viernes, 10 de enero de 2020

LAS SALINAS


La laguna de 5000 hectáreas que muta en sal y sorprende en el sur bonaerense
La diáfana y rosada salina de 5000 hectáreas, en una depresión a 40 metros por debajo del nivel del mar
SALINAS CHICAS.– Las Salinas Chicas están a casi 800 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, en el partido bonaerense de Villarino, pero a menos de 50 de La Pampa y a 80 de Río Negro, en el sur de un territorio donde se mezclan el monte, el desierto pampeano y la estepa patagónica. Son tierras secanas; el agua es un bien preciado, y el suelo agrietado y los caminos polvorientos pintan una postal común.

“Es un ambiente hostil, el sol no te perdona”, advierte Juan Manuel Hitce, propietario de la fábrica de sal La Aurora, a un costado de la diáfana y rosácea salina de 5000 hectáreas donde cosechan dos veces al año hasta un total de 300.000 toneladas de sal, que extraen y procesan para abastecer a diferentes industrias: químicas, alimenticias y hasta bélicas. “La sal está presente en gran parte de los cosas que nos rodean”, aclara quien pasó desde pequeño sus días entre monumentales icebergs de sal.
Hitce tiene 41 años y su familia está presente en la salina desde 1938. El lugar es una postal de otro planeta. Hundida en una depresión situada a 40 metros debajo del nivel del mar, de septiembre a fin de año la salina presenta un color irreal tornasolado, que recuerda al nácar de las conchas marinas.

“Es la salmuera, esperamos que se seque y comenzamos a cosechar”, comenta Juan Manuel. El proceso de extracción de la sal depende del régimen de lluvias. El agua forma una capa de algunos centímetros que con los días se va secando; en algunos rincones de la salina se debe caminar con botas especiales, resistentes a la corrosión de la sal.
Las máquinas cosechadoras parecen pequeños trenes corroídos por la sal; se mueven lentamente hasta el sector de la salina en donde se realiza la cosecha. Algunas de estas máquinas tienen cincuenta años y siguen en actividad. Los motores deben estar preparados para estar encendidos durante un mes, que es el tiempo promedio que demanda una cosecha. “Antes la sal era llevada a la planta en mulas”, advierte Hitce.
La cosecha se espera con mucha ansiedad. “Es gloriosa”, dirá el responsable de La Aurora, recordando la primera en la que participó cuando tenía diez años. La laguna (así llaman a la salina, y a ciencia cierta lo es) se debe secar. Luego de que la salmuera se solidifique, se pasa un rastrillo que va cortando la sal, “la va peinando”.

El segundo paso es ir acordonando la sal en largas filas de pequeñas parvas, que la dejan preparada para que las máquinas cosechadoras la levanten y las depositen en camiones que la trasladan hasta la fábrica, que funciona a menos de un kilómetro.
Todos los trabajadores están protegidos por anteojos negros y pantalla solar para la piel, que intentan cubrir con cuellos de tela. “Sin anteojos, podés sufrir heridas en los ojos”, cuenta Chepo –se lo conoce así–, quien hace más de cincuenta años que está trabajando en la salina. “La sal pasa a formar parte de tu vida. Para otra persona, es un lugar infernal, pero para mí, la salina es mi casa. Te acostumbrás a no poder ver”, resume el hombre, de piel arrugada, oscura y curtida, que no quiere decir su edad.
“Podemos tener hasta dos cosechas al año. Este año llovieron apenas 265 milímetros, cuando lo normal es 500”, dice Hitce, en referencia a la época de escasez de agua que atraviesa toda la región. “A nosotros nos sirve que llueva menos para que la poca agua que entre se convierta en sal”, afirma. Es lo que está pasando este año.

Cuando la sal llega a la planta, las opciones son dejarla tal cual está o lavarla y someterla a diversos procesos. Hay industrias que la usan en estado puro. “La industria pesquera de Mar del Plata necesita una sal común, sin procesamiento”, comenta Hitce. La sal que llega directamente de la salina se fracciona en bolsas de 25 y 50 kilos, se paletiza y va a la costa. “La anchoa se cocina en sal, se usa toda para la anchoa”, explica.
También tienen como clientes a las curtiembres. Durante el proceso
Juan Manuel Hitce propietario la aurora
“La sal está presente en gran parte de los cosas que nos rodean. La lavandina y el cloro se hacen con sal, agua y electricidad, en distintas proporciones”
Chepo empleado
“La sal pasa a formar parte de tu vida. Para otra persona, es un lugar infernal, pero para mí la salina es mi casa. Te acostumbrás a no poder ver”
En tratamiento del cuero, se usa sal pura. La sal que resta se lava.
La lavadora de sal usa un mecanismo simple, como todo en esta industria. Se van llenando dos grandes tolvas que trituran los bloques de sal que llegan de la salina, recién cosechada. Recibe una mezcla de agua dulce y salobre. Y así la sal, que llega con algunas –muy pocas– impurezas, las pierde en esta instancia del proceso. Luego se traslada por una cinta y cae hasta formar parvas de hasta cinco metros de altura; palas mecánicas van llevando esta sal lavada a otro sector donde se apila hasta constituir los denominados icebergs de sal, inmensos bloques salinos de hasta 15 metros de altura. Es imposible mirarlos sin protección. Las tolvas se llenan cada veinte minutos, es un trabajo que comienza a las 7 y termina a las 16.

Existen muchas clases de sales que se hacen a partir de la lavada. Las industrias que requieren la sal de este tipo son la química, para hacer cloro, lavandina y soda cáustica. “Con esta sal se hace el bicarbonato de sodio. También se usa para blanquear papel”, afirma Juan Manuel. Ahí es donde se ve la presencia de la sal en elementos de uso común: “La lavandina y el cloro se hacen con sal, agua y electricidad, en distintas proporciones”, explica.
La sal lavada también pasa a una etapa de más refinamiento, el centrifugado. “Como si fuera un enorme secarropas, a la sal lavada se la somete a movimientos centrífugos con calor. De esta manera pierde humedad”, describe. La sal centrifugada se usa para la industria textil; es considerada una de las sales secas, con hasta 3% de humedad, contra el 5% a 6% de la sal lavada.
Entre las secas, hay cuatro grupos: la gruesa, la entrefina, la fina y la impalpable. Los usos de la última demuestran hasta qué punto está presente este elemento químico natural en el mundo actual. “La impalpable se usa para el maní japonés, pero también para hacer pólvora”, sostiene Hitce.
La historia de la salina arranca en 1903, cuando Bernardo Graciarena se instaló en la región, al comprar una gran porción de tierra, incluidas las Salinas Chicas. Comenzó la explotación con métodos muy arcaicos y hacia fines de ese año se realizó la primera cosecha. La sal se cosechaba con pala y se embolsaba
in situ. Una larga fila de mulas luego llevaba la sal hasta la fábrica. En 1910, se hizo un tendido ferroviario de ocho kilómetros que unía la salina con Nicolás Levalle –la estación y población más cercana– y de allí iba a la ciudad de Buenos Aires.
 La sal se trasladaba sobre rieles. En 1950, la producción se mecanizó y el método de extracción no ha cambiado hasta nuestros días.
La sal tuvo una inmensa importancia a mediados del siglo XIX y las primeras décadas del XX con los saladeros. “Había un pueblo alrededor de la fábrica”, recuerda Diego Barmansche, quien trabaja en la planta. Su abuelo, su padre, su hermana y sus tías trabajaron en la salina. “Había alrededor de 40 familias viviendo acá, hasta se construyó una escuela, a la que fuimos todos”, afirma.
“Las fiestas de fin de año eran multitudinarias, éramos una gran familia”, confiesa. Entonces toda la actividad laboral y familiar pasaba alrededor de la salina y la fábrica. “No era común que la gente tuviera autos y no salíamos mucho. Dos veces a la semana venía un colectivo que nos llevaba a Médanos (a
20 kilómetros), íbamos con mi madre a hacer compras, era nuestra única salida”, rememora. Hoy, los 80 empleados de la fábrica tienen auto y todos viven en esa ciudad o en Nicolás Levalle; algunos vienen desde Bahía Blanca, a menos de 100 kilómetros.
Un estudio determinó que las Salinas Chicas estarán produciendo sal por 5000 años. La cosecha hermana a todos: área directiva y empleados se encuentran en la salina, a la que se llega con viejos tractores. “Tratamos de tener stock para dos años, por si nos agarra una época lluviosa”, acuerda Hitce.
La sal no se degrada ni pierde ninguna de sus propiedades con el paso del tiempo. “Saber que tenemos sal nos tranquiliza”, resume Barmansche.

L. V.

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