martes, 26 de noviembre de 2019

PABLO MENDELEVICH Y SU ANÁLISIS


Marcelo Tinelli, el hambre y las políticas de Estado

Pablo Mendelevich
De tan grande que es el peso de Marcelo Tinelli como figura pública, su presencia en la primera reunión del Consejo Federal Argentina contra el Hambre, organizada por el presidente electo Alberto Fernández, hizo caer a los críticos más quisquillosos en una confusión. Quienes objetaron que Tinelli hubiera estado entre los convocados, y con él otras personas de aquellas para quienes la televisión sustantiva el adjetivo famosos, tal vez no repararon en que el asunto inquietante no fue el de los que concurrieron a esa reunión sino la contracara, los no invitados.
Tinelli, que a la salida previsiblemente se convirtió en vocero magnético y narró el suceso con bastante más emoción que datos, dijo que lo entusiasmaba "poder terminar con la grieta". Celebró que en el encuentro hubiera habido una diversidad extraordinaria, ya que estaban Estela de Carlotto, Adolfo Pérez Esquivel -enumeró-, empresarios, el campo, organizaciones sociales, evangelistas y la Iglesia. No llegó a explicar por qué le parecía que semejante conjunción significaba algo relacionado con la superación de la grieta, pero la sentencia sonó tan eufórica como su deseo de que la lucha contra el hambre sea "una política de Estado para los próximos cincuenta años".
Con su fuerte costado humanitario, la causa del hambre sin duda es loable. Parece interesante involucrar en ella a personas y personalidades de quehaceres diversos. Se verá cómo encaran la acción, aparte de las buenas intenciones. Pero la pluralidad de los grandes debates, la participación, la necesidad de superar la grieta y la pretensión de institucionalizar políticas de Estado no son asuntos técnicos relacionados con la distribución de alimentos ni son temas de nutrición. Son cuestiones políticas. Y se supone que las cuestiones políticas incumben a los partidos políticos, que sin embargo acá no fueron convidados. No es que no hubiera habido funcionarios públicos; estaba, por ejemplo, el ministro de Desarrollo Social de Tucumán, Gabriel Yedlin.
A muchos de los convocados se los contabilizó -también lo hizo la prensa- por rubros, como a los representantes de organismos de derechos humanos o los sindicalistas, y eso contribuyó a que se soslayaran las filiaciones partidistas o, mejor dicho, cierto predominio de dirigentes afines al nuevo oficialismo. Cuanto menos estuvo garantizado un ambiente de impronta antimacrista, en línea con la idea subyacente, leitmotiv de la campaña del Frente de Todos, de que Macri hambreó al pueblo. La asociación de Macri con el hambre -que a su vez recoge expresiones análogas utilizadas contra otros presidentes no peronistas, en especial contra Alfonsín- lleva años en el peronismo y animó innumerables actos callejeros.
Por eso, de parte del 40 por ciento que salió segundo en las elecciones no se vio en la reunión contra el hambre de la semana pasada a ningún participante notorio. El gobierno nacional no fue de la partida porque los convocantes (y buena parte de los convocados) entienden que el gobierno de Macri es el responsable del flagelo. El problema es que ese diagnóstico, que se completa con estadísticas de base difusa y una mirada ambigua, incluso benevolente sobre lo ocurrido con anterioridad a 2015, es incompatible con el objetivo expuesto en varias ocasiones por Alberto Fernández, y ahora repetido por Tinelli y otros entusiastas mediáticos, de terminar con la grieta.
Lo que la grieta divide es en este momento más fácil de dimensionar gracias a la polarización electoral, que hace 24 días envolvió nada menos que al 88,52 por ciento del electorado. Una fuerza sumó 12,9 millones de votos y la otra, 10,8. De modo que si los mecanismos de representación institucional son sustituidos ocasionalmente por criterios técnicos, ecuménicos, humanitarios, de rating televisivo o lo que fuere, se corre el riesgo de excluir -bajo el manto de exaltar lo popular y lo diverso mediante figuras públicas- a unos cuantos millones de personas. Resulta difícil imaginar que un sellador de grieta selectivo, tácitamente hostil con la parte ausente, vaya a reparar la división de la sociedad.
Más curioso es alabar las políticas de Estado en una reunión en la que no están expresamente representadas las fuerzas políticas que serán oposición. Las políticas de Estado son las que, al ser compartidas por todas las expresiones políticas en condiciones de ser gobierno, están llamadas a sostenerse siempre. Quizás se las conoce poco porque no abundan, aunque a veces se las da por ciertas. Por ejemplo, cuando se habla de Malvinas, un aspecto vital de la política exterior argentina que cada gobierno entiende a su manera, y eso cuando un mismo gobierno no aplica políticas consecutivas disímiles. Una cosa es coincidir en que las Malvinas son argentinas y, otra, llevar adelante una política sostenida sin importar el color político del canciller de turno. Lo mismo sucede en el desarrollo social, un terreno en el que al menos se logró cierto consenso en torno de la Asistencia Universal por Hijo.
Contra lo que muchas veces se escucha, una política de Estado no puede ser resuelta por quien está en el gobierno. Requiere como primer paso que los partidos se respeten entre sí y reconozcan a la alternancia como un atributo medular de la democracia. Pero no es lo que sucede en la Argentina. La falta de cultura de la alternancia, que hasta ahora destronaba gobiernos en forma precipitada, se manifiesta por estos días, una vez más, en el fallido trámite de la transición. Hasta vuelve a haber ruido -increíble pero cierto- sobre la falta de acuerdo respecto de la ceremonia del traspaso del poder.
Basta saber que el kirchnerismo designa como neoliberales a los actuales gobernantes y que por estos días sus voces estelares repiten que "nunca más" (una expresión robada de la epopeya judicial contra la dictadura al fiscal Julio César Strassera) debe gobernar el neoliberalismo. La cuenta es sencilla: en un sistema que volvió al bipartidismo, si una de las dos fuerzas no gobierna nunca más significa que la otra se queda en el poder para siempre, con lo cual las políticas de Estado pierden sentido.
Hay muchas más preguntas que respuestas sobre la forma en la que Alberto Fernández encarará su gobierno, que comienza en tres semanas (acabamos de pasar la mitad de la transición). Una de esas preguntas la renovó el particular pluralismo festejado por Tinelli tras la reunión sobre el hambre, cuando más que nunca -en eso tiene toda la razón Fernández- se necesitan acuerdos entre todos.

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