Un nuevo gobierno atrapado en el laberinto argentino
Guillermo Rozenwurcel
Diseñar un plan económico consistente para encontrar la salida de la crisis crónica debe ser la tarea prioritaria del primer año de la administración que acaba de ser elegida
Guillermo Rozenwurcel y Ramiro Albrieu
La incertidumbre de quién será el nuevo presidente se ha despejado. No así la del futuro económico. Si bien los desequilibrios macroeconómicos fundamentales heredados -los déficits gemelos fiscal y externo- se han reducido, el tipo de ajuste que llevó a esa relativa mejoría conlleva dinámicas que colocan a la economía en senderos altamente inestables y difícilmente sostenibles, más aún cuando opera bajo las condicionalidades del FMI. Señalemos una serie de cuestiones claves para procurar dejar atrás esa inestabilidad.
La reducción de los desequilibrios macroeconómicos heredados se realizó a través del sinceramiento de dos precios relativos claves de la economía: las tarifas de los servicios públicos y el tipo de cambio, ambos en términos reales. El primero como uno de los principales instrumentos de ajuste en materia fiscal y el segundo, en materia externa. Una consecuencia inevitable de este sinceramiento fue el aumento de la tasa de inflación, que fácilmente puede llevar a un nuevo régimen de inflación, que hacia fines de los 70 Roberto Frenkel denominó de "alta inflación". Este nuevo régimen fija de manera "permanente" un piso superior al de las inflaciones crónicas y tiene un marcado sesgo a la aceleración inflacionaria.
El ajuste de tarifas y tipo de cambio ha tenido un fuerte impacto negativo en el ingreso real de los hogares. Pero a eso hay que sumarle una marca registrada de los acuerdos con el FMI: dado que en el marco de estos acuerdos el impacto de la corrección fiscal y externa sobre el gasto agregado suele ir más allá de lo previsto, su efecto sobre la actividad económica y el empleo es superior al proyectado (efecto overkill, como se lo conoce en inglés): la reducción procíclica del déficit, junto a la devaluación y la dureza monetaria, se suma al efecto provocado por la caída del gasto privado. La recesión, entonces, resulta más profunda de lo esperado, así como de lo tolerable social y políticamente.
La devaluación, que no se ha detenido, alimenta la fragilidad financiera de algunos de los actores claves de la economía. En el caso actual no se trata del sector privado, que posee más activos que pasivos externos, ni tampoco del sistema bancario, donde los descalces de moneda entre depósitos y créditos son aún limitados. El foco de inestabilidad está en el endeudamiento público.
En su primer año, el próximo presidente deberá poner en marcha un plan que tenga chances de minimizar al mismo tiempo los cuatro factores que amenazan agravar las presentes dificultades: un nuevo atraso de los precios relativos claves, el salto a un régimen de alta inflación, un sobreajuste ( overkill) en la actividad y el empleo, y una resolución caótica del endeudamiento público.
Parece haber conciencia, entre los partidos políticos mayoritarios y otros actores sociales relevantes, de que el país está al borde del precipicio. Como luego de la crisis de la convertibilidad, este puede ser un incentivo para procurar algún tipo de pacto social. El primer objetivo del pacto será estabilizar la economía. Para alcanzar este objetivo, una tregua de precios y salarios será insuficiente. Los acuerdos deben considerar simultáneamente los cuatro factores señalados. Lograrlos de un modo que sean al mismo tiempo económica, social y políticamente factibles será crucial para salir del laberinto en el que nos encontramos.
Si se quiere reactivar por la vía del mercado interno sin tener en cuenta las restricciones fiscal y externa, el impulso será efímero, porque agravará inmediatamente la fragilidad financiera del gobierno y las cuentas externas; un sobreajuste fiscal para contentar a los mercados disparará el desempleo y la pobreza, haciendo imposible la gobernabilidad; un nuevo salto cambiario nos acercará más al régimen de alta inflación; contener la inflación pisando el tipo de cambio traerá mayores problemas a futuro.
Diseñar un marco consistente para encontrar la salida del laberinto debe ser la tarea prioritaria del primer año del nuevo gobierno. ¿Qué elementos debe contener ese marco? Primero, la definición de un sendero creíble para los precios relativos. La evolución del tipo de cambio deberá mantener los actuales niveles de competitividad, sin transformarse en ancla nominal, para impulsar las exportaciones y evitar que el ajuste externo se haga solo por vía de la reducción de importaciones. Aunque a un ritmo más lento (y contemplando al menos por el momento el mantenimiento de subsidios cruzados), las tarifas deberán seguir su curso de ajuste, manteniendo el punto de llegada preestablecido.
Segundo, la desactivación paulatina de los mecanismos de indexación, tanto de precios y salarios como del gasto público, sobre la base de reglas de ajuste basadas en la inflación futura esperada. Para eso, el gobierno debe ofrecer proyecciones confiables y comprometerse a revisarlas en caso de desvíos. No se trata de provocar un shock antiinflacionario, sino de presentar un sendero de desaceleración gradual, basado en un esquema de política fiscal, monetaria y de ingresos creíble, que combine reglas y flexibilidad, para todo el período de gobierno. Tercero, deberán encontrarse mecanismos para distribuir de modo más equitativo los costos del ajuste, protegiendo más y mejor a los sectores de la población que hasta ahora resultaron los más castigados por la crisis.
Nada de esto será posible sin un mínimo espacio fiscal. Esto implica identificar correctamente cuál es el problema que plantea la deuda pública. Hoy el problema no es de solvencia, sino de liquidez, especialmente a muy corto plazo -primer semestre de 2020 en particular-, dado que el país no tiene acceso al crédito voluntario en los mercados financieros. Si el problema no es de solvencia, en principio sería posible evitar el default unilateral y llevar adelante, en cambio, una renegociación de los términos de la deuda que contemple alguna combinación de extensión de plazos, una cierta disminución de la carga de intereses y una reducción moderada del principal.
Para que no se produzca un default disruptivo y sea posible un acuerdo voluntario, será necesario presentar un plan consistente y, sobre esa base, conseguir el apoyo del Fondo y la disposición a negociar de los acreedores privados.
Ese plan debe partir de un diagnóstico realista, presentar un sendero de ajuste creíble, el compromiso del gobierno de llevarlo adelante y el de la oposición de no sabotearlo. Que el ajuste sea creíble no debe confundirse con que deba hacerse por la vía del shock. Por el contrario, fijar metas exageradas pero incumplibles es, a la postre, mucho peor que comprometerse a alcanzar gradualmente objetivos más moderadas pero cumplibles. Si un sobreajuste fiscal profundiza la recesión y posterga sine die la retomada gradual del crecimiento, las metas de superávit primario no se alcanzarán. Si las metas antiinflacionarias son exageradas no resultarán creíbles, agudizarán la conflictividad social, tenderán a distorsionar los precios relativos y agudizarán las tendencias recesivas.
Un plan de esta naturaleza requiere acuerdos e implica distribuir equitativamente los sacrificios. Aun si esos acuerdos se alcanzan, salir del laberinto en que nos encontramos será muy difícil. Sin ellos, directamente imposible.
Albrieu (UBA y Cedes), Rozenwurcel (UBA, Unsam y Conicet)
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