Patagonia, nuestra patria de amor: romance silencioso con mi niñez
Caminaba por el mercado de L'Enfants Rouge, en París, eligiendo los últimos espárragos y alcauciles de la primavera que cocinaría de noche con elemental simpleza: vinagreta de tinto y aceite de oliva con huevo picado. Mis pasos del pasado eran una sólida cadena forjada con pluralidad, entre voces de audacia y cobardía.
Había pasado la mañana cosiendo mis jeans de parches de fines de los 80, que eran un homenaje a los de los 70. Fueron los remiendos en aquellos años de música mi lenguaje de rebeldía, incitación y disidencia. Aquellos pantalones ya perdidos en centenares de lavados, me dieron libertad, un pasaporte a mi temprana emancipación con el rechazo al avenimiento escolar: las normas colegiales carcomían mis ilusiones.
Ya en pocos días me iría a la Patagonia escapando de los calores sofocantes de Francia, para llegar con ella a mi amado invierno andino de nieves y cocina a leña. En la casa que parecía abandonada en remotos bosques, lagos, montañas, hielo, nubes y viento. Un romance silencioso con mi niñez, que fue regido por las mismas inclemencias y abrazos de los años en que fui formado: un ralo soldado de los Andes, un custodio fiel a los símbolos de aquellos entornos de virtud y enseñanza de bosques y animales.
Hay personas que colman sus vidas con dignidad civil, prístinas de conformidades. Hay otras que se sumen en controversias. La irreverencia del cuestionar perturba a quienes viven dentro de normas que parecen irrefutables dentro de la holgura infalible de la aceptación. Sin cambios parece no haber evolución. A veces, más vale el yerro, la pifia o el desliz que la mesura, la prudencia o la razón.
Hay una mujer, aunque ella no es solo mujer. Aúna un ejército de libertad. Un batallón de golondrinas y mariposas que arrasan con los límites más adversos en sus batallas de gloria. Día adentro y día afuera; sin medidas, tiempos ni cuentas, de cuerpo entero ofrecido a inclemencias y cariños. Cuando todo parece perdido y perdido está, ella guarda una lumbre que en los días tristes desde el rincón mas distante e invisible comienza a iluminar cada gesto de anhelo y aliento por igual con aura de guerra y amor. Abraza los contornos mas distantes del universo. Mientras los demás duermen, ella también lo hace, pero con un ojo serenado a la espera de los gestos del anhelo, sabiendo que la certeza de la oportunidad también duerme con ella, y en aquel acecho ella va tomando con pequeños pasos lo que se le ofrece: providencia y porvenir. Tiene el pulso firme, la voz clara, necesaria para comandar una guardia de almas que la siguen con infinito respeto por cada puerta que abre buscando un misterio invisible, aguerrida en los prefacios de su memoria que cobijan la más bella esencia que nunca antes conocí.
Puedo pasar tiempo sin verla, pero repentinamente la veo en lugares imaginarios e impensados; una hoja flotando en un arroyuelo, en las teclas de un bandoneón gitano al compás del Nonino de Piazzola en las calles de Sevilla, o en el beso exacto de nuestra pequeña hija, atorada entre los pechos de madre con la dulzura del cansancio extremo, cuando la noche no alcanza, cuando los ojos se cierran en los desmayos del amor.
Nuestras vidas disímiles nos regalaron puntos de encuentro; compartíamos el bello silencio de un dolor infligido por la niñez, fuimos criados en pueblos donde los niños sueñan más y cuidan de la esperanza para romper el molde y conocer un mundo.
Juntos construimos nuestra patria de amor, allí vivimos, al costado del trafico mundanal, lejos de las convenciones, solo cerca de nosotros
F. M.
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