dólar (Senebi) trepara ayer hasta $207; el riesgo país superara los 1700 puntos básicos (un nivel más alto que el previo al canje de deuda de 2020 con los acreedores privados) y el BCRA debiera sacrificar casi US$300 millones de sus reservas en una sola jornada para atender la mayor demanda privada de divisas y cerrar octubre sin alterar su ritmo mensual de mini–devaluaciones por debajo de la inflación.
La combinación de urgencias electorales y escasez de reservas netas llevó al BCRA a agregar otro parche al régimen de múltiples tipos de cambio, que resulta cada vez más difícil de explicar y entender. A primera vista, parece razonable que los turistas extranjeros que viajen al país puedan abrir “cuentas bimonetarias” en bancos locales para realizar pagos electrónicos o con tarjeta a un tipo de cambio de $180 (dólar MEP), para que esos dólares vayan a las reservas del BCRA y evitar que se escurran en el mercado paralelo pese a una cotización más alta y con menos seguridad. Pero deja de serlo si se tiene en cuenta que un productor de soja percibe $67 por dólar y un profesional que exporta servicios de la economía del conocimiento cobra menos de $100.
También revela una concepción centrípeta, ya que ningún país de la región (ni Cuba) tiene un régimen similar para los turistas que deja en desventaja a la Argentina. Y que el oficialismo desconfía hasta de su sombra, al haber fijado un tope de US$ 5000 en efectivo para cargar en cada cuenta.
Todo esto abarata la épica que el Gobierno no logra instalar con su relato unificado por necesidad y urgencia. Al fin y al cabo, su objetivo hasta el 14 de noviembre es evitar que el dólar blue no tenga un número 2 por delante (apenas 1,2% más que ayer). Y después llegar a fin de 2023 sin una crisis macroeconómica, con un acuerdo básico con el FMI para salir del paso, siempre que el FdT logre ponerse de acuerdo sobre cómo seguir en medio de tanta desconfianza política y económica.
nestorscibona@gmail.com
Si hubo una palabra que usó constantemente en su primer año y medio de gestión –como virtual Ministro de Deuda– fue “sustentable”, como condición para una política económica. A tal punto que algunos de sus colegas economistas bromeaban con que si tenía un perro, iba a ponerle ese nombre. Pero con su giro discursivo, ahora tiene por delante dos problemas. Uno, que la macroeconomía no fue sustentable a lo largo de 2020 (debido a la pandemia), ni tampoco lo es en 2021 pese al ajuste fiscal del primer semestre (cuando se hubiera podido cerrar el acuerdo con el Fondo), pero luego ese ahorro fue dilapidado para aumentar groseramente el gasto en la campaña electoral. Otro, que perdió credibilidad al dejar de hablar de economía y adoptar el relato político K, que claramente no lo ayuda a generar una pizca de confianza entre propios y extraños.
Poco quedó del ministro que meses atrás había sido aplaudido por empresarios al afirmar que la inflación era un problema macroeconómico. Ahora respalda implícitamente el congelamiento de precios al señalar que no existen discrepancias internas en el FdT, cuando los accionistas de la heterogénea coalición oficialista ya no las disimulan y hasta las hacen explícitas off the record. Difícil saber si quiere quedarse o irse según el resultado electoral del 14 de noviembre.
No sólo eso. Guzmán acaba de anotarse en la extensa lista de ministros de Economía que negaron una devaluación del peso antes de no tener otro remedio que aceptarla. En un reportaje por radio EcoMedios, el analista Claudio Zuchovicki recordó la secuencia de tres pasos que aplicaba en estos casos el fallecido economista Tomás Bulat: la primera vez los escuchás; en la segunda sospechas y, en la tercera, ya te parece inevitable.
Con esta lógica operan los mercados, que no son una institución donde se pueda tocar el timbre como creen muchos políticos, sino la suma de miles de decisiones individuales atentas a todas las señales oficiales para formar sus expectativas sobre lo que creen que pueda ocurrir en el corto y mediano plazo. De ahí que el segmento más libre del dólar (Senebi) trepara ayer hasta $207; el riesgo país superara los 1700 puntos básicos (un nivel más alto que el previo al canje de deuda de 2020 con los acreedores privados) y el BCRA debiera sacrificar casi US$300 millones de sus reservas en una sola jornada para atender la mayor demanda privada de divisas y cerrar octubre sin alterar su ritmo mensual de mini–devaluaciones por debajo de la inflación.
La combinación de urgencias electorales y escasez de reservas netas llevó al BCRA a agregar otro parche al régimen de múltiples tipos de cambio, que resulta cada vez más difícil de explicar y entender. A primera vista, parece razonable que los turistas extranjeros que viajen al país puedan abrir “cuentas bimonetarias” en bancos locales para realizar pagos electrónicos o con tarjeta a un tipo de cambio de $180 (dólar MEP), para que esos dólares vayan a las reservas del BCRA y evitar que se escurran en el mercado paralelo pese a una cotización más alta y con menos seguridad. Pero deja de serlo si se tiene en cuenta que un productor de soja percibe $67 por dólar y un profesional que exporta servicios de la economía del conocimiento cobra menos de $100.
También revela una concepción centrípeta, ya que ningún país de la región (ni Cuba) tiene un régimen similar para los turistas que deja en desventaja a la Argentina. Y que el oficialismo desconfía hasta de su sombra, al haber fijado un tope de US$ 5000 en efectivo para cargar en cada cuenta.
Todo esto abarata la épica que el Gobierno no logra instalar con su relato unificado por necesidad y urgencia. Al fin y al cabo, su objetivo hasta el 14 de noviembre es evitar que el dólar blue no tenga un número 2 por delante (apenas 1,2% más que ayer). Y después llegar a fin de 2023 sin una crisis macroeconómica, con un acuerdo básico con el FMI para salir del paso, siempre que el FdT logre ponerse de acuerdo sobre cómo seguir en medio de tanta desconfianza política y económica.
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