domingo, 5 de enero de 2020

LA OPINIÓN DE SERGIO BERENSZTEIN,


No es lo mismo innovar que saltar al vacío

Sergio Berensztein
La cultura política argentina ha tendido históricamente a repeler los acuerdos, que generalmente despiertan sospechas de opacidad, conspiraciones o incluso contubernios, y a privilegiar las grietas, que siempre han sido muy valoradas, a punto tal de definir (o al menos permear) identidades, valores y hasta ideologías. Tal es el caso de la UCRI y de su hijastro, el Partido Intransigente del recordado Oscar Alende (inolvidable aquel cántico de los primeros tiempos de la transición a la democracia: "Llega la patota del Doctor", con la valorización de una cultura barrabrava que invadía y se propagaba en las prácticas partidarias). Implicaba llevar al extremo la máxima de Leandro Alem ("que se rompa, pero que no se doble"). La idea de la lealtad y el verticalismo característicos del peronismo pueden verse como una derivación de ese principio de intransigencia en interpretaciones más nacionalistas y maniqueas, con conceptos como "cipayo" o "entreguismo".
La última encarnación de esta dinámica de diferenciación a ultranza que nos caracteriza (la "grieta") reconoce raíces históricas y una inercia difícil de discontinuar. Tal vez el elemento más original de esta polarización sea que fue el principal legado de la primera revuelta fiscal que experimentó nuestro país, la batalla por la resolución 125, que recobra peculiar interés como resultado de un nuevo incremento en las retenciones a toda la agroindustria. ¿Podría encaminarse la Argentina hacia un conflicto parecido dado el aumento sin precedente de la presión tributaria, en especial a los sectores medios? Nación, provincias (en especial Buenos Aires) y municipios pretenden indexar la recaudación mientras buscan desindexar el gasto. ¿Tolerará la ciudadanía este inusual apretón por parte de la mano visible del Estado?
Más allá de esa dinámica de confrontación y diferenciación discursiva extrema y permanente que escala en el submundo de las redes sociales, se identifica un conjunto nada despreciable de comunes denominadores en términos de objetivos, estilos y prácticas en la implementación de políticas públicas. Un ejemplo explícito de lo primero lo acaba de dar Fernández con esta política de ajuste que profundiza la que inició tardíamente Macri. Al margen de la pomposa retórica que expresa su nombre (ley de solidaridad y reactivación productiva), la norma que acaba de aprobar en tiempo récord el Congreso apunta a generar en 2020 un superávit fiscal primario igual o incluso superior al pactado el año pasado con el FMI.
Un estilo común a todos los gobiernos es el hiperpresidencialismo. Es cierto que se exacerba con la delegación de facultades que disponen las leyes de emergencia (a pesar de la eliminación del artículo 85). Pero la lógica de aislamiento, unilateralismo y pretendida concentración de atributos en el proceso de toma de decisiones es un rasgo que incluye a Macri y a De la Rúa. El uso y abuso de los DNU constituye una de las prácticas más habituales e institucionalmente más dañinas, puesto que elude y minimiza el imprescindible proceso de deliberación que debería darse, en especial aunque no de manera exclusiva, en el Poder Legislativo. Es justamente la ausencia de debate lo que luego explica los cambios drásticos de políticas públicas, pues se imponen mayorías contingentes a menudo a partir del desconocimiento del contenido de lo que se está votando.
Otra cuestión lamentablemente muy frecuente es la improvisación de políticas sin antecedentes que avalen su implementación ni estudios de factibilidad e impacto que permitan evaluar aunque sea someramente sus eventuales consecuencias. En el mejor de los casos se apoyan en alguna reflexión o inducción de orden teórico o conceptual, pero no están sometidas a exámenes mínimamente rigurosos desde el punto de vista cualitativo ni cuantitativo. Los ejemplos abundan, pero el último caso notable acaba de ser planteado por Sergio Berni, flamante ministro de Seguridad de la provincia de Buenos Aires, que propuso no solo legalizar el cannabis (algo que si bien es polémico al menos tiene profusos precedentes), sino también otras drogas mucho más dañinas. De avanzar con este proyecto, se trataría de un verdadero salto al vacío: no existen países que hayan liberado el consumo de cocaína, anfetaminas u otras drogas de diseño cuyas consecuencias desastrosas para la salud pública están más que probadas.
La primera gran pregunta que debemos hacernos es cuáles serían los beneficios de avanzar con una legalización masiva de drogas. ¿Acaso servirá para disminuir el consumo o para bajar los niveles de violencia? ¿O, simplemente, se trata de pretender regular (¿o impulsar?) un mercado que mueve mucho dinero para, en consecuencia, cobrar más impuestos?
Por la mala regulación y la presión fiscal, la informalidad en la Argentina supera el tercio de su PBI. Se trata de un enorme volumen de operaciones en efectivo, de un elevado número de trabajadores fuera del sistema, de compra y venta de productos y servicios sin que medie ningún documento fiscal. Hasta en los bienes registrables, como es el caso de las propiedades, se declaran valores diferentes de los reales para evadir cargas impositivas. ¿Un Estado incapaz de controlar todo eso podría realizar un seguimiento efectivo de los procesos relacionados con la producción, la distribución y el comercio de estupefacientes? ¿A qué se dedicarían las redes de crimen organizado especializadas en estos y en otros negocios ilegales, como el tráfico de armas y personas y el lavado de dinero?
Esto generaría un sinnúmero de problemas prácticos. Convertidos en el único país del mundo en despenalizar todas las drogas, ¿cómo haríamos para traer insumos al país sin violar acuerdos internacionales en esta materia, que el país ha suscripto? ¿Acaso habría una sustitución masiva y aggiornada de importaciones, como ha sugerido el Gobierno? Otro gran dilema es qué hacer con el dinero producido por este negocio, pues el sistema financiero formal está sometido a estrictas regulaciones globales que impiden canalizar esa clase de recursos. Por otro lado, se trata de un gobierno que define la cuestión del aborto como un problema de salud pública. ¿Habrá calculado cuál sería en ese sentido el impacto y el costo de facilitar el acceso a estupefacientes a toda la población?
Siempre es sano promover el debate de ideas y sacudir el avispero con propuestas innovadoras, en particular cuando se trata de áreas de política pública como la lucha contra el narcotráfico, en la que, a pesar de algunos avances evidentes registrados en los últimos años, la experiencia internacional sugiere que no existen recetas infalibles. Pero debe tenerse especial cuidado con volver a esa tradicional dinámica de improvisación, con externalidades potencialmente muy negativas para el conjunto de la sociedad.

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