El cortejo del señor león
Angela Carter
Tras la ventana de la cocina, el seto refulgía como si la nieve tuviera luz propia; una palidez sobrenatural, reflejada, impregnaba el paisaje invernal mientras el cielo iba adquiriendo los tonos de la noche y los suaves copos seguían cayendo. La encantadora chica, cuya piel poseía la misma luz interna, como si ella también estuviera hecha de nieve, interrumpió sus tareas en la humilde cocina para mirar el camino rural; nada había pasado por allí en todo el día; el camino seguía tan blanco e inmaculado como un carrete desenrollado de satén nupcial.
«Padre dijo que llegaría a casa antes del anochecer».
La nieve ha cortado las líneas telefónicas. no podría haber llamado en ningún caso, ni siquiera para dar la mejor de las noticias.
«Los caminos están mal. Espero que se encuentre bien».
Pero el viejo y anquilosado coche se paró; no se movía un milímetro; el motor rugió, tosió y murió, y él estaba lejos de casa. Arruinado, una vez; y arruinado, otra, como había sabido por sus abogados esa misma mañana. Al final del largo y prolongado intento por recuperar su fortuna, se había vaciado los bolsillos en busca de dinero para la gasolina que lo debía llevar a casa. Y no quedó suficiente ni para comprar a su niñita, su Bella, su mascota, la rosa blanca que le había pedido; el único regalo que quería, fueran como fueran las cosas, por muy rico que volviera a ser. Había pedido muy poco, y ni eso le podía dar. Maldijo el coche inútil, la última gota que había colmado su espíritu. Pero no podía hacer nada, salvo cerrarse el abrigo de piel de borrego, abandonar el cacharro de metal, seguir a pie por la carretera cubierta de nieve y buscar ayuda.
Detrás de unas puertas de hierro forjado, un corto y nevado camino ejecutaba una floritura reticente ante una perfecta casa manierista en miniatura que parecía ocultarse tímidamente bajo las faldas de un viejo ciprés. Casi era de noche; la casa, de una elegancia dulce y melancólica, habría parecido vacía de no haber sido por la luz que brillaba en una de las ventanas de la planta superior, tan débil que habría pasado por el reflejo de una estrella, si alguna estrella hubiera podido penetrar en la nevada, ahora más copiosa. Helado hasta los huesos, retiró el pasador de las puertas y vio, con una punzada, que en el espectro marchito de una maraña de espinas aún se aferraban los restos ajados de una rosa blanca.
La puerta resonó con un estruendo a su espalda; con demasiado estruendo. Durante un momento, aquel sonido vibrante pareció tan definitivo, enfático y de mal agüero como si la puerta, ya cerrada, impidiera definitivamente el paso al mundo de todo lo que estuviera en aquel jardín tapiado, invernal. Y, en la distancia, aunque no supo cuánta distancia, sonó lo más singular que había oído jamás: un gran rugido, como de un depredador.
Demasiado necesitado como para dejarse intimidar, se puso en guardia y se plantó ante la puerta de caoba. La aldaba tenía forma de cabeza de león, con una anilla en la nariz; cuando llevó la mano hacia ella, se dio cuenta de que la cabeza no estaba hecha de latón, como había pensado en primera instancia, sino de oro macizo. Pero, antes de poder anunciar su presencia, la puerta se abrió silenciosamente sobre sus bien engrasadas bisagras y vio un vestíbulo blanco donde las velas de una enorme lámpara de araña proyectaban una luz benigna sobre una cantidad tan grande de flores, metidas en jarrones de cristal, que tuvo la impresión de que la propia primavera lo arrastraba a su calor con una aspiración profunda de aire perfumado. Sin embargo, no había nadie en el vestíbulo.
La puerta se cerró tras él tan silenciosamente como se había abierto. Esta vez, no sintió temor; aunque supo, por la penetrante atmósfera de suspensión de la realidad que allí reinaba, que había entrado en un lugar de privilegio donde las leyes del mundo que conocía no se aplicaban necesariamente. Al fin y al cabo, los muy ricos son, con frecuencia, muy excéntricos; y aquella casa era claramente la casa de un hombre extraordinariamente rico.
Como nadie apareció para ayudarlo con el abrigo, se lo quitó el mismo. Al quitárselo, los cristales de la lámpara tintinearon un poco, como en una risita satisfecha, y la puerta de un ropero se abrió por iniciativa propia. Pero en el ropero no había ni una sola prenda; ni siquiera el habitual impermeable de jardín de las casas de campo, para sumarse a su abrigo, también de campo.
Sin embargo, cuando volvió a salir al vestíbulo, recibió al fin un saludo: en la alfombra del corredor, con la cabeza inteligentemente levantada, había un spaniel inglés de color granate y negro. El hecho de que el perro, una hembra, llevara una gargantilla de diamantes en lugar de un collar, le dio una nueva y reconfortante prueba de la excentricidad y la riqueza de su oculto anfitrión.
El perro se levantó en gesto de bienvenida y lo condujo diligentemente (¡qué divertido!) hasta un pequeño y acogedor despacho revestido de cuero, que se encontraba en la primera planta. Alguien había acercado una mesa baja a un crepitante fuego de leña. Sobre la mesa, una bandeja de plata; en el cuello de la licorera de whisky, una etiqueta de plata con la leyenda: «Bébeme» y, en la tapa del plato de plata, una exhortación grababa con letra fluida: «Cómeme». El plato contenía sándwiches de grandes trozos de rosbif, aún sangriento.
Se tomó lo primero con soda, y lo segundo con una mostaza excelente y meticulosamente servida en una vasija de gres. Cuando la hembra de spaniel vio que ya se había servido, salió del despacho y volvió a sus asuntos.
Todo lo que le faltaba al padre de la Bella para estar enteramente cómodo era lo que encontró en un recoveco acortinado, un teléfono; y no sólo un teléfono, sino también la tarjeta de un taller mecánico que se anunciaba abierto las veinticuatro horas del día. Un par de llamadas más tarde, le confirmaron —gracias a Dios— que no habría mucho problema, excepción hecha de la antigüedad del coche y del clima. ¿Podía pasar a recoger el coche una hora después, en el pueblo? Se le facilitaron las indicaciones que necesitaba para llegar a la localidad, que sólo se encontraba a un kilómetro de distancia, en un nuevo tono de respeto, una vez que describió la casa desde la que estaba llamando.
Y se sintió desconcertado dada su precaria situación económica, pero también aliviado, cuando supo que la factura se le enviaría a su hospitalario aunque ausente anfitrión. «No se preocupe», dijo el mecánico; era la costumbre del señor de la casa.
Se sirvió otro whisky mientras intentaba en vano llamar a su Bella e informarle de que llegaría tarde. La línea se había cortado otra vez, aunque el cielo se había despejado milagrosamente con la salida de la luna y ahora, tras las cortinas de terciopelo, se revelaba un paisaje como de marfil con incrustaciones de plata.
Entonces, reapareció el spaniel. Llevaba su sombrero cuidadosamente en las fauces y movía el rabo con gracia, como para decirle que había llegado el momento de marcharse, que la mágica hospitalidad había terminado. Cuando la puerta se cerró a su espalda, vio que los ojos del león eran de ágatas.
Grandes coronas de nieve se sostenían ahora en los rosales, precariamente; y al rozar un tallo de camino a la salida, una capa helada cayó al suelo y reveló, como si un milagro la hubiera preservado, una última, solitaria y perfecta rosa que bien podía ser la última rosa de todo el blanco invierno, y de una fragancia tan intensa y no obstante delicada, que parecía flotar como un dulcémele en el helado aire.
¿Cómo podía su anfitrión, tan amable, tan misterioso, negar su regalo a la Bella?
Ya no distante, sino muy cercano, tan mediato como aquella puerta de caoba, se alzó un furioso y potente rugido. El jardín pareció contener el aliento con temor. Pero, a pesar de ello, porque amaba a su hija, el padre de la Bella robó la rosa.
En ese instante, todas las ventanas de la casa se encendieron con una luz febril, y un aullido sinfónico, de manada de leones, presentó a su anfitrión.
Siempre hay dignidad en una mole; una seguridad, una cualidad de ser más, per se, que la mayoría de nosotros. Y el ser que ahora se encaraba con el padre de la Bella le pareció a éste, en su desconcierto, más vasto que la casa que poseía; pesado pero veloz.
La luz de la luna brilló en su enorme melena, en los ojos verde ágata, en los pelos dorados de las grandes garras que lo agarraron por los hombros de tal forma que las uñas desgarraron el abrigo de borrego mientras lo sacudían como un niño enfadado habría sacudido una muñeca.
La aparición leonina impresionó al padre de la Bella hasta que los dientes le empezaron a castañetear, momento en el cual lo soltó y lo dejó de rodillas. Entonces, la hembra de spaniel salió por la puerta y se puso a bailar a su alrededor, ladrando distraídamente, como una dama en cuya fiesta nocturna se hubieran intercambiado algunos puñetazos.
—Mi buen amigo… —tartamudeó el padre de la Bella, sin conseguir más réplica que un rugido renovado.
—¿Buen amigo? ¡no soy un buen amigo! ¡soy la Bestia y me llamarás Bestia mientras yo te llamo Ladrón!
—¡Perdóname por haber robado en tu jardín, Bestia!
Cabeza de león; melena y garras de león; se sostenía sobre sus cuartos traseros como un león enfadado y, sin embargo, llevaba una chaqueta de esmoquin de brocado rojo mate y era el dueño de aquella casa encantadora y de las colinas bajas entre las que se elevaba.
—Era para mi hija —continuó el padre de la Bella—. Todo lo que quería, de todo lo que hay en el mundo, era una rosa blanca y perfecta.
La Bestia le arrancó sin contemplaciones la fotografía que sacó de la cartera y la inspeccionó, primero bruscamente y, después, con una extraña clase de asombro, casi el principio de una conjetura. La cámara había captado una expresión que la Bella tenía a veces, de dulzura y gravedad absolutas, como si sus ojos perforaran las apariencias y vieran el alma de los demás. Cuando le devolvió la fotografía, la Bestia tuvo mucho cuidado de no arañar la superficie con las uñas.
—Llévate entonces la rosa, pero trae a tu hija a cenar —gruñó.
¿Qué otra cosa podía hacer?
Aunque su padre le había informado sobre la naturaleza del ser que la esperaba, la Bella no pudo evitar un estremecimiento instintivo de miedo cuando lo vio, porque un león es un león y un hombre es un hombre y, a pesar de que los leones son mucho más hermosos que nosotros, pertenecen a un orden distinto de belleza y, además, no nos tienen el menor respeto. ¿Por qué habrían de tenerlo?
Pero los seres salvajes sienten un temor más racional hacia nosotros que nosotros hacia ellos, y el fondo aparentemente triste de aquellos ojos de ágata, que parecían casi ciegos, como si estuvieran cansados de ver, le llegó al corazón.
La Bestia se sentó impasible, como un mascarón de proa, a la cabeza de la mesa. El salón era de estilo reina Ana, con tapices, una piedra preciosa. Al margen de una sopa aromática que se mantuvo caliente sobre una lamparita de alcohol, la comida, aunque exquisita, estaba fría: ave fría, soufflé frío, queso. Pidió al padre de la Bella que se sirviera en el bufé, pero él no comió nada. Admitió de mala gana lo que ella ya había adivinado, que le desagradaban los sirvientes porque una presencia humana constante habría sido un recordatorio demasiado amargo de su otredad; pero la hembra de spaniel permaneció a sus pies durante la cena, levantándose de vez en cuando para asegurarse de que todo estaba en orden.
Qué extraño era. La apabullante diferencia que había entre él y ella se le hizo casi intolerable; su presencia la asfixiaba. Notaba una especie de presión pesada y sorda en la casa, como si estuviera bajo el agua, y cuando vio las grandes garras apoyadas en los brazos de la silla, pensó: «son la muerte de todo tierno herbívoro». Y como tal se sintió, la señorita cordero, impecable, expiatoria.
Sin embargo, se quedó y sonrió porque su padre así lo quería y, cuando la Bestia le dijo que apoyaría la apelación judicial de su padre, ella sonrió tanto con la boca como con los ojos. Pero luego, cuando ya disfrutaban de unas copas de brandy, la Bestia habló con su difuso y profundo ronroneo y sugirió con un fondo tímido, de miedo a la negativa, que permaneciera allí, con él, cómodamente, mientras su padre volvía a Londres a romper lanzas legales, y ella tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír. En ese momento, supo con una punzada de pavor que eso y su visita a la Bestia eran, por algún tipo de mágica reciprocidad, el precio de la buena fortuna de su padre.
No penséis que la Bella carecía de voluntad propia; sólo estaba poseída hasta un extremo inusitado por su sentido de la responsabilidad y, además, habría ido hasta los confines de la tierra por su padre, al que amaba profundamente.
La habitación de la Bella contenía una maravillosa cama de cristal; había un cuarto de baño, con toallas anchas como el vellón y frascos de suaves ungüentos, y una salita para ella sola, de papel pintado antiguo, con estampas de chinos y aves del paraíso, donde vio libros preciosos, fotografías y flores cultivadas por jardineros invisibles en los invernaderos de la Bestia. A la mañana siguiente, su padre le dio un beso y se fue con una confianza en sí mismo tan renovada que ella se alegró; aunque, al mismo tiempo, sintió añoranza del desvencijado hogar de su pobreza. El desacostumbrado lujo que la rodeaba le resultó doloroso, porque no daba placer a su dueño y porque ese mismo dueño estuvo ausente todo el día, como si, en una curiosa inversión de los hechos, ahora fuera ella quien le diese miedo a él. Pero la hembra de spaniel apareció y se sentó a su lado para hacerle compañía. Esta vez, la spaniel llevaba una elegante gargantilla de turquesas.
¿Quién preparaba las comidas? Soledad de la Bestia. En todo el tiempo que la Bella estuvo allí, no vio prueba alguna de otra presencia humana; pero las bandejas aparecieron en el montaplatos de la salita, detrás de unas puertas de caoba. La cena consistió en huevos benedictinos y ternera a la parrilla, que comió mientras hojeaba un libro que había encontrado en una estantería giratoria de palisandro, una colección de finos y gentiles cuentos franceses sobre gatos blancos que se transformaban en princesas y hadas que eran pájaros. Luego, arrancó unas cuantas uvas del racimo de moscatel servido como postre y se sorprendió con un bostezo; descubrió que se aburría.
Entonces, la spaniel le mordió las faldas con su boca de terciopelo y le dio un firme pero delicado tirón. La Bella permitió que el animal le abriera camino hasta el despacho donde había estado su padre y, allí, para su bien disimulada consternación, encontró al señor de la casa, sentado ante el fuego con un servicio de café junto a su codo, del que ella se tuvo que servir.
La voz parecía surgir de una caverna llena de ecos, un oscuro y suave gruñido profundo; tras el día de ociosidad color pastel que había pasado la Bella, ¿cómo podía conversar con el dueño de una voz que parecía un instrumento creado para inspirar el terror que llevan consigo los acordes de los grandes órganos? Fascinada, casi sobrecogida, contempló los destellos del fuego en los mechones dorados de su melena; lo irradiaban como con una especie de halo, y ella pensó en la primera gran bestia del Apocalipsis, el león alado del Evangelio según san Marcos. La intención de iniciar una conversación trivial se convirtió en polvo en su boca; las conversaciones triviales nunca habían sido el fuerte de la Bella, ni siquiera en las mejores circunstancias, y tenía poca práctica al respecto. Pero él, dubitativo, como si se sintiera intimidado por la joven que daba la impresión de haber sido tallada en una perla, se interesó por el proceso judicial de su padre, por su madre muerta y por lo que había ocurrido para que ellos, que habían sido tan ricos, terminaran siendo tan pobres. Se obligó a vencer su timidez, que era la de una criatura salvaje y, con ello, ella logró vencer la suya… hasta tal punto que pronto se encontró charlando con él como si se conocieran de toda la vida. Cuando el pequeño Cupido del reloj dorado de la repisa golpeó su pandereta en miniatura, se quedó asombrada al percatarse de que había sonado doce veces.
—¡Qué tarde es! —dijo él—. seguro que querrás dormir.
Los dos se quedaron en silencio, como si la rara pareja fuera súbita y abochornadamente consciente de que estaban juntos y solos en aquella habitación, en las profundidades de la noche invernal. La Bella ya se disponía a levantarse cuando él se arrojó a sus pies y apoyó la cabeza en su regazo. Ella se quedó inmóvil, paralizada; sintió su aliento cálido en los dedos, los suaves pelos de su hocico en la piel, el áspero roce de su lengua y, entonces, con una riada de piedad, lo comprendió: sólo le estaba besando las manos.
La Bestia echó la cabeza hacia atrás y la miró con sus ojos verdes, inescrutables, en los que ella vio su rostro dos veces reflejado, tan pequeño como si estuviera en capullo. Entonces, sin pronunciar una palabra más, él salió del despacho y ella vio, con una sorpresa indescriptible, que caminaba a cuatro patas.
Al día siguiente, durante todo el día, las colinas donde aún se asentaba la nieve albergaron los ecos del sordo rugido de la Bestia.
—¿Ha ido tu amo de cacería? —preguntó la Bella a la spaniel. Pero la hembra de spaniel gruñó casi malhumorada, como queriendo decir que, aun en el caso de que hubiera podido contestar, no habría contestado.
La Bella mataba el tiempo en su dormitorio, leyendo o, quizás, haciendo bordados con el bastidor y la caja de sedas de colores que habían puesto a su disposición. O, bien abrigada, deambulaba por el jardín tapiado entre rosas peladas, con la spaniel pisándole los talones, y pasaba un poco el rastrillo o cambiaba algunas cosas. Un tiempo de ocio y descanso; unas vacaciones. El hechizo de aquel luminoso, triste y bonito lugar la envolvía, y descubrió que, contra sus propios pronósticos, era feliz allí. Ya no sentía la menor aprensión en sus entrevistas nocturnas con la Bestia. Las leyes naturales del mundo habían quedado en suspenso en esa casa, donde un ejército invisible cuidaba tiernamente de ella y donde podía hablar con el león, bajo el paciente alcahuetazgo de la perra de ojos marrones, sobre la naturaleza de la luna y su luz prestada, sobre las estrellas y las sustancias que las formaban, sobre las variables transformaciones del clima. Pero la rareza de él le seguía causando escalofríos y, cuando se postraba impotentemente ante ella para besarle las manos, como hacía cada noche antes de partir, la Bella se encerraba en sí misma con nerviosismo, estremecida por su contacto. El teléfono sonó, para ella. Era su padre. ¡Grandes noticias! La Bestia hundió la gran cabeza entre las garras.
—¿Volverás conmigo? Me sentiré muy solo sin ti. su afecto la emocionó tanto que la llevó casi al borde de las lágrimas. El corazón la empujó a besar su enmarañada melena; pero, a pesar de extender un brazo hacia él, era tan distinto a ella que no fue capaz de tocarlo.
—Pero sí —dijo; volveré. Pronto, antes de que el invierno termine.
—Luego llegó el taxi y se la llevó.
Nunca se está a merced de los elementos en Londres, donde el apiñado calor de humanidad derrite la nieve antes de que ésta tenga ocasión de asentarse; y el padre de la Bella volvía a ser muy rico, porque los hirsutos abogados de su amigo llevaban sus asuntos tan bien que su crédito les proporcionaba sólo lo mejor. Un hotel resplandeciente, la ópera, teatros, todo un vestuario nuevo para su amada hija, que así podía ir de su brazo a fiestas, recepciones, restaurantes. La vida era lo que ella no había conocido, porque su padre se había arruinado antes de que su madre falleciera en el parto.
ANGELA CARTER
Aunque la Bestia era el origen de aquella prosperidad nueva y hablaban de él con frecuencia, ahora estaban tan lejos del hechizo eterno de la casa que ésta parecía tener la calidad radiante y finita de un sueño; y la propia Bestia, tan monstruosa, tan benigna, parecía una especie de espíritu de la buena suerte que les había sonreído y los había dejado ir. Ella le envió flores, rosas blancas a cambio de las que él le había regalado; y cuando salió de la floristería, experimentó una súbita sensación de libertad perfecta, como si acabara de escapar de un peligro desconocido, como si hubiera sufrido el rasguño de la posibilidad de un cambio y, al final, se hubiera descubierto intacta.
Con aquella euforia, también llegó un vacío desolador. Pero su padre la esperaba en el hotel; había planeado una deliciosa expedición para comprarle pieles, y ella estaba tan ansiosa ante la perspectiva como lo habría estado cualquier joven. Puesto que las flores de la tienda eran las mismas todo el año, no hubo nada en el escaparate que la pudiera avisar de que el invierno casi había terminado.
Ya era tarde cuando la Bella volvió de cenar, después de haber estado en el teatro. Se quitó los pendientes delante del espejo y se sonrió a sí misma con satisfacción. Al final de su adolescencia, estaba aprendiendo a ser una niña mimada, y su piel nacarada se estaba hinchando un poquito con la buena vida y los halagos. Un principio de introspección empezaba a transformar las líneas alrededor de su boca, marcas de la personalidad, y su dulzura y su reserva le podían dar un toque petulante cuando las cosas no salían como ella quería. No se podía afirmar que su frescura se estuviera apagando, pero en aquella época se sonreía demasiado a menudo en los espejos y la cara que le devolvía la sonrisa no era ya la misma que había visto reflejada en los ojos de la Bestia. En lugar de belleza, su cara estaba adquiriendo el barniz de lindeza imbatible que caracteriza a algunos gatos caros, exquisitos, consentidos.
Desde el cercano parque, a través de las ventanas abiertas, llegó un soplo de suave brisa primaveral. Ella no supo por qué; pero, al sentirlo, le dieron ganas de llorar.
De repente, se oyó un ruido insistente, como de arañazos de garras, en la puerta. Su trance ante el espejo se vio interrumpido y, de repente, lo recordó todo perfectamente. La primavera había llegado y ella había roto su promesa. ¡La Bestia había ido a buscarla en persona! Primero, tuvo miedo de su ira y, después, misteriosamente dichosa, corrió a abrir. Pero fue la perra de motas granates y blancas quien se lanzó a los brazos de la joven en una ráfaga de pequeños ladridos y bruscos susurros, de quejidos y alivio.
Pero ¿dónde estaba el bien cepillado y enjoyado animal que se sentaba junto a su bastidor para bordados, en la salita de paredes decoradas con aves del paraíso? Las orejas de la hembra de spaniel estaban llenas de barro y su pelo, enmarañado y cubierto de polvo. Tenía la delgadez propia de un perro que ha caminado largo y tendido y, si no hubiera sido un perro, habría estado llorando.
Tras el arrobado saludo, la spaniel no esperó a que pidiera agua y comida para ella; mordió el dobladillo de su vestido de chifón, gimió y tiró. Luego, giró la cabeza hacia atrás, aulló y volvió a gemir y a tirar.
Había un tren lento a última hora que la podía llevar a la estación de la que había partido tres meses antes, en dirección a Londres. La Bella garabateó una nota para su padre y se echó un abrigo sobre los hombros. Deprisa, muy deprisa, urgía la perra quedamente. Y la Bella supo que la Bestia se estaba muriendo.
En la densa oscuridad de antes del alba, el jefe de estación despertó a un adormilado chófer para que la llevara. Tan rápidamente como fuera posible.
Parecía que diciembre seguía en posesión del jardín. El suelo estaba duro como el hierro; un viento helado mecía las faldas del oscuro ciprés, arrancándole un susurro lastimero, y la ausencia de brotes verdes en los rosales hacía presagiar que, aquel año, no florecerían. Y no se veía ninguna luz en las ventanas; sólo arriba, en la buhardilla más alta, se atisbaba un destello en un cristal, el delgado espectro de una luz a punto de extinguirse.
La hembra de spaniel se había quedado dormida entre sus brazos; la pobrecilla estaba exhausta. Pero ahora la inquietud afligida de la Bella alimentaba su urgencia y, mientras empujaba la puerta principal, cayó en la cuenta de que la aldaba de oro estaba enfundada en un brazalete negro.
La puerta no se abrió en silencio como antes, sino con un gemido lúgubre de las bisagras y, esta vez, dio paso a una perfecta oscuridad. La Bella encendió su mechero de oro; las velas de la lámpara se habían ahogado en su propia cera y los cristales estaban coronados por fluctuantes arabescos de telas de araña. Las flores de los jarrones estaban secas, como si nadie hubiera tenido el corazón necesario para cambiarlas después de su marcha.
El polvo lo cubría todo, y hacía frío. La casa tenía un ambiente de agotamiento, de desesperación y, peor aún, una especie de desilusión física, como si su glamour se hubiera sustentado en un truco barato de magia y el mago, al fracasar en su intento de ganarse a la multitud, se hubiera ido a probar suerte en otro sitio.
La Bella encontró una vela con la que darse luz y siguió a la leal spaniel escalones arriba, dejando atrás el despacho, dejando atrás la suite, por una casa con ecos de deserción y una escalera de servicio dedicada a los ratones y a las arañas donde, con las prisas, tropezó y se rasgó el dobladillo del vestido.
¡Qué modesto dormitorio! Una buhardilla de techo inclinado, que podría haber sido la habitación de una criada si la Bestia hubiera tenido criados. Una luz nocturna en la repisa; ventanas sin cortinas; suelo sin alfombra y un estrecho catre de hierro donde él yacía, tristemente disminuido, en un bulto que apenas turbaba el edredón de retales, con los ojos cerrados y su melena convertida en un grisáceo nido de ratas. Las rosas que ella le había enviado estaban en una jofaina, completamente secas, sobre la silla donde la Bestia había arrojado su ropa.
La spaniel saltó a la cama y se abrió camino por debajo del frugal edredón, gimiendo suavemente.
—Oh, Bestia —dijo la Bella—, he vuelto a casa.
La Bestia parpadeó. ¿Cómo era posible que, hasta entonces, la Bella no se hubiera dado cuenta de que sus ojos de ágata tenían párpados, como los de un hombre? ¿sería porque sólo había prestado atención a su propia cara, reflejada en ellos?
—Me muero, Bella —replicó él con apenas un susurro quebrado de su antiguo ronroneo—. He estado enfermo desde que me abandonaste. No podía ir de caza; descubrí que no tenía estómago para matar dulces criaturas; no podía comer. Estoy enfermo y debo morir, pero moriré dichoso porque has venido a despedirte de mí.
Ella se abalanzó sobre él, arrancando un chirrido al catre de hierro, y cubrió de besos sus pobres garras.
—¡No mueras, Bestia! Si me quieres, no te abandonaré nunca. Cuando sus labios tocaron las ganchudas uñas, éstas se ocultaron bajo las almohadillas y la Bella comprendió que la Bestia siempre había tenido los puños cerrados y que ahora, por fin, empezaba a estirar dolorosa y tentativamente los dedos. Las lágrimas de la Bella cayeron sobre el rostro de la Bestia como si fueran copos de nieve y, bajo su suave transformación, los huesos asomaron bajo el pellejo y la carne, bajo el ancho y leonado ceño. Y ya no hubo un león entre sus brazos, sino un hombre; un hombre con una descuidada mata de pelo y, qué extraño, una nariz rota, como la de algunos boxeadores retirados, que le daba un distante y heroico parecido con la más bella de todas las bestias.
—¿Sabes una cosa, Bella? —dijo el señor León—. Creo que, si comes algo conmigo, hoy podré desayunar un poco.
El señor y la señora León pasean por el jardín. La vieja hembra de spaniel dormita en la hierba, sobre una cama de pétalos caídos.
En Quemar las naves. Los cuentos completos (Trad.: Rubén Martín Giráldez; Sexto Piso, 2017)
POR QUÉ LO ELEGIMOS: “Era una escritora demasiado particular, demasiado extrema” , escribió Salman Rushdie en el prólogo de Los cuentos completos de la británica Angela Carter (1940-1992). Señala además que, pese a que hoy es la escritora contemporánea más estudiada en las universidades de su país, en su momento fue una figura marginal , “exótica flor de invernadero”. En el universo abigarrado, incorrecto y deslumbrante de Carter descuellan las incursiones, en absoluto inocentes, en los relatos que conocemos como “cuentos de hadas”. La escritora recupera para ellos el signo que tuvieron en su origen –ninguno de ellos nació destinado al público infantil– y los convierte en fantasmagorías donde la sexualidad y lo fantástico se encuentran en un único claroscuro.
Aunque la Bestia era el origen de aquella prosperidad nueva y hablaban de él con frecuencia, ahora estaban tan lejos del hechizo eterno de la casa que ésta parecía tener la calidad radiante y finita de un sueño; y la propia Bestia, tan monstruosa, tan benigna, parecía una especie de espíritu de la buena suerte que les había sonreído y los había dejado ir. Ella le envió flores, rosas blancas a cambio de las que él le había regalado; y cuando salió de la floristería, experimentó una súbita sensación de libertad perfecta, como si acabara de escapar de un peligro desconocido, como si hubiera sufrido el rasguño de la posibilidad de un cambio y, al final, se hubiera descubierto intacta.
Con aquella euforia, también llegó un vacío desolador. Pero su padre la esperaba en el hotel; había planeado una deliciosa expedición para comprarle pieles, y ella estaba tan ansiosa ante la perspectiva como lo habría estado cualquier joven. Puesto que las flores de la tienda eran las mismas todo el año, no hubo nada en el escaparate que la pudiera avisar de que el invierno casi había terminado.
Ya era tarde cuando la Bella volvió de cenar, después de haber estado en el teatro. Se quitó los pendientes delante del espejo y se sonrió a sí misma con satisfacción. Al final de su adolescencia, estaba aprendiendo a ser una niña mimada, y su piel nacarada se estaba hinchando un poquito con la buena vida y los halagos. Un principio de introspección empezaba a transformar las líneas alrededor de su boca, marcas de la personalidad, y su dulzura y su reserva le podían dar un toque petulante cuando las cosas no salían como ella quería. No se podía afirmar que su frescura se estuviera apagando, pero en aquella época se sonreía demasiado a menudo en los espejos y la cara que le devolvía la sonrisa no era ya la misma que había visto reflejada en los ojos de la Bestia. En lugar de belleza, su cara estaba adquiriendo el barniz de lindeza imbatible que caracteriza a algunos gatos caros, exquisitos, consentidos.
Desde el cercano parque, a través de las ventanas abiertas, llegó un soplo de suave brisa primaveral. Ella no supo por qué; pero, al sentirlo, le dieron ganas de llorar.
De repente, se oyó un ruido insistente, como de arañazos de garras, en la puerta. Su trance ante el espejo se vio interrumpido y, de repente, lo recordó todo perfectamente. La primavera había llegado y ella había roto su promesa. ¡La Bestia había ido a buscarla en persona! Primero, tuvo miedo de su ira y, después, misteriosamente dichosa, corrió a abrir. Pero fue la perra de motas granates y blancas quien se lanzó a los brazos de la joven en una ráfaga de pequeños ladridos y bruscos susurros, de quejidos y alivio.
Pero ¿dónde estaba el bien cepillado y enjoyado animal que se sentaba junto a su bastidor para bordados, en la salita de paredes decoradas con aves del paraíso? Las orejas de la hembra de spaniel estaban llenas de barro y su pelo, enmarañado y cubierto de polvo. Tenía la delgadez propia de un perro que ha caminado largo y tendido y, si no hubiera sido un perro, habría estado llorando.
Tras el arrobado saludo, la spaniel no esperó a que pidiera agua y comida para ella; mordió el dobladillo de su vestido de chifón, gimió y tiró. Luego, giró la cabeza hacia atrás, aulló y volvió a gemir y a tirar.
Había un tren lento a última hora que la podía llevar a la estación de la que había partido tres meses antes, en dirección a Londres. La Bella garabateó una nota para su padre y se echó un abrigo sobre los hombros. Deprisa, muy deprisa, urgía la perra quedamente. Y la Bella supo que la Bestia se estaba muriendo.
En la densa oscuridad de antes del alba, el jefe de estación despertó a un adormilado chófer para que la llevara. Tan rápidamente como fuera posible.
Parecía que diciembre seguía en posesión del jardín. El suelo estaba duro como el hierro; un viento helado mecía las faldas del oscuro ciprés, arrancándole un susurro lastimero, y la ausencia de brotes verdes en los rosales hacía presagiar que, aquel año, no florecerían. Y no se veía ninguna luz en las ventanas; sólo arriba, en la buhardilla más alta, se atisbaba un destello en un cristal, el delgado espectro de una luz a punto de extinguirse.
La hembra de spaniel se había quedado dormida entre sus brazos; la pobrecilla estaba exhausta. Pero ahora la inquietud afligida de la Bella alimentaba su urgencia y, mientras empujaba la puerta principal, cayó en la cuenta de que la aldaba de oro estaba enfundada en un brazalete negro.
La puerta no se abrió en silencio como antes, sino con un gemido lúgubre de las bisagras y, esta vez, dio paso a una perfecta oscuridad. La Bella encendió su mechero de oro; las velas de la lámpara se habían ahogado en su propia cera y los cristales estaban coronados por fluctuantes arabescos de telas de araña. Las flores de los jarrones estaban secas, como si nadie hubiera tenido el corazón necesario para cambiarlas después de su marcha.
El polvo lo cubría todo, y hacía frío. La casa tenía un ambiente de agotamiento, de desesperación y, peor aún, una especie de desilusión física, como si su glamour se hubiera sustentado en un truco barato de magia y el mago, al fracasar en su intento de ganarse a la multitud, se hubiera ido a probar suerte en otro sitio.
La Bella encontró una vela con la que darse luz y siguió a la leal spaniel escalones arriba, dejando atrás el despacho, dejando atrás la suite, por una casa con ecos de deserción y una escalera de servicio dedicada a los ratones y a las arañas donde, con las prisas, tropezó y se rasgó el dobladillo del vestido.
¡Qué modesto dormitorio! Una buhardilla de techo inclinado, que podría haber sido la habitación de una criada si la Bestia hubiera tenido criados. Una luz nocturna en la repisa; ventanas sin cortinas; suelo sin alfombra y un estrecho catre de hierro donde él yacía, tristemente disminuido, en un bulto que apenas turbaba el edredón de retales, con los ojos cerrados y su melena convertida en un grisáceo nido de ratas. Las rosas que ella le había enviado estaban en una jofaina, completamente secas, sobre la silla donde la Bestia había arrojado su ropa.
La spaniel saltó a la cama y se abrió camino por debajo del frugal edredón, gimiendo suavemente.
—Oh, Bestia —dijo la Bella—, he vuelto a casa.
La Bestia parpadeó. ¿Cómo era posible que, hasta entonces, la Bella no se hubiera dado cuenta de que sus ojos de ágata tenían párpados, como los de un hombre? ¿sería porque sólo había prestado atención a su propia cara, reflejada en ellos?
—Me muero, Bella —replicó él con apenas un susurro quebrado de su antiguo ronroneo—. He estado enfermo desde que me abandonaste. No podía ir de caza; descubrí que no tenía estómago para matar dulces criaturas; no podía comer. Estoy enfermo y debo morir, pero moriré dichoso porque has venido a despedirte de mí.
Ella se abalanzó sobre él, arrancando un chirrido al catre de hierro, y cubrió de besos sus pobres garras.
—¡No mueras, Bestia! Si me quieres, no te abandonaré nunca. Cuando sus labios tocaron las ganchudas uñas, éstas se ocultaron bajo las almohadillas y la Bella comprendió que la Bestia siempre había tenido los puños cerrados y que ahora, por fin, empezaba a estirar dolorosa y tentativamente los dedos. Las lágrimas de la Bella cayeron sobre el rostro de la Bestia como si fueran copos de nieve y, bajo su suave transformación, los huesos asomaron bajo el pellejo y la carne, bajo el ancho y leonado ceño. Y ya no hubo un león entre sus brazos, sino un hombre; un hombre con una descuidada mata de pelo y, qué extraño, una nariz rota, como la de algunos boxeadores retirados, que le daba un distante y heroico parecido con la más bella de todas las bestias.
—¿Sabes una cosa, Bella? —dijo el señor León—. Creo que, si comes algo conmigo, hoy podré desayunar un poco.
El señor y la señora León pasean por el jardín. La vieja hembra de spaniel dormita en la hierba, sobre una cama de pétalos caídos.
En Quemar las naves. Los cuentos completos (Trad.: Rubén Martín Giráldez; Sexto Piso, 2017)
POR QUÉ LO ELEGIMOS: “Era una escritora demasiado particular, demasiado extrema” , escribió Salman Rushdie en el prólogo de Los cuentos completos de la británica Angela Carter (1940-1992). Señala además que, pese a que hoy es la escritora contemporánea más estudiada en las universidades de su país, en su momento fue una figura marginal , “exótica flor de invernadero”. En el universo abigarrado, incorrecto y deslumbrante de Carter descuellan las incursiones, en absoluto inocentes, en los relatos que conocemos como “cuentos de hadas”. La escritora recupera para ellos el signo que tuvieron en su origen –ninguno de ellos nació destinado al público infantil– y los convierte en fantasmagorías donde la sexualidad y lo fantástico se encuentran en un único claroscuro.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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