viernes, 1 de noviembre de 2019
LA PÁGINA DE JORGE FERNÁNDEZ DÍAZ,
La Argentina derrotada ya no puede ser ignorada
Jorge Fernández Díaz
Después de la paliza de las primarias, muchos analistas notorios, varios panqueques mediáticos que corrían en auxilio del ganador y, sobre todo, cuantiosos empresarios esclarecidos del "círculo rojo" le acercaban en público y en privado a Mauricio Macri la misma sugerencia envenenada: sea más estadista que candidato, Presidente; abandone la campaña, si es necesario entregue antes el gobierno; todo por el bien de la patria. Los apologistas de esta verdadera eutanasia política se sintieron incluso molestos cuando una multitud, sin el incentivo del dinero y sin logística, sin convocatoria oficial ni apoyo periodístico, llenó espontáneamente la Plaza de Mayo y puso a Macri en el balcón de Perón y Alfonsín.
Esa gente rompió aquel mal consejo interesado en cien pedazos y lo obligó al jefe del Estado a levantar la cabeza, a caminar el país y a hacer visible a la Argentina republicana. Uno de los grandes errores históricos del gobierno de Cambiemos fue desdeñar la teatralidad de la política, insumo que el peronismo usó siempre con tanta eficacia. Quienes lo habían votado con frialdad pasaron a acompañarlo con ardor y lágrimas en los ojos: mucho tuvo que ver la resiliencia de ese "muchacho rico" que teniendo picado el boleto se levantaba contra la adversidad y seguía la larga marcha contra su destino. Una cualidad que acaso aprendió de las tempranas humillaciones a que lo sometió su padre para hacerlo fuerte.
Solo Cristina Kirchner, aunque por otras razones, parece tener esa misma aptitud: la resiliencia los emparenta, y es un valor que produce empatía. Las marchas de Macri empezaron como un respaldo en defensa propia, frente al regreso de un cristinismo recargado, pero progresivamente se fueron transformando en una misa emotiva, donde para sorpresa de propios y extraños la gente quería tocar a su candidato, lloraba y rezaba por él, y hasta intentaba llevarlo en andas como si fuera un caudillo popular. Si el presidente saliente hubiera hecho caso a los lenguaraces y oportunistas que le requerían la rendición incondicional, probablemente las elecciones del domingo se habrían parecido a los comicios de 2011 (el kirchnerismo se alzó entonces con el 54% de los votos y Binner obtuvo unos pobrísimos 16 puntos), resultado desigual que exacerbó la voracidad hegemónica, creó la nefasta idea de "ir por todo" y generó un autoritarismo sin antecedentes en la democracia moderna. Con un 40% del electorado y la evidencia de que diez millones de argentinos plantaron bandera con el republicanismo, el escenario es hoy completamente diferente. La Argentina derrotada ya no podrá ser ignorada.
Esos guarismos (Macri ganó 2,3 millones de votos desde las primarias; Alberto Fernández, apenas 200.000) invitan a pensar que la campaña del oficialismo fue buena y que varios errores del kirchnerismo movieron, contra todo pronóstico, el amperímetro: el espanto manifiesto de estadistas y analistas de los países más desarrollados, la brusca excarcelación en cadena de muchos sospechosos de corrupción, la declarada "brisita bolivariana" de Diosdado y, sobre todo, la frase "Cristina y yo somos lo mismo", que les quitó las esperanzas a algunos votantes moderados e independientes. Esos factores probablemente frenaron el clásico efecto triunfalista: subirse de inmediato al carro de los vencedores. Una semana antes del 11 de agosto, le pregunté a uno de los más serios encuestadores de la Argentina cuánto voto oculto y vergonzante detectaba; me respondió que ninguno. Repliqué instintivamente que eso no era posible. Dos días después de la gran sorpresa, me dijo que yo tenía razón, y me aclaró que ese voto existía y que quizás estaba escondido en el 45 por ciento que no había aceptado contestar los sondeos. El asunto es que hace una semana le pregunté a otro colega de gran prestigio exactamente lo mismo y me volvió a responder algo similar. Una conjetura de biblioteca podría hacer pensar que los avergonzados de antes perdieron la vergüenza al ver que millones votaron como ellos y legitimaron así su decisión indecible. Pero entonces ¿qué ocultaban ahora los que varias semanas después seguían negándose a blanquear su voto? Una hipótesis, con el diario del lunes, es que en ese grupo se cocinaba precisamente la inconfesable idea de votar por Cambiemos a pesar de sus desventuras económicas. Esto explicaría no solo el asombroso resultado, sino la razón de por qué es tan difícil encuestar hoy con precisión a una población volátil y canuta.
A la polarización y a la insinuación de un nuevo bipartidismo, que surgen de las urnas, se suma el hecho de que probablemente los que perdían iban a pagar: con impuestos y con retenciones. El resultado hace pensar que no será tan fácil, y mucho menos con un sector tan masivo que ha demostrado gran capacidad de movilización y protesta. Corre el riesgo el peronismo, si no acuerda, de tener un Chile al revés. Es por eso que quizá este equilibrio lleve a consensos, y no a venganzas o radicalizaciones, aunque esa pulsión es tan fuerte en la Pasionaria del Calafate y en sus chicos adorados que Alberto deberá suministrarles a cada rato un tranquilizante ideológico. Las manifestaciones multitudinarias, como la de Córdoba, ahogaban el discurso de Macri con la consigna: "Que vaya presa, que vaya presa". Inquietante para el neokirchnerismo y también para los jueces que tienen abiertas las causas más delicadas.
En un búnker donde esperaban superar el 54% y diezmar por completo a la oposición, las cifras finales provocaron decepciones y escalofríos. El kirchnerismo procesa esos sentimientos solo de una manera: con enojo. Y es bajo esa emoción violenta que improvisaron un acto lleno de gestualidades estrafalarias y simbologías espinosas. Un mal comienzo. La opinión pública venía de escuchar el discurso pacificador del presidente saliente, que reconocía el triunfo del entrante, a quien invitaba a desayunar y le ofrecía ayudarlo en la transición y también en la gestión desde una "oposición sana". El contraste entonces fue muy fuerte: apareció en el escenario kirchnerista la nueva mesa chica del poder, y Axel Kicillof desdeñó ese espíritu antigrieta y lanzó una larga diatriba presidencial -con tono de ira y de asamblea estudiantil- en la que siguió demonizando a sus adversarios como si la campaña no hubiese acabado, y como si estuviera preparando el terreno para una gran excusa: perdón, compañeros, pero no podremos colmar sus demandas por culpa de la "pesada herencia". Y si no hay plata, por lo menos que haya culpables. Esa centralidad agresiva le robó protagonismo a Alberto Fernández y contó con el beneplácito de la arquitecta egipcia. Que abanicándose el ego dejó en claro que Axel es su heredero político y que su entronización popular resulta una merecida reivindicación de su último gobierno. Recordemos que la gestión económica de Kicillof fue lamentable, como bien señaló en su momento el hoy presidente electo. Gran parte de los sufrimientos actuales se deben todavía a aquel desastre, que millones de bonaerenses decidieron ignorar otorgándole al exministro el premio mayor. El masoquismo y la amnesia también son derechos humanos.
Aludieron en el escenario a dos supuestos pecados de Cambiemos -divisionismo y persecución-, que han sido justamente las especialidades de la casa kirchnerista. Y mientras Sergio Massa parecía un muñeco de cera (mi madre asturiana diría que si en ese momento lo pinchaban no le salía sangre), Cristina conminó al peronismo a no abandonar nunca más la unidad partidaria, que ella misma rompió durante su soberbia monárquica, y amonestó a Macri con que gobierne bien hasta el último día de su mandato, como hizo ella. Apelando a que nadie recuerde, por supuesto, la cantidad de zancadillas y abusos que cometió antes de marcharse (dólar futuro, Banco Central sin reservas, cajas vacías, contratados de última hora). Y esto sin contar con que no aceptó siquiera entregar los atributos y que llamó a continuación al boicot y a la resistencia contra el gobierno constitucional. Le reclama a Macri lo que ella no fue capaz de cumplir.
Alberto deberá convivir con el chavismo bonaerense, que su socia celebra; con el peronismo tradicional, que recela de la gran dama y sus tiburones extremos. Y ahora con una oposición nutrida y tal vez organizada. También con un mundo inestable, una economía en crisis y una sociedad de mecha corta. Los argentinos, sin dejar de vigilarlo y de señalarle los renuncios, estamos obligados republicanamente a ofrecerle una mano. Aun corriendo el riesgo de que escuche malos consejos y nos la muerda.
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