La nobleza del cine polaco
Hace quince días, recibí en mi casa la copia anillada de Diálogos del cine polaco (editorial Djaen), compilación de entrevistas a cineastas de ese origen, realizadas durante varios años por el excelente crítico e historiador cinematográfico Pablo De Vita. Desde entonces, me encerré en mi casa para ver uno tras otro no sé cuántos DVD de ficción, algunos de esos títulos ya los había disfrutado en su época de estreno en el cine. Además, exploré YouTube con éxito.
De Vita reunió en 127 páginas a los mejores directores de Polonia, es decir, de la cinematografía mundial en la segunda mitad del siglo XX: Andrzej Wajda, Lech Majewski, Jerzy Skolimowski, Agnieszka Holland, Pawel Pawlikowski, Grzegorz Jarzyna y Krzysztof Zanussi. A ellos se suman en una serie de perfiles: Krzysztof Kieslowski, Roman Polanski y Jerzy Kawalerowicz.
En la introducción, el autor señala algunos de los motivos de la excelencia de la cinematografía polaca, particularmente en la década de 1970. Para ese pueblo, sometido varias veces a la dominación extranjera a lo largo de su historia (Rusia, Austria, Prusia, la Alemania nazi, la URSS), el arte y el cine eran, después de la Segunda Guerra Mundial, un faro de identidad nacional, particularmente bajo la dominación soviética. Por otra parte, el ícono de Polonia es, desde hace más de dos siglos, un músico: Chopin. Sus polonesas, así como ahora la cinematografía, son la sustancia más noble de un pueblo castigado. En la pantalla, en la oscuridad de las salas, los ciudadanos se reunían y se reconocían. Las historias que veían hablaban de la realidad vivida bajo la ocupación, algo que le planteaba un problema al régimen, vigilado por el Partido Comunista: el realismo, desde el punto de vista político, era la estética de rigor. Esa mirada incomodaba en un país sometido al totalitarismo de la URSS: ponía a la vista y denunciaba el clima de opresión y desconfianza que reinaba; bastaba simplemente que la lente enfocara las calles y la gente. La influencia omnipresente de la Iglesia católica se notaba, por ejemplo en la abundancia de cruces domésticas.
Varsovia había quedado destruida por los ejércitos del Reich y de la URSS, pero las nuevas generaciones podían contemplar cómo había sido en una película: Un hombre fuerte, de 1929, del director Henryk Szaro. Esas imágenes reforzaban la identidad nacional y reconstruían la memoria social.
En su libro, De Vita nos informa que el primer film sonoro polaco que se estrenó en la Argentina fue Varsovia a medianoche, de 1934, dirigida por Juliusz Gardan. Se proyectó en Buenos Aires en 1937 en el cine Grand Splendid. En las décadas de 1960 a 1980, las películas de ese origen fueron interesando cada vez más al público porteño porque iban mucho más allá del puro entretenimiento: a menudo, tenían resonancias metafísicas. Esa fue, y sigue siendo, una de las características de la producción llegada de Polonia: las huellas del catolicismo mariano.
Entre los films que me apasionaron en mi aún incompleta revisión del cine clásico de Polonia, menciono apenas cuatro: El junco, de Andreszej Wajda, una historia íntima en la que se luce una gran actriz, Krystyna Janda, especie de Anna Magnani rubia y polaca; Essential Killing, de Jerzy Skolimowski, de 2010, que muestra la persecución de un prófugo en un bosque nevado, con un protagonista que no es mudo, pero que no habla en toda la historia. Lentamente ese ser acosado por la naturaleza y sus congéneres se convierte en un hombre primitivo.
La tensión entre el racionalismo científico y la religiosidad es el nudo de Iluminación, de Krzysztof Zanussi, un artista que tuvo formación de físico. No quiero olvidarme de tres horas imperdibles de belleza: Faraón, del gran Jerzy Kawalerowicz, una producción sobre el poder y el amor en el Antiguo Egipto, hecha de imágenes deslumbrantes y un cuidado obsesivo en los detalles históricos.
El libro de De Vita me propone un futuro de, por lo menos, cinco meses de obras maestras. Mis ojos inflamados de fatiga y admiración ya entienden polaco.
H. B.
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