martes, 2 de febrero de 2021

HABÍA UNA VEZ DE BETINA GONZÁLEZ


La sombra de los animales
Betina González

Alos doce años, un chico al que llamaré Alex, porque quiero preservar su nombre, empezó a oír voces. Por suerte, no eran las de Cristo o el Demonio, que son las que escuchan casi todos los asesinos. Las de Alex estaban llenas de dulzura y terror. No hablaban en ningún idioma conocido, pero tampoco les hacía falta: se comunicaban perfectamente con él, que pasaba las noches en vela, tendido en la cama, escuchando. Y lo que sentía era tan fuerte que su cuerpo se endurecía, sus ojos miraban el cielorraso de la pieza sin atreverse a pestañear y el corazón le latía despacio, como si fuera a detenerse. En las mañanas, sus padres se encontraban con un chico ojeroso, malhumorado, que ni siquiera recordaba cómo atarse los cordones y se preguntaban qué podía estar pasándole. Hasta que un día lo supieron.
Iban los tres en el coche a visitar a unos amigos. En una parada para cargar nafta, Alex se acercó al alambrado de un campo donde había vacas pastando. Se sentó en el suelo y la sombra de una de ellas se proyectó sobre su cuerpo. Cuando sus padres lo encontraron, estaba tendido sobre su lado izquierdo, con la cabeza, los brazos y las piernas siguiendo la figura negra del animal sobre el pasto. Había hecho un gran trabajo, aunque era demasiado chico como para coincidir con el contorno entero de la vaca, que seguía masticando y mirando al horizonte.
El padre, que se consideraba un hombre práctico porque no dejaba la canilla abierta mientras se afeitaba y no creía en ninguna de esas mierdas new age sobre los niños índigos, lo agarró del brazo y lo sacudió hasta que logró ponerlo de pie.
−Es que así se oye mejor −protestó Alex con una sonrisa que esa misma noche los padres debatieron largo rato.
¿No parecía la de un idiota? ¿O por lo menos la de alguien fumado?, insistió el padre, tratando de recordar cómo era su cara cuando todavía iba a fiestas y fumaba marihuana. Pero en esas ocasiones no se había mirado al espejo, así que no podía decir si su expresión se había parecido alguna vez a la de su hijo.
Cuando lo analizaron unos años después, los padres tuvieron que admitir que las señales estaban ahí, solo que ellos no habían sabido leerlas. A Alex le empezó a ir mal en la escuela. Cada vez dormía menos y desarrolló una torpeza inaudita. Caminaba como si no tuviera noción del espacio que ocupaba su cuerpo. Se chocaba con todo lo que había a su paso. Le aparecían moretones en las piernas, en los brazos, en el pecho. Desde aquel día de la vaca en la ruta, los padres ya no podían llevarlo a ningún lado sin arriesgarse a alguna escena incómoda. En ese almuerzo en la casa de los amigos, Alex se había declarado vegetariano:
−No pienso comer ninguna cosa que haya tenido un padre y una madre −había dicho levantando la vista de su plato de pollo.
El padre suspiró y rebuscó en su árbol genealógico lleno de gente práctica e industriosa. No. No había ninguna explicación genética para ese chico que hablaba con tonito molesto y sermoneador y que seguro iba camino a transformarse en alguien de lo más inútil.
La madre, que estaba dispuesta a creer cualquier cosa menos que su hijo tuviera un desequilibrio mental, usó todos los argumentos que pudo. Palabras como «déficit de atención» y «sensibilidad» planearon sin mucha convicción por sus frases, porque en el fondo sabía que esa vez en el campo, detrás del largo flequillo que los ocultaba, los ojos de su hijo la habían mirado como si no la conocieran.
Alex repitió lo de la sombra con el perro de un vecino, dos conejos en la vidriera de una tienda de mascotas y un caballo de alquiler. Los conejos fueron difíciles. Tuvo que ponerse en cuclillas y cerrarse por completo sobre sí mismo para que la sombra de los animales lo alcanzara a través del vidrio. Cuando salió de su trance, lo rodeaban más de quince personas. Algunas hasta se habían animado a sacudirlo antes de que su madre cruzara la calle y lograra meterlo en el coche.
Después de eso lo llevaron al médico. Ahí cometió su primer y único error: decir la verdad. Que cuando entraba en la sombra de un animal oía la voz de su sufrimiento. Y que por las noches el aire traía la música que hacían todas las bestias del mundo. En especial, la que hacían los millones de vacas, cerdos y pollos que estaban siendo concebidos, encerrados y alimentados para la muerte en ese mismo momento.
−¿Acaso no somos todos nosotros concebidos para la muerte? −preguntó el médico, que seguro había tomado un curso optativo de filosofía en los primeros años de su carrera.
−Sí, pero ni usted ni yo somos obligados a dormir o a cagar parados ni a permanecer toda la vida en una jaula sin luz solar −contestó Alex con calma, porque ya se había resignado a no poder transmitir lo que las voces decían y a conformarse con la brutalidad que el lenguaje humano le dejaba.
El médico le recetó un ansiolítico. A Alex le fue mejor en la escuela pero seguía sin dormir, chocándose con muebles y personas. Los padres consultaron con otros especialistas. Hubo uno que atendía en una casa rodante, vestido con una túnica de colores, y otro que se jactaba de ser «médico rural» y de no prescribir medicamentos. Ninguno logró que Alex dejara de perseguir la sombra de los animales. Siguió haciéndolo, hasta que a los dieciséis tuvo «el episodio» y lo mandaron a una casa especial para jóvenes trastornados, en un bosque de casuarinas y eucaliptus, cerca del río, donde yo lo conocí y supe estas cosas, las que él había vivido, imaginado y sentido desde esa primera noche, cuando tenía doce años.
Alex estuvo solo cuatro días en la casa. Era el más joven de nosotros. Le llevábamos al menos cinco años de consultorios, diarios íntimos y tratamientos. Cuando llegó, hacía tres días que yo estaba internada. No porque escuchara voces o tuviera en el cuerpo moretones de origen desconocido. No había hecho nada especial, excepto tomarme muy despacio una botella de whisky, sentada en el piso de la cocina, escuchando Radiohead a todo volumen, con las ventanas cerradas y el gas abierto.
Todos los que estamos en la casa pasamos por «el episodio». Así le dicen los terapeutas. Como si estuvieran hablando de una serie de televisión. El «episodio» en el que Superman salta de un octavo piso, rebota en un toldo y se estrella contra el asfalto mientras sus padres cenan solos en la habitación contigua; en el que Batman acelera en una curva y apunta directamente al árbol en el que cuando era chico se escondía de las palizas de su viejo. O, el mío, en el que la imbécil de Karen rompe un vidrio de la ventana porque ya me llamó diecisiete veces y no la atendí y el día anterior me vio robar una botella de whisky y se preocupó, pero no dijo nada porque «ya se sabía que Drusilla estaba deprimida». Y resultó que Karen no solo sabía eso sino un montón de cosas más que se ocupó de contarles con detalle a mi mamá, a los vecinos y a la policía.
Lo de los superhéroes es un chiste malo que uso para no hablar de nosotros. Alguien me dijo una vez que hay que cuidar el nombre porque ahí está todo: lo que hiciste y lo que vas a hacer. Se supone que es lo último que elige el alma al nacer (antes eligió el país, la familia, la clase social y las pruebas que va a enfrentar en la vida). Así que nadie, mucho menos la pareja que te engendró, tiene el poder de nombrarte. El poder es todo tuyo, me explicó esta persona, que creía en la reencarnación, en los cristales sanadores y en que su destino estaba escrito en las estrellas.
Yo, en cambio, no creía en esas cosas. Ni siquiera me interesaban. Pero entonces no sabía que un día iba a volver de la muerte. Si elegí esa prueba antes de nacer, se ve que no la planeé con mucha entrega. Por eso me puse Drusilla: aunque poca gente lo sabe, era el nombre de la hermana menor de la Mujer Maravilla, la que siempre la conducía a una trampa o lo estaba arruinando todo. Lo elegí porque, igual que ese nombre, el gas es un método de segunda. De primera son los revólveres, las navajas, los coches a máxima velocidad; los que requieren verdadero valor. Tomar pastillas o respirar monóxido también son métodos de segunda. Además de fáciles, son lentos y dejan un amplio margen de tiempo para que una compañera se transforme en heroína y tu nombre termine en boca de todos, despojado de su forma, gastado como un traje, inútil.
Uno de los psiquiatras que nos atiende dice que buscarse un alias es otro síntoma de desequilibrio. Yo pensaba que entender la ironía era un requisito para estudiar psiquiatría, pero parece que no. Prefiero a la psicóloga joven. Al menos tiene sentido del humor. En una de las sesiones grupales, nos preguntó si nos arrepentíamos de algo. Estaba claro a qué se refería. Yo fui la única que dije que sí.
−¿De qué? −preguntó con un tono de esperanza en la voz.
−De Radiohead −contesté−. Demasiado cliché. Si lo volviera a hacer, pondría «La bamba» o alguna otra canción de aberrante alegría, de esas que la gente escucha en las fiestas o en la playa.
Todos menos Alex se rieron. Creo que todavía le dolía hacerlo. Era su primera sesión. Una sola mancha morada, amarilla y verde le cubría el lado derecho de la cara desde la boca hasta la frente. Ya le habían sacado los yesos, pero todavía tenía la piel de un brazo más blanca que la del otro. Estaba inclinado hacia adelante, los codos apoyados en las piernas y las manos una dentro de la otra, encerradas en un solo puño. Miraba el piso y las apretaba con tanta fuerza que le sobresalían mucho los nudillos. Se veían de un rosado casi translúcido. Eso fue lo primero que pensé. Que ese chico alto y flaco, con la cara destrozada, vestido con jeans y una camisa roja remangada hasta los codos, tenía los nudillos más hermosos que había visto en mi vida.
Aunque Alex era el único de nosotros con poderes especiales, no se me ocurrió ningún superhéroe para nombrarlo. Además, técnicamente no intentó matarse. Se metió en un campo en el que pastaban unos cuantos toros y vacas que parecían inofensivos. Pero se equivocó. Eran ejemplares de una raza que crearon los nazis con fines recreativos: habían tenido la idea de revivir a los uros salvajes y poblar los bosques de Alemania para después salir a cazarlos. La cuestión es que había varios de ellos en ese campo. Al menos dos de los machos dejaron en claro que no estaban interesados en que Alex se acurrucara en su sombra para oír su sufrimiento. Uno lo embistió y, aunque no le dio de lleno con los cuernos, lo dejó tirado en el piso. El otro le pasó por encima. Los demás, incluidas algunas hembras, lo siguieron.
Los médicos que evaluaron el caso calificaron el comportamiento de Alex como «esquizoide y suicida», lo cual, seguro, fue un alivio para sus padres, porque eso les dio permiso para depositarlo en esta casa en medio de un bosque, a la que los curiosos no llegan preguntando porque pocos saben de su existencia y el lugar es casi inaccesible.
A esta clínica solo llegan los que tienen plata y ya agotaron todo lo demás. Es una casa antigua, en la que no hay sábanas, ni cordones, ni elementos cortantes, ni nada que ponga en peligro nuestras vidas. Dormimos sobre colchones pelados, en bolsas de dormir que sería imposible usar como sogas. Usamos zuecos blancos, iguales a los de los enfermeros, y nos dan todas las comidas en platos, vasos y cubiertos de plástico. Puro glamour, excepto por las pastillas, que son lo mejor.
La única regla de la casa es que nadie puede irse sin un «cierre». Así le dicen. Hay que avisar que estás lista para partir y hacer una especie de discurso de despedida contando «tu proceso». Como la internación es más o menos voluntaria, la regla tiene sentido. A menos que seas menor, como Alex. Entonces, depende de tus padres. Entonces, cabe la posibilidad de que no haya nada que cerrar.
Al principio, Alex no hablaba con nadie. Ni siquiera conmigo. Se limitaba a tirar datos en voz grave, de autómata. Si alguien le preguntaba «¿cómo estás?» o «¿no te vas a comer esa medialuna?», te miraba con ojos vacíos, azules como de líquido para limpiar vidrio, y te contestaba cosas como «el año pasado el número de animales de granja en Estados Unidos superó al de los humanos en el planeta», o te contaba cómo los pollos de criadero quedan paralíticos o mueren aplastados por su propio peso por culpa de las hormonas de crecimiento. A los dos días, ya nadie quería hablar con él. Era peor que los que tienen delirio religioso o los que juran que los extraterrestres se comunican con ellos por la radio, el televisor o el microondas.
Era peor porque lo de Alex era la pura verdad.
Hacía tres días que Alex estaba en la casa, cuando la psicóloga joven anunció que Rita Lù vendría para hablarnos de sus cuentos. Es parte de la terapia: la trampa del arte. Consiste en alternar las pastillas con clases de pintura, música o fotografía para ver si con eso pescan algo de lo que pasa en nuestros inconscientes. Como si nuestros secretos fueran a quedar atrapados, igual que mariposas, en un collage. O en la melodía que se repite en nuestras cabezas y que ellos esperan que podamos tocar con solo unas horas de práctica en algún instrumento.
Había llovido mucho la tarde en que Rita Lù llegó a la casa. Uno de los médicos fue a buscarla en coche a la estación de tren y en el camino casi se quedaron encajados en el barro. Una luz blanca y pura se filtraba entre las agujas de las casuarinas cuando el auto se detuvo frente a la puerta de entrada. Todos sabíamos quién era Rita Lù, así que la estábamos esperando. Su llegada generó tantos nervios como si un miembro lejano y peligroso de nuestras familias hubiera decidido venir a visitarnos.
Rita Lù escribe cuentos de terror. No hay chico que no los haya leído o escuchado. La persona que creía en la reencarnación y en la potencia de los nombres los adoraba. Yo también. Unas vacaciones nos olvidamos uno de sus libros en una casa alquilada y nos dormimos los días siguientes contándonos los detalles de los cuentos para asegurarnos de que quedaran en nuestra memoria. Mi favorito era el de la chica que elegía de marido a un perro porque ninguno de los hombres de su aldea estaba a su altura. El día del casamiento, los varones se juntaban en la plaza y la mataban a piedrazos. Ni el perro podía salvarla. Huía al bosque, donde se concentraba en transformar sus heridas en ferocidad. Con los años, se convertía en un monstruo legendario que entraba a las casas y se robaba a los niños varones de sus cunas.
La psicóloga joven creía que la mujer que escribía esas historias podría agarrar a un grupo de chicos esquizoides, bipolares o simplemente deprimidos y ayudarlos a transformar su desesperación en historias que todo el mundo pudiera entender. Pero hubo algo que ni ella ni el psiquiatra sin sentido del humor tuvieron en cuenta: Rita Lù es ciega. Eso lo sabíamos todos, lo que no sabíamos es que no se separa nunca de su perro lazarillo, un labrador dorado que entró al salón moviendo la cabeza con la indiferencia de quien conoce bien su oficio pero no se da ínfulas. Unos pasos atrás, venía ella con la correa en la mano. Iba vestida con una pollera negra, de la que apenas asomaban las puntas de unas botas de montar, todo a tono con su suéter y, supongo, con su negra manera de ver el mundo. Sus únicos adornos eran una cadena plateada con un medallón y su largo y grueso pelo blanco, que llevaba suelto, con las puntas desgajadas y abiertas a la altura del pecho. Al entrar, se acomodó en el sillón que le habían designado y dijo con sencillez:
−Hola. Soy Rita Lù. Este es Recimir.
Tuve un escalofrío. No porque de pronto recordara que Recimir era el perro que la chica del cuento elegía como marido, sino porque Alex, que estaba sentado a mi lado, se puso de pie y se quedó mirando fijo el aire que había entre él y la escritora. Los demás, sentados en círculo, no le prestaron mucha atención. Seguro esperaban que empezara con su perorata ecológica. Pero eso no pasó. Lo que pasó fue que el labrador levantó la cabeza y la sostuvo erguida unos segundos. Después, bajó de la tarima de un salto, corrió hacia Alex, se sentó frente a él y se puso a llorar. Con esto quiero decir que lloró no como lo hacen los perros domésticos, con gemidos entrecortados o hipos destinados a obtener la simpatía de sus dueños. Lo que escuchamos fue algo mucho más primario y definitivo. Un aullido largo, que se extinguía en su propia angustia y volvía a empezar.
BETINA GONZÁLEZ

Por un rato nadie hizo nada. Yo estaba tan cerca de Recimir, que podía sentir su aliento tibio y su olor a animal mezclado con la lluvia. Rita Lù tenía los brazos apoyados a cada lado del sillón. Su cara morena, sin una sola arruga, no revelaba en nada sus pensamientos. Entonces Alex cerró los ojos y se sentó, pero no en su silla sino en el piso, junto al perro. Se encogió sobre sí mismo de tal forma que Recimir hubiera podido cubrirlo por completo con su cuerpo si hubiera querido. No lo hizo, pero sí dejó de aullar.
−Ahora que de verdad nos conocemos, podemos empezar −oímos que decía Rita Lù.
Supongo que la frase estaba destinada a aligerar la tensión que flotaba en el aire. Pero mientras ella hablaba de cómo su abuela le había salvado la vida al esconderla en una vasija, a mí no se me aligeró nada. Porque oí que Alex, con la cabeza entre las piernas y el perro acurrucado a su lado, hablaba.
Dijo dos o tres cosas. Entre ellas, un plan. Y mi nombre. El verdadero. Y supe que el poder no era, ni había sido, ni iba a ser nunca todo mío. En cambio, el dolor sí. Que por más que creyera en la reencarnación, en las estrellas o en las piedras sanadoras, un día mi hermana se levantó con dolor de cabeza, desayunamos juntas tostadas con manteca y, a las dos horas, estaba muerta. Mientras corría por el parque, un quiste que llevaba toda la vida en su cerebro haciendo tic tac como una bomba de tiempo decidió que ya había esperado lo suficiente y explotó.
Mi hermana se llamaba Larisa. Cuando éramos chicas, dormíamos en la misma pieza, en camas marineras. Antes de cerrar los ojos, ella me preguntaba: «Ana, ¿te puedo llamar a la noche?». Porque aunque era la más grande, ella tampoco quería despertar a mamá si le dolía la cabeza, la panza, el pecho o cualquier otra cosa. Sabíamos que la noche era un lugar peligroso, en el que las madres pierden su dominio y su contorno. Por eso nos dábamos permiso para despertarnos la una a la otra, para que pudiera haber sombras en la ventana, hombres en nuestros sueños, monstruos en la pila de ropa sucia o el placar.
Mi hermana se llamaba Larisa. Corría por el parque todos los días. De vez en cuando le dolía la cabeza, pero nadie pensó que eso era un síntoma de nada. Cuando éramos todavía más chicas, yo era su muñeca. Me pintaba y me arreglaba como si fuera una modelo. Yo desfilaba por una pasarela que habíamos hecho con un tablón en el patio. Al terminar, hacía una reverencia, abriendo la pollera del vestido como había visto hacer a las mujeres en la tele. Larisa aplaudía y sonreía, y yo pensaba que eso era la vida.
Pero la vida no es eso.
Mientras Alex me hablaba, esa tarde de lluvia, hice algo que, estoy segura, ni sus padres habían hecho antes en esas ocasiones: puse mi mano en su pelo y la dejé ahí un rato largo. Rita Lù seguía hablando de su abuela y de cómo a los ocho años, escondida en una vasija, oyendo a los hombres que destrozaban la casa de su familia, ella había escrito su primera historia, la de un viejo que creaba a un niño de barro que todos los días se moría y volvía a nacer.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, ni si Rita Lù se dio cuenta de que ella había sido parte de todo. Quise preguntárselo esa misma noche pero no me animé. Tuve miedo de arruinarlo. Porque lo que sentí mientras mi mano acariciaba la cabeza de ese chico tan raro fue que él, ella, el perro y yo formábamos una entidad transitoria y frágil pero más cierta que las paredes que nos rodeaban.
Afuera se estaba haciendo de noche y había vuelto a llover. Rita Lù terminó de hablar y nadie se movió. El salón estaba en sombras. Dos asistentes vinieron a buscarnos para la cena. Rita Lù se retiró a su cuarto en el ala de los terapeutas. Habían decidido que se quedara a pasar la noche porque los caminos estaban muy malos. Parecía agotada. Ni bien se levantó del sillón, Recimir la siguió sin siquiera volverse a mirar a Alex, que no se movió, hasta que yo lo agarré del brazo y lo obligué a ir al comedor. Mientras cenábamos, volvió a ser el mismo de antes. No levantó la vista de su plato. Pero de vez en cuando sonreía.
Después de comer, cuando nos habíamos retirado a nuestros cuartos, junté toda la plata que tenía y la puse en una bolsa de plástico junto con un suéter que me iba grande. Seguía lloviendo, pero era una lluvia fina y silenciosa. En lugar de cruzar el patio, rodeé la casa por el lado de afuera y fui hasta la ventana de Alex.
Ninguna de las ventanas de la casa tiene rejas, así que eso no era un problema. El problema era el portón de hierro del fondo. Es liso y tiene más de dos metros de altura, igual que las paredes que rodean el perímetro. No es un esfuerzo de seguridad muy serio. Todo en la casa parece haber sido diseñado para mostrar que hay cierto empeño en dificultar una huida, pero no tanto. Sea como sea, Alex iba a necesitar mi ayuda para treparlo.
Golpeé con suavidad la ventana. Él me estaba esperando. La abrió y saltó tratando de no embarrarse. Le di la bolsa de plástico, que puso en su mochila con el resto de sus cosas. Caminamos por el bosque, pisando las agujas mojadas de los árboles sin hacer ruido. Llegamos al portón. Apenas podíamos vernos las caras. Me afirmé en el barro y me incliné un poco hacia adelante para hacer un punto de apoyo para Alex. Antes de poner su pie en mi espalda, miró a su alrededor, sonrió y me dijo que tuviera cuidado.
−Este lugar está lleno de locos −agregó, y su risa cortó la noche y la lluvia. Sentí su pie hundiéndose en mi espalda, el peso de su cuerpo izándose sobre el mío y el ruido que hizo al deslizarse por el portón hasta caer del otro lado. Un poco más allá, se oían los coches en la ruta que va al sur. Espero que haya llegado lejos. Bien lejos.
Cuando me di vuelta para volver a la casa, sentí la mano de Rita Lù en mi hombro. Había estado ahí todo el tiempo, recostada en un árbol, sola, bajo la lluvia. Su pelo estaba empapado.
−Bien −dijo, mientras atravesábamos juntas el bosque−. Ahora hagamos lo posible por contar lo que acaba de pasar.
Y eso es exactamente lo que hice.

En El amor es una catástrofe natural (Tusquets, 2018)


¿POR QUÉ LO ELEGIMOS? Realistas aunque al borde de lo fantástico, los cuentos de Betina González (Buenos Aires, 1972) colocan al mundo cotidiano en un extraño suspenso; sus protagonistas suelen ser niños y niñas capaces de indagar en los huecos de lo real tanto como en las profundidades de lo subjetivo. Como ocurre en el relato que presentamos en estas páginas, por entre los hilos de la cultura contemporánea resuena la sospecha de que algo más atávico siempre está presente. González, que obtuvo el Premio Tusquets de novela por Las poseídas, el Premio Clarín por Arte menor, y el segundo premio del Fondo Nacional de las Artes por una recopilación de cuentos y una novela breve, es doctora en Literatura norteamericana por la Universidad de Pittsburgh.

http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA

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