viernes, 1 de noviembre de 2019

EMOTIVA HISTORIA QUE A TODOS NOS TOCA...AMÉN


La copa de la bobe en la agenda presidencial
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Casi sin aliento, Marta salió de la sinagoga Tefilá le Moisés de Basavilbaso y recorrió, tan rápido como le dieron las piernas, el interminable trayecto de dos cuadras hasta su casa, en la calle Quiroz.
-¡Llegó el Presidente! -le dijo a una de sus hijas, que miraba atónita cómo Marta sacaba los knishes de papa del horno y los ubicaba en los platos, que, un rato más tarde, quedarían completamente vacíos. Antes de salir, sacó de la vitrina la copa que la bobe Sara había atesorado durante décadas. Se utilizaba solo en las grandes ocasiones y, claramente, la presencia de un presidente, a principios de octubre de 2019 y por primera vez en la historia del pueblo, ubicado en el sur de Entre Ríos, era una de ellas.
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El rústico baúl de un barco que zarpó desde Europa a fines del siglo XIX fue el primer refugio de la copa, mezclada entre las escasas pertenencias con las que Elías Jaimovich y su familia arribaron al puerto de Buenos Aires. Desde allí, los recién llegados formaron parte de la legión de colonos judíos provenientes de Rusia, Polonia o Lituania, a los que la Jewish Colonization Association del barón Mauricio Hirsch les alquiló un pedazo de tierra entrerriana para que pudieran trabajarla y comenzar allí a forjar sus sueños, dejando atrás un pasado de pobreza y persecuciones.
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En la línea 20, frente a las vías del ferrocarril y a pocos kilómetros del pueblo, su hija Sara Jaimovich -ya casada con Adolfo Hurovich, también hijo de inmigrantes judíos venidos de la convulsionada Rusia zarista- crió a sus seis hijos. A pesar de las dificultades -la comida no siempre alcanzaba, los inviernos eran crudos-, los recién llegados a esos parajes tan desolados como prometedores no dejaron de recordar de dónde venían. Fundaron otra sinagoga, llamada Novibuco, en medio del campo. Crearon bibliotecas que llenaron de libros en idish, el idioma de la diáspora europea. Levantaron cementerios para honrar a sus muertos, hospitales para atender a sus enfermos y celebraron en las instituciones cada fiesta comunitaria, mientras les daban la bienvenida a nuevos integrantes de la familia.
También crearon la cooperativa Lucienville, la primera del país, para obtener créditos y, así, el necesario rédito del implacable trabajo agrario, sin vacaciones ni descanso. Se convirtieron, como bien lo describiera Alberto Gerchunoff, en aquellos gauchos judíos que abrazaron la Argentina como su tierra prometida y donde podían ser libres.
La vida en el campo mezcló a las colonias de judíos rusos con inmigrantes italianos y una alta proporción de familias alemanas, igualmente deseosas de "hacer la América" y dejar atrás la Europa de las guerras y el hambre. La convivencia fue, camino de tierra y alambrada mediante, armónica y diametralmente opuesta a la violencia irracional que desataría, a mediados de los años treinta, la maquinaria industrial de la muerte del nazismo sobre la judería europea.
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El tiempo y la integración a la sociedad argentina hicieron lo suyo. Mientras las colonias judías desaparecían (llegó a haber cerca de 170 en la primera década del siglo XX), los Hurovich se mudaban del campo al pueblo y varios de sus hijos buscaban mejores horizontes en Concepción del Uruguay, Buenos Aires o Beer Sheva, en Israel. La movilidad social ascendente de aquel país agrietado, pero pujante, permitía que los hijos superaran a los padres, obtuvieran un título universitario, conocieran el mundo y hasta volvieran, de paseo, al Viejo Continente, del que debieron irse casi con lo puesto.
Permaneció, inamovible y como en tantos otros casos, el reencuentro anual de la familia, con la casa de Adolfo y Sara como punto de referencia. La copa relucía, claro, en cada brindis compartido, en cada Kidush de Shabat, en el que se brindaba por la alegría de estar vivos y juntos.
A fines de los años ochenta, por obra y gracia de la política, el tren dejó de pasar por Basavilbaso. Al igual que muchísimas otras localidades del interior, el pueblo entró, entonces, en un letargo del que le costaría reponerse. Muchos otros optaron por irse, y la comunidad judía quedó reducida a unos pocos veteranos, que miraban con nostalgia aquellos tiempos de expansión y desarrollo, en los que sobraba la esperanza en el porvenir.
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La llama, de todos modos, nunca se apagó por completo. Y aquel día soleado de octubre, un presidente llegó a la vieja sinagoga. "La solidaridad, el esfuerzo compartido que siempre hemos encontrado en la comunidad, ha sido espectacular", dijo Mauricio Macri, mientras alzaba la copa de la bobe, en el púlpito de la sinagoga. Elías, mi bisabuelo, habría estado orgulloso.

J. R.

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