Axel Kicillof, el lawfare y el nuevo relato autoritario
Resulta deplorable que, para sustentar un criterio netamente político o ideológico, un gobernador pretenda erigirse en magistrado
La decisión del gobernador bonaerense, Axel Kicillof, de desestimar en un decreto los procesamientos judiciales que pesan sobre dos de sus funcionarios constituye un precedente nefasto: el de un mandatario que no bien asumió el cargo parece haberse puesto por encima de la Justicia al determinar por su sola voluntad cuál es el orden legal vigente y quiénes están obligados a cumplirlo y quiénes no.
En dos decretos que suscribió apenas asumió el cargo, Kicillof apeló al concepto de guerra judicial ( lawfare) para nombrar a Daniel Gollán ministro de Salud y a Cristian Girard al frente de la agencia de recaudación bonaerense ARBA. Mientras que Gollán está procesado, acusado de fraude en perjuicio de la administración pública por irregularidades en el plan Qunita, Girard se encuentra procesado en la causa conocida como dólar futuro.
Según esta particular visión de Kicillof, ambos son perseguidos judiciales, por lo que entiende que aquellos antecedentes no pesan a la hora de convertirlos en funcionarios públicos en importantes cargos. Concretamente, dicen los decretos suscriptos por el gobernador: "Dicho proceso (judicial) se encuadra bajo el concepto de lawfare, entendido como el uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación, donde se combinan acciones aparentemente legales con una amplia cobertura de prensa". Tras lo cual, concluye que esa situación "no puede implicar impedimento alguno o inhabilidad para que ningún ciudadano pueda cumplir una función pública".
El hecho de haber plasmado esas consideraciones en un decreto agudiza aún más el problema. Ya no se trata solamente de incorporar un nuevo relato, tan amañado como los que sabe hilvanar el kirchnerismo, sino de darle una entidad tan inusitada como peligrosa, pues apunta a desconocer la existencia de procesos judiciales.
Es más, es la primera vez en el sistema argentino que se dicta una disposición normativa para incorporar el lawfare como categoría jurídica. Un disparate por donde se lo analice, pero que seguramente será seguido como precedente en futuros nombramientos.
Por otra parte, era totalmente innecesario introducir el argumento del lawfare, porque si bien la ley provincial establece que no puede acceder a un puesto en el Estado quien tenga un "proceso penal pendiente o haya sido condenado en causa criminal por hecho doloso", esa misma ley establece que tal inhabilitación no se aplica a ministros, secretarios ni funcionarios políticos.
Eso lleva a pensar que no se trata de un hecho aislado, producto del capricho de un gobernante, sino de la punta de lanza de una estudiada estrategia dirigida a minar la autoridad del Poder Judicial, convirtiéndolo en un mero servicio de "administración de justicia", y a lograr la impunidad de aquellos de quienes se sospecha, con fundamento y sobradas pruebas irrefutables, que cometieron delitos y por ello están sometidos a procesos judiciales.
Estos procesos gozan de una alta valoración en la ciudadanía argentina, que tiene la esperanza de que se haga justicia y de que la política no pretenda ocupar el lugar de los magistrados.
No es novedoso que dirigentes políticos, sindicales y empresarios acusados de corrupción intenten desligarse de los delitos cometidos mostrándose como víctimas de un sistema cuyo fin último -aseguran- es perseguirlos y perjudicarlos. Hemos escuchado distintos grados de victimización, pero, hasta ahora, no habían adquirido la jerarquía que les confirió el flamante gobernador al dejarlos plasmados como justificativos en un documento oficial.
Una de las primeras dirigentes en usar el término lawfare como el principio de todos sus males judiciales fue la actual vicepresidenta de la Nación, Cristina Kirchner, procesada en una decena de causas y con múltiples pedidos de prisión preventiva. En el entendimiento y en el de su fracción política, la "guerra judicial" es culpable de que haya "presos políticos", cuando en rigor se trata -vale la pena reiterarlo- de "políticos presos" por probados hechos de corrupción.
Kicillof pareciera haberse erigido en juez de los procesos que atraviesan quienes él elige para acompañarlo en su gestión. En los fundamentos de los decretos sostiene, incluso, que tanto Gollán como Girard "han declarado bajo juramento" que se encuentran procesados "bajo una injusta persecución penal".
Si no fuera tan delicado el tema, estas manifestaciones llamarían a risa.
Resulta inesperado y absolutamente cuestionable que un mandatario interprete que es él quien debe decidir cuándo un proceso judicial es válido y cuándo no. Incluir en un decreto el concepto de lawfare no parece perseguir otra cosa que la institucionalización de un nuevo relato, sostenido en criterios políticos e ideológicos.
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