domingo, 19 de enero de 2020
MANUSCRITO,
Ciegos, mudos, mancos
En la esquina de mi casa la gente cruza sin mirar el semáforo. En verdad no es en la esquina de mi casa, es a una cuadra, pero es cierto que no miran. Llegan al cordón y no frenan y siguen de largo y pasan y a veces incluso se enojan si un colectivero les toca bocina para marcar el error. Recuerdo esa noche en que viajábamos en auto con Ezequiel y doblamos y un chico cruzó sin mirar y yo me indigné y le grité que abriera los ojos y él me insultó como si tuviera razón. Cruzó en rojo e insistió. Me ordenó que me callara. A mí, que tenía verde.
La falta de atención de la gente de mi barrio es algo en lo que pienso hace tiempo, por estas cosas, por otras cosas, por tantas cosas, pero más desde un martes cuando casi atropellan a un hombre que cruzó sin siquiera ver y yo me asusté. Por el ruido de las ruedas al frenar, un chirrido de quirófano que parecía tener la intención de partir en dos la tarde, y por la posibilidad de ver un muerto. Nunca vi un muerto salvo en velorios y me gusta ver muertos solo si lo decido. Pero de regreso con el semáforo y en busca de razones hace rato ya que tengo ideas y una de ellas es que la gente no mira. El semáforo es nuevo, pero tampoco tanto. Debe tener dos años. Y las personas de mi barrio, porque muchos de los que cruzan son vecinos, los reconozco, no lo notaron. Clavaron un palo amarillo de casi dos metros con luces de colores y no lo vieron.
Y como la vista es uno de los cinco sentidos me puse a pensar en la boca, pero no en el gusto, sino en el habla, y me acordé de una amiga del trabajo, que hace años me dijo un mediodía en una redacción mientras filosofábamos quién sabe sobre qué cosa: "Dentro de poco ni vamos a hablar". No sé si lo dijo exactamente así pero sí que lo dijo mientras discutíamos sobre las aplicaciones para pedir comida, que reemplazaron a las llamadas por teléfono. Y sentí miedo. No quiero no charlar más. No quiero dejar de hablar por teléfono. Hace días con Ezequiel nos quejamos porque cada vez pagamos más caro el servicio de cable, que incluye internet y teléfono, y él me preguntó para qué seguir con la línea y yo le puse una excusa laboral pero no es eso. Es más profundo. Es nostalgia. No quiero perder el número de casa. Para mí el teléfono es un medio para un fin y son las horas que pasaba charlando con mi mejor amiga de la primaria, es la casa de mi abuela María Elena, con la galería, los vidrios de colores, el galpón de chapa. Para mí el teléfono es aquel negro y de bronce de la quinta de Glew en la que pasábamos los domingos con mis primos y mi abuela Iris, que hacía sonar una campana cuando el almuerzo estaba listo.
Y mirar y hablar me llevó a escribir. Eso y lo que me contó hace unas semanas un compañero del taller de periodismo que hago hace seis años. Estábamos en la terraza de un centro cultural de Colegiales. Estábamos todos porque despedíamos el año y entonces explicó que tiene un chat de WhatsApp en el que no escribe. Solo se comunica con memes. Yo no quiero dejar de escribir. ¿Será que mi letra manuscrita a las apuradas tendrá el mismo fin que las clases de caligrafía de mi abuela? Recuerdo el orgullo que sentía cuando me mostraba esos cuadernos y pienso en esa maldita y repetida costumbre de sentir que lo viejo es mejor. Yo escribo con la misma pulsión que me lleva los sábados a terapia. Escribo porque pienso. Porque quiero entender. Porque pienso que así entiendo. Porque no saber me angustia y porque así aplaco la angustia de saber tanto.
El argentino Roberto Arlt escribió varios cuentos, cuatro novelas, muchas obras de teatro y una columna todos los días en el periódico El Mundo. Desde 1928 hasta 1942. Sus "Aguafuertes". Cada vez salía a la calle a caminar la ciudad, a buscar, a pensar qué decir. Miraba lo que fuera, lo más chico, lo que no se veía. Hablaba con quien debía. Reaccionaba. Criticaba políticas, costumbres, clases sociales. La tradición. La moda. Denunciaba reglas. Jamás se quedó sin tema. Incluso cuando pensó que no tenía qué decir dijo. Qué bestia. Qué envidia.
D. C.
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