La culpa es siempre del otro
No me lo contaron. Lo vi con estos ojos, la semana última, mientras manejaba rumbo a la universidad a dictar mi clase de cada jueves. Tengo todavía la imagen en el cinematógrafo ingobernable de la memoria, y me hiela la sangre. Pero, a decir verdad, la escena que narraré en un momento es el resultado del abismo enajenado en el que hemos dejado caer nuestras relaciones con los demás, con los otros.
Se originó en un incidente de tránsito que nunca llegué a presenciar. Una mala maniobra o la lamentable pero frecuente intimidación sobre ruedas del tránsito porteño. Es, en rigor, lo de menos. Asistí solo a la última escena de este drama, justo cuando el motociclista, con el visor del casco levantado, insultaba al conductor de un coche; no contento con eso, concluyó su agresión con un escupitajo a la cara. Luego, escapó con una maniobra riesgosa, y aunque el conductor intentó perseguirlo, hubo de desistir, para no causar un estrago. Cae el telón.
Hemos terminado de despeñarnos, en suma. Ya ni siquiera nos alcanza con el agravio. Nos hemos degradado hasta llegar al escupitajo.
De los muchos actos patéticos que me ha tocado ver en la vía pública, la foto de un hombre adulto que escupe a otro en la cara es de las más lamentables que recuerdo. No puedo sacármela de la cabeza.
Se me dirá que tal vez la provocación fue brutal. O que todo hombre, quizás agobiado por sus problemas o por el cansancio, puede perder el control y cometer un acto bestial.
Pero no es el punto, porque no hay aquí ningún dedo acusador. Ambos, el que remató una discusión con un escupitajo y el que lo recibió, son víctimas. No sé qué ocurrió antes, así que me siento impedido de juzgar un acto tan abominable. Pero de algo estoy seguro. Nos hemos enfermado de odio, de hostilidad y de violencia.
Por un número muy grande de motivos, hemos ido haciéndonos a la idea de que el comportamiento reptiliano, territorial, posesivo y violento es natural y hasta útil. Lo hemos reproducido, lo hemos puesto como ejemplo, y ahora está instalado entre nosotros. Es una tragedia, porque en las sociedades humanas la hostilidad solo conduce a desastres.
Por fortuna, podemos aprender otro idioma. Hace unos cuatro años, recién mudado a mi nuevo barrio, hice una mala maniobra en una curva cerrada y con piso mojado, y por muy poco evité el impacto contra un colectivo.
De inmediato, el chofer sacó la cabeza por la ventanilla con cara de pocos amigos, porque, pobre, se había llevado un buen susto. Entonces me bajé del auto y le pedí disculpas. Le dije que el error había sido mío y le expliqué que era nuevo en la zona. "Perdón por el mal momento", concluí. No supo cómo reaccionar. Movía la cabeza con frustración, como si esas disculpas -sinceras a más no poder- estuvieran malogrando el rosario de insultos que tenía atragantados. Era un muchacho de mediana edad que parecía no conocer otro lenguaje que el de la animadversión. Me dio muchísima pena, volví a mi auto, retrocedí, lo dejé pasar y me pregunté hasta dónde llegaba esa incapacidad de aceptar disculpas y de comportarse como seres humanos, no como simios territoriales que se fruncen ante cualquier provocación y cuya única lucha es por el poder.
Hace unos meses, un señor perdió el equilibro al tratar de estacionar su moto junto al cordón y cayó sobre mi coche cuando le pasé por al lado. Frené unos metros más adelante y fui a ayudarlo. Al aproximarme noté que me miraba con pánico. Estaba persuadido, no tengo duda, de que iba a molerlo a palos. En cambio, le pregunté si estaba bien, si quería que llamáramos a alguien, ese tipo de cosas que hacés cuando alguien sufre un accidente. Si mi auto estaba averiado por el golpazo era, díganme si no, lo de menos.
Podemos echarle la culpa a media docena de actores sociales relevantes, claro que sí. Es la historia de nuestra nación. La culpa siempre la tienen otros. Pero ahora, al parecer, la agresión ya es toda nuestra.
A. T.
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