miércoles, 27 de noviembre de 2019
INOLVIDABLE ROBINSON CRUSOE
¿Quién lee hoy Robinson Crusoe?
¿Qué es un clásico? A la mayoría de los adolescentes con los que lidio, por ejemplo, les cuesta creer que no haya leído Harry Potter. De nada les sirve el argumento de que cuando tenía su edad los libros de J.K. Rowling todavía no existían. En su opinión, los tomos que cuentan la historia del aprendiz de mago y del Colegio Hogwarts (¿se escribe así?) son clásicos hechos y derechos sobre los que debería lanzarme, incluso si no me gusta el tipo de fantasía que cultivan. Clásico, en su caso, es lo que hay que leer sí o sí por entusiasmo y compromiso generacional. Es una definición tan buena como cualquier otra, aunque sigo adhiriendo a la más frecuentada: la que sostiene que conviene aplicar el término a los libros (para atenernos solo a la literatura) que son capaces de cambiar y estimular lecturas nuevas sin considerar su edad. Un clásico es, a su manera, inimputable: una vez clásico no admite refutación. ¿O sí?
Hace algunos meses Robinson Crusoe, la novela de Daniel Defoe, cumplió 300 años. Obligado a escribir una nota sobre el acontecimiento, aproveché para releerla. O mejor: empecé a releerla y recién en estos días estoy llegando al final. El libro, con sus casi seiscientas apretadas páginas, resultó ser mucho más extenso de lo que decía la memoria. Robinson Crusoe no había sido ni por asomo el clásico más memorable de los que pasaron alguna vez por mis manos, pero había un factor sentimental que le daba su carácter inolvidable: simplemente fue el primero que leí, allá lejos y hace tiempo, al fondo de la infancia. El náufrago en su isla fue el mito iniciático que, como a tantos otros, me inoculó el vicio de las playas desoladas y también el de la lectura. Del malentendido me percato ahora: la versión era una de esas tradicionales reducciones que hacía las delicias infantiles salteándose los tramos más tediosos, que son muchos, y los más incómodos para nuestra corrección política, que son legión.
Defoe, uno de los primeros escritores profesionales, era también un emprendedor fracasado en busca de negocios. Su libro lo fue, quizá porque en gran medida el personaje representaba un ideal de época. La sensacional historia que lo inspiró, la de Alexander Selkirk, un escocés que fue abandonado en 1704 por el capitán de su barco en una deshabitada isla del archipiélago Juan Fernández, en el océano índico, fue solo un punto de partida. Hoy una de las islas que componen ese territorio chileno lleva el nombre de Robinson Crusoe, pero Defoe tuvo la previsión de colocar al náufrago en un clima más amable y productivo, en el Caribe, a unos kilómetros de la desembocadura del Orinoco y de dejarlo ahí, anticipando sin saberlo las hipérboles del realismo mágico latinoamericano, durante 28 años (en vez de los cuatro que permaneció Selkirk).
Aquella primera lectura hizo de Robinson Crusoe una inocente guía para boy scouts, y le agregó por las suyas un amor romántico por la naturaleza que es en realidad muy posterior a las ideas dominantes en los años en que escribió Defoe. Hoy, que pasó tanta agua bajo el puente, resulta inevitable leerlo como un Pequeño manual colonial ilustrado. Robinson, con su Biblia como único libro de consulta, logra sobrevivir en soledad aplicando su dominio racional a todo lo que encuentra para terminar sintiéndose rey, pero sobre todo propietario, de ese islote en apariencia deshabitado. La adopción del canibal Viernes, que puede ser salvaje, pero no duda en tomarlo como amo, es apenas una extensión de su gesto civilizatorio.
Parece una contradicción: más que como a un clásico que trasciende su propio tiempo a Robinson Crusoe conviene leerlo como el libro del siglo XVIII que nunca dejó de ser. Es con esa perspectiva que el libro se vuelve más interesante al revelar los notables terrores del personaje ante su situación extrema o los dilemas puritanos que lo torturan (Robinson, conviene no olvidarlo, había amasado fortuna en su vida previa como negrero) antes de su hipotética conversión.
El escritor Charles Boyle, en un artículo reciente, recordaba una virtud antichauvinista de Defoe: que a Robinson Crusoe, arquetipo del británico, no lo hiciera cien por ciento inglés (su padre, se dice en la novela, era de Bremen). Fuera de eso discute el libro por la chatura de la prosa y, sobre todo, objeta que, a pesar de su aceptación pasiva de la esclavitud y la batería de prejuicios de época que trafica, sea lectura recurrente en las escuelas de su país. Lo mejor, sugiere, es bajarlo de su pedestal y dejar de leerlo.
¿Puede un clásico morir por razones tan voluntariosas y pedestres? Quizá lo que ocurre es que lo clásico sea el personaje y no el libro. Quizá Robinson Crusoe sea todos los Robinson Crusoe (de todos elijo el que filmó Buñuel y el que reescribió Michel Tournier) que vinieron después.
P. B. R.
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