Mi madre ya no llora con esas cartas. Pero no acierta a recordar cuándo ni dónde las guardó, ni por qué será que prácticamente las da por perdidas.
Son las cartas de Mimí. Y vienen de Ingeniero Lartigue, una aldea de treinta casas y cien labriegos, que alguien olvidó en Asturias, muy cerca y muy lejos de León, en un monte escarpado y silencioso que era zona de hambruna en la posguerra.
La hermana del padre de Mimí había probado suerte en la tierra prometida. Se llamaba Herminia, vivía en la Argentina de Perón, y aconsejaba con vehemencia que sus sobrinos cruzaran el Atlántico y se hicieran la América.
Mimí y Jesús fueron elegidos entre siete, con amor y pragmatismo, como una valiente avanzada familiar y como una suerte de último salvataje de la miseria.
En 1948 abordaron un buque de bandera incierta y veinte días después desembarcaron en una prosperidad de cartón: Herminia no podía tener hijos y no trabajaba, y su marido era un motorman de tranvía. Los cuatro vivieron veinte años en una sola pieza de cinco por cinco, al final del patio de un inquilinato de Palermo pobre.
Jesús era bajo y morrudo, y se dedicó con ahínco a la gastronomía. Mimí era una chica delicada, casi bella, y fue hija, mucama y enfermera de sus tíos, y costurera de Sporteco, un taller de trajes de hombre que quedaba en Santa Fe y Bonpland.
Se entraba a las seis de la mañana, sonaba un timbre y el patrón, un caballero atemorizante, no perdonaba un minuto de tardanza, vigilaba desde un gran mostrador cada murmullo y mandaba a la capataza al baño cuando alguna empleada demoraba la producción. Mimí cosía en el área de los sacos y mi madre en el sector de los pantalones.
Se conocieron a la salida y descubrieron que tenían muchas cosas en común. Las dos eran jóvenes, solteras, españolas y sirvientas de sus tíos.
Sospechaban ya que sus familias no terminarían de cruzar el mar, que ellas quedarían atrapadas al otro lado del abismo, que la puerta se había cerrado y que el destino estaba jugado y perdido. Se hicieron íntimas amigas.
Se confesaron desgarros e ilusiones. Se conjuraron una y otra vez para olvidar lo que no podía olvidarse y para salir de la melancolía. Compraron con gran esfuerzo vestidos y zapatos nuevos, y bailaron pasodobles y valsecitos en el Cangas de Narcea.
En esos salones nostálgicos mi madre conoció a mi padre, y Mimí tuvo algunos tibios pretendientes. Fue mi madrina cantada: hay una foto gris y desvaída donde ella me tiene en brazos, envuelto en una blanca mantilla y con la Iglesia del Rosario a sus espaldas.
Ya para entonces Sporteco había quebrado, el motorman había muerto de un síncope, Herminia se había ajado y Jesús hacía buen dinero en un café de Diagonal Norte.
Eran muy ahorrativos, y cuando se vendió la parte, los hermanos abandonaron el inquilinato, levantaron cabeza y compraron dos departamentos.
Uno pequeño, en la desgastada esquina de Guatemala y Arévalo, adonde Jesús se mudó con la tía. Y otro viejo y amplio, sobre una farmacia en la avenida Rivadavia, a doscientos metros de Plaza Miserere.
Allí Mimí regenteaba un “hotel de mujeres”: habitaciones consecutivas, con baño y cocina al fondo, trabajadoras pobres y decentes, y sobre todo putas. Siempre caía la policía y había algún escándalo.
A veces, en mitad de la noche fría, una chica que levantaba puntos en el Once venía escapando del patrullero y, desesperada, se colgaba del timbre.
Mimí bajaba entonces en bata y camisón las empinadas escaleras, la metía para adentro de un empujón y les hacía frente a los canas con una palabra, un grito o un billete.
Recuerdo a aquellas meretrices de entrecasa, cuando yo no tenía más de ocho años: pasaban en batón, chancletas y ruleros, pintadas como una puerta, con rouge furioso y un cigarrito en los labios, una lima de uñas rojas y las piernas desnudas.
Yo, por supuesto, no sabía que eran prostitutas. Hablaban, miraban, se movían y se reían de una manera diferente a mamá y a Mimí, que eran las dos mujeres de mi vida.
Pero yo era un niño y adjudicaba esas diferencias a la nacionalidad: las argentinas eran alegres, las españolas sufridas.
Jesús administraba el negocio, pero dormía en Palermo. Mimí se hizo dura manteniendo a raya a las díscolas y lidiando con vigilantes y proxenetas.
Tuvo un novio que había nacido en Galicia, pero Jesús y Herminia se apuraron y lo asustaron con una intimación. ¿Qué intenciones tiene, cuándo pone fecha? El gallego intuyó la celada y echó a correr. Y Mimí se quedó para vestir santos y cuidar putas.
En todo ese tiempo fueron convirtiendo el gran dolor en una simple herida. La herida en una lesión. La lesión en una puntada. Y la puntada en un recuerdo folklórico que sólo dolía en días de humedad.
Las cartas le decían que su familia española mejoraba y que había prosperidad donde antes crecía la mishiadura. Pero ya parecía demasiado tarde para irse y también para quedarse, y pasaron décadas en ese limbo donde fueron despojándose de lo que alguna vez habían sido y arropándose con lo que debían forzosamente ser.
El día menos pensado se dieron cuenta de que eran argentinos.
Luego de rutinas y soledades, la tía Herminia se fue apagando hasta morir, Mimí y Jesús se hicieron viejos, se jubilaron, vendieron el hotel y pusieron el dinero a plazo fijo.
Vivían en Palermo como aquel asexuado y marchito matrimonio de hermanos que Cortázar imaginó en “Casa tomada”, y yo los veía pasear del brazo por la calle, extrañamente lejanos.
Las devaluaciones, la hiperinflación y las bromas pesadas de Menem licuaron sus ahorros. Y al final, después de aportar cuarenta y cinco años al Estado, cada uno ganaba 150 pesos.
Mimí, entrenada en privaciones, hacía piruetas en la cocina para que no se murieran de hambre. Jesús se hizo amigo de Norma Plá y militante de la causa imposible de los jubilados argentinos.
Iba todos los miércoles al centro, a putearse con la policía y los diputados, y cuando Norma se murió tomó la bandera y siguió luchando contra la nada, mientras los otros militantes se iban muriendo de vejez, de frío y de impotencia.
Es un misterio cuándo se malogra una vida. La realidad es un laberinto, y cualquiera de nosotros puede distraerse, tomar el camino equivocado y perderse para siempre.
Los hermanos huían de las penurias y se habían exiliado en “la París latinoamericana”, pero habían empezado en un inquilinato y habían terminado en la inanición.
En el medio de esas paradojas, se habían perdido la juventud, la posibilidad del amor y los ímpetus de la dicha. Su familia española les ofrecía regresar a Ingeniero Lartigue.
Era un ofrecimiento generoso pero desgarrador. Había que volver a desarraigarse y a abandonar lo que alguna vez habían perdido y recuperado: la identidad nacional. Desangelados, vencidos y empobrecidos, se sentían muertos en vida.
Por un raro malentendido, por un supuesto desaire, por una invitación a una fiesta que nunca llegó o por alguna pavada de menor cuantía, Mimí y Jesús habían dejado de hablarse con mamá.
Cuando venían por la calle y la veían, cruzaban de vereda. Pero una tarde se chocaron con ella en una esquina, y Jesús le dijo, con ojos húmedos: Carmina, nos tenemos que volver. La llamó “Carmina” porque mamá se llama Carmen, y volvieron a frecuentarse y a intercambiar pesadumbres.
Pusieron aquel departamento venido a menos en venta y luego de unas semanas lograron venderlo. Pero no se atrevían a realizar los trámites finales, y Carmen tuvo que acompañarlos al consulado, a la oficina laboral de la Embajada y a sacar los pasajes. Mimí estaba entera, Jesús quebrado.
Después de cincuenta y dos años, tenían que despegarse de las cosas ciertas y desandar el camino. A Jesús lo aterrorizaba imaginar cómo los recibirían luego de tanto tiempo y qué sería de ellos lejos de casa.
El día señalado, mi madre pidió un remise y pasó a buscarlos. El departamento estaba lleno de amigos que lloraban y reían. Tengo cierta esperanza, le dijo Mimí tomando aire. Se le atragantaban las palabras.
Por los nervios, por la torpeza del momento, o simplemente porque la cartera donde llevaba los remedios era más vieja que ella misma, rompió el cierre y todo se le desparramó sobre la cama a minutos de tener que partir.
Carmen corrió hasta su casa, buscó su mejor cartera del placard y volvió a tiempo para regalársela. Cuando salieron a la calle, los vecinos los abrazaban y aplaudían. Camino a Ezeiza sólo intercambiaban monosílabos: los tres iban muertos de miedo.
La despedida en Ezeiza fue breve pero dolorosa. Se iban con mucho menos de lo que habían traído. El último recuerdo de mi madre es patético: Jesús y Mimí, tomados del brazo, el llanto a cuestas, llevados para siempre hacia ningún lado por la escalera mecánica del preembarque.
Mi madre regresó a Palermo, y pensó en Sporteco y en los bailes del Cangas de Narcea, y a mi padre lo enfureció verla llorar por esas cosas.
A los ocho días, el matrimonio de hermanos se había divorciado. Mimí vivía con los varones, y Jesús en otra casa del mismo pueblo con la hermana y los sobrinos.
Se encontraban por la tarde como viejos novios, y canjeaban los pesares de la segunda morriña. Las primeras cartas que Mimí le escribía a Carmen eran condescendientes.
El pueblo estaba muy cambiado y los impresionaba positivamente: las casas eran nuevas y hasta había automóviles. Al parecer, no quedaban jóvenes, pero los viejos vivían con holgura del ganado, de las rentas, de la agricultura y sobre todo de las voluminosas pensiones españolas.
Los habían recibido muy bien, aunque eran dos ancianos desconocidos y seguramente mañosos, dos bichos de ciudad devueltos al monte.
En octubre, sin embargo, Mimí se atrevió a escribir la verdad. Seguía nevando y, desde su llegada, jamás había sentido el cuerpo caliente.
La casa de sus hermanos no carecía del mayor confort europeo, y ella andaba de aquí para allá lavando, planchando y cocinando todo el santo día, pero sentía un frío sobrenatural metido en los huesos.
Tengo setenta y dos años y no aguanto los pies fríos. Quiero estar en mi casa. Aquí todos se cagan en Dios. Dos semanas más tarde, narraba una vigilia: Anoche parió una vaca.
Yo estaba arriba, en la casa, terminando de acostarme, con los pies congelados, y escuchaba a mis hermanos que blasfemaban a la Virgen María y que pedían a los gritos un veterinario. Si no me voy de acá me muero en pocas semanas. Me muero de pena, Carmina.
La posdata era piadosa e inquietante: Te pido que si me escribís no pongas nada de todo esto. Mi hermana me lee las cartas.
En otros textos decía que sus hermanos eran nobles y desprendidos, pero reafirmaba la convicción de que ella se iba a morir rápido.
Carmen, angustiada por esas líneas, se abocó a un laborioso y muy peleado trámite con la burocracia social, sabiendo ahora que se trataba de una cuestión de vida o muerte.
La nieve, como había llegado se fue; un abogado asturiano les consiguió el documento español, y a los pocos meses se hizo la luz: la jugosa jubilación española sepultó a la mezquina jubilación nacional, y los viejos hermanos alquilaron un departamento amueblado en Belmonte de Miranda, un municipio de dos mil almas que ellos llaman inútilmente “nuestra pequeña Buenos Aires”.
El Estado español nos garantiza los remedios gratis de por vida, y cuando nos pagaron el retroactivo de un año, unas 600 mil pesetas, creímos tocar el cielo con las manos.
Jesús está haciendo algunos amigos, ya no tengo los pies fríos, Carmina. Pero no podemos sacarnos de la cabeza el barrio, las calles, los sonidos. Nunca vamos a poder sacarnos de adentro ese sentimiento. Nunca vamos a poder.
Mi madre, por suerte, ya no llora con esas cartas. Pero no acierta a recordar cuándo ni en qué cajón las guardó, ni por qué las da prácticamente por perdidas.
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