Inundación
texto Eugenia Almeida ilustración Sebastián Dufour
Recuerdo de infancia. Un pueblo. Casas viejas con compuertas de chapa que se encajan en unos rieles en los marcos de las puertas. Las casas pobres, chapas finas y cortas. Las casas ricas, chapas reforzadas con hierro, altas. Sentarse en el umbral a ver cómo llega el agua volviendo barro las calles de tierra, borrando las veredas, tomando los jardines, subiendo y, a veces, sobrepasando las compuertas.
Recuerdo de infancia. Una tormenta en una isla del Delta del Paraná. Llueve. Llueve incansablemente. Se ve desde la ventana de la cabaña el bote. No debería verse porque está atado a un poste, lejos, en una suerte de muelle casero. Pero se ve. El agua ha subido tanto que desde la ventana de la cabaña vemos la mancha azul del botecito sacudiéndose en un río que pierde su forma y avanza. La isla es cada vez más chica, pienso. Si el río crece, lo hace a costa de la isla.
En un momento vemos que parte del bote empieza a desaparecer. Alguien en la cabaña dice que sólo hay dos posibilidades. Si el nudo cede, la correntada va a llevarse el bote. Si la cuerda está demasiado firme, el bote va a ir hundiéndose de punta a medida que suba el agua.
No sé si es cierto. Pero me parece ver al bote hundiendo su punta en el agua, atraído por una fuerza poderosa.
Sigue lloviendo.
Por suerte la casa está construida sobre una estructura de madera que la aleja del suelo. El río pasa por debajo, rodeando los pilotes.
Pienso en los peces, desorientados, que deben estar recorriendo territorios desconocidos, desplazados hasta lo que hace un rato era la tierra. Pienso en qué harán cuando el agua empiece a bajar.
Febrero de 2015.
Empieza a llover. Y es hermoso. El agua golpea contra el techo de chapa y dan ganas de quedarse en la cama. Pensás en la suerte de estar esa noche, bajo esa lluvia, con el ruido que acuna y contiene.
Pasan las horas. Es difícil saber cuándo la repetición de algo que era bello se vuelve inquietante.
Te despertás, como siempre, a eso de las cuatro y veinte. Quién sabe por qué. Todos los días, la misma hora. Caminás en la oscuridad y al llegar al lavarropas rozás un botón del celular. Una costumbre repetida: confirmar lo que ya sabés. La luz azul rebota en la pared y alcanzas a ver: 04:22. Vas hasta el baño. El olor a tierra mojada entra por el ventanuco. Volvés a la cama. Tratás de dormir.
Es domingo. Quizás sean las seis o las siete de la mañana. Tenés que trabajar. Una rutina hecha de tareas sin horarios. Vas sumando ratos de esos: madrugadas, trasnoches, pequeñas grietas que se abren entre una cosa y la otra.
Apretás la tecla pero la luz no llega. Como tantos otros días en este pueblo de Sierras Chicas. No importa. Buscás la radio portátil, escuchás una transmisión desde otra ciudad. Están hablando de una marcha que se organiza en Buenos Aires. Apenas prestás atención. De a ratos se oye una canción, hacés girar la rueda del volumen hacia arriba o hacia abajo, dependiendo del ánimo.
Ponés la pava en la hornalla. Buscás la yerba. Tratás de abrir las ventanas pero entra agua. Desde el sur, desde el norte, desde el oeste. Como si afuera hubiera una especie de tornado, como si lloviera desde todos los rincones. Te quedás con los postigones cerrados, a oscuras, hasta que la luz vuelve y te sobresalta. Pasan unas horas.
Alguien sacude la campana que está sobre la tranquera. Pensás que debe ser otra cosa, que te has confundido. ¿Quién puede venir en medio de este diluvio? Abrís la ventana y te asomás. Tu vecino dice que se ha tapado una canaleta, que el agua se ha encajonado, que se le inunda la cocina. Salís debajo de la lluvia, sacás algunas ramas de esa pequeña acequia. Te movés con mucha dificultad. Hace días que tomás calmantes para un dolor de espalda que apenas te deja caminar.
Algo va mal. El agua empieza a subir. Te acercás a la calle: una enorme tormenta de barro arrastra piedras, palos, objetos que no llegás a reconocer. Volvés a la casa. La ropa empapada. Frío en el cuerpo y es pleno febrero. La chapa sigue tronando. Un rato después empujás la ventana contra el viento y alcanzás a ver que el agua sigue subiendo. La calle ya no está ahí. Sólo hay un río marrón que arrasa todo. El cielo es negro.
La lluvia amaina un poco y volvés a asomarte. Una vecina trata de bajar al centro. Dice que el agua se ha llevado algunas casas. Es el comienzo de las voces. Todo el mundo habla.
No sé si es cierto. Pero me parece ver al bote hundiendo su punta en el agua, atraído por una fuerza poderosa.
Sigue lloviendo.
Por suerte la casa está construida sobre una estructura de madera que la aleja del suelo. El río pasa por debajo, rodeando los pilotes.
Pienso en los peces, desorientados, que deben estar recorriendo territorios desconocidos, desplazados hasta lo que hace un rato era la tierra. Pienso en qué harán cuando el agua empiece a bajar.
Febrero de 2015.
Empieza a llover. Y es hermoso. El agua golpea contra el techo de chapa y dan ganas de quedarse en la cama. Pensás en la suerte de estar esa noche, bajo esa lluvia, con el ruido que acuna y contiene.
Pasan las horas. Es difícil saber cuándo la repetición de algo que era bello se vuelve inquietante.
Te despertás, como siempre, a eso de las cuatro y veinte. Quién sabe por qué. Todos los días, la misma hora. Caminás en la oscuridad y al llegar al lavarropas rozás un botón del celular. Una costumbre repetida: confirmar lo que ya sabés. La luz azul rebota en la pared y alcanzas a ver: 04:22. Vas hasta el baño. El olor a tierra mojada entra por el ventanuco. Volvés a la cama. Tratás de dormir.
Es domingo. Quizás sean las seis o las siete de la mañana. Tenés que trabajar. Una rutina hecha de tareas sin horarios. Vas sumando ratos de esos: madrugadas, trasnoches, pequeñas grietas que se abren entre una cosa y la otra.
Apretás la tecla pero la luz no llega. Como tantos otros días en este pueblo de Sierras Chicas. No importa. Buscás la radio portátil, escuchás una transmisión desde otra ciudad. Están hablando de una marcha que se organiza en Buenos Aires. Apenas prestás atención. De a ratos se oye una canción, hacés girar la rueda del volumen hacia arriba o hacia abajo, dependiendo del ánimo.
Ponés la pava en la hornalla. Buscás la yerba. Tratás de abrir las ventanas pero entra agua. Desde el sur, desde el norte, desde el oeste. Como si afuera hubiera una especie de tornado, como si lloviera desde todos los rincones. Te quedás con los postigones cerrados, a oscuras, hasta que la luz vuelve y te sobresalta. Pasan unas horas.
Alguien sacude la campana que está sobre la tranquera. Pensás que debe ser otra cosa, que te has confundido. ¿Quién puede venir en medio de este diluvio? Abrís la ventana y te asomás. Tu vecino dice que se ha tapado una canaleta, que el agua se ha encajonado, que se le inunda la cocina. Salís debajo de la lluvia, sacás algunas ramas de esa pequeña acequia. Te movés con mucha dificultad. Hace días que tomás calmantes para un dolor de espalda que apenas te deja caminar.
Algo va mal. El agua empieza a subir. Te acercás a la calle: una enorme tormenta de barro arrastra piedras, palos, objetos que no llegás a reconocer. Volvés a la casa. La ropa empapada. Frío en el cuerpo y es pleno febrero. La chapa sigue tronando. Un rato después empujás la ventana contra el viento y alcanzás a ver que el agua sigue subiendo. La calle ya no está ahí. Sólo hay un río marrón que arrasa todo. El cielo es negro.
La lluvia amaina un poco y volvés a asomarte. Una vecina trata de bajar al centro. Dice que el agua se ha llevado algunas casas. Es el comienzo de las voces. Todo el mundo habla.
EUGENIA ALMEIDA
Hay quien dice que han abierto las compuertas del dique. Hay quien dice que no es cierto. Hay zozobra. Alguien cuenta que en una de las casas que están sobre el río el agua levantó una heladera. Parece algo extraordinario. Pero vas a oír eso muchas veces. Heladeras, autos, camiones, todo parece tener otro peso y otra densidad bajo la furia de la tormenta. Empezás a oír nombres de barrios y lugares que no conocías.
Los puentes ya no sirven para unir sino como demostración de la destrucción.
El agua que te puede llevar también es el agua que puede sepultarte en una habitación. En la radio alguien cuenta que tuvo que romper una pared a mazazos para liberar a una familia que había quedado encerrada.
Los rumores de las compuertas abiertas se repiten de boca en boca. Todas las frases comienzan con “dicen”, “me dijeron”, “escuché que”. Te asomás para ver si los vecinos están bien. Suena el teléfono. De a ratos. La señal va y viene con el viento, con los truenos, con el agua. La línea fija tiene tono pero siempre da ocupado.
Lo que se oye en la radio son sólo retazos. Lo central parece ser comentar los partidos de fútbol. Especialmente el de Boca.
De a poco, muy lentamente, empiezan a llegar noticias.
Hay gente en los techos de las casas. Hay una soledad desoladora. Vas a saber que en los sindicatos, las colonias, las iglesias y los clubs las personas se amontonan buscando refugio. Hay equipos tratando de llevar ayuda en medio de un clima imposible. Ha vuelto a llover. Se siente el miedo.
En los barrios más pobres, siempre cerca del río, siempre en lo bajo, el agua ha destruido todo.
Se oye la voz de un ministro diciendo que hay lugares a los que no se puede acceder, que debemos tener calma. Querés fumar pero hace dos semanas decidiste dejarlo y no hay un solo cigarrillo en la casa. La luz se corta y ya no vuelve.
Tu pueblo está a oscuras. Es la noche del 15 de febrero. Ya sabés que lo que ha pasado es un desastre. Ha dejado de llover y lo único que se ve son los tucos, enormes, que se encienden y se apagan.
Cada tanto, un auto pasa rompiendo la oscuridad. Se ven los faros como si anunciaran algo. Se siente la fuerza del motor luchando contra un suelo que ha desaparecido. Te preguntás adónde van. Esas luces son casi fantasmas.
En la radio han dicho que todos aquellos que estén seguros y no estén colaborando con los equipos de rescate deberían quedarse donde están. No sabés adónde irías si pudieras caminar normalmente. Los amigos han ido al pueblo a ayudar. Desde allí mandan noticias (cuando hay señal, cuando hay suerte, cuando hay tiempo).
La radio sigue replicando el futbol hasta la exasperación. Sobre el límite del dial encontrás una emisora uruguaya. Un abogado promociona su estudio, una locutora anuncia el programa “El tango es mujer”. Se oye un cantante mexicano balbuceando un bolero. Movés la perilla. Súbitamente las voces se vuelven nítidas, hay un grupo de mujeres rezando un rosario con una cadencia maníaca. Sentís un escalofrío. Tu casa está llena de velas.
El teléfono se queda sin señal. De a ratos entran llamadas perdidas que nunca sonaron. Amigos de otras provincias que deben estar viendo las noticias.
Esa noche, la palabra es “inquietud”. Ningún paisaje va a ser igual después de eso.
Nosotros, no vamos a ser iguales.
Todas esas aguas. Inundaciones. Así es la escritura.
¿Por qué lo elegimos?
Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos (Ediciones Documenta/ Escénicas, 2019) Autora: Eugenia Almeida
Por qué se escribe, para quién, bajo el amparo de qué tradiciones. En Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos, Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) escribe para reflexionar sobre el acto mismo de escribir. Docente, periodista y autora de novelas como El autobús o La tensión del umbral (distinguidas y traducidas a diversos idiomas), Almeida se permite transitar el registro del ensayo a través de la narración, la voz poética, el ejercicio de la memoria, la primera persona. “Existe un alfabeto del silencio/ pero no nos han enseñado a deletrearlo”: las palabras de Roberto Juarroz dan la bienvenida a un libro que, sin acartonamientos y con mirada contemporánea, busca tocar el misterio que late tras cada signo escrito.
Hay quien dice que han abierto las compuertas del dique. Hay quien dice que no es cierto. Hay zozobra. Alguien cuenta que en una de las casas que están sobre el río el agua levantó una heladera. Parece algo extraordinario. Pero vas a oír eso muchas veces. Heladeras, autos, camiones, todo parece tener otro peso y otra densidad bajo la furia de la tormenta. Empezás a oír nombres de barrios y lugares que no conocías.
Los puentes ya no sirven para unir sino como demostración de la destrucción.
El agua que te puede llevar también es el agua que puede sepultarte en una habitación. En la radio alguien cuenta que tuvo que romper una pared a mazazos para liberar a una familia que había quedado encerrada.
Los rumores de las compuertas abiertas se repiten de boca en boca. Todas las frases comienzan con “dicen”, “me dijeron”, “escuché que”. Te asomás para ver si los vecinos están bien. Suena el teléfono. De a ratos. La señal va y viene con el viento, con los truenos, con el agua. La línea fija tiene tono pero siempre da ocupado.
Lo que se oye en la radio son sólo retazos. Lo central parece ser comentar los partidos de fútbol. Especialmente el de Boca.
De a poco, muy lentamente, empiezan a llegar noticias.
Hay gente en los techos de las casas. Hay una soledad desoladora. Vas a saber que en los sindicatos, las colonias, las iglesias y los clubs las personas se amontonan buscando refugio. Hay equipos tratando de llevar ayuda en medio de un clima imposible. Ha vuelto a llover. Se siente el miedo.
En los barrios más pobres, siempre cerca del río, siempre en lo bajo, el agua ha destruido todo.
Se oye la voz de un ministro diciendo que hay lugares a los que no se puede acceder, que debemos tener calma. Querés fumar pero hace dos semanas decidiste dejarlo y no hay un solo cigarrillo en la casa. La luz se corta y ya no vuelve.
Tu pueblo está a oscuras. Es la noche del 15 de febrero. Ya sabés que lo que ha pasado es un desastre. Ha dejado de llover y lo único que se ve son los tucos, enormes, que se encienden y se apagan.
Cada tanto, un auto pasa rompiendo la oscuridad. Se ven los faros como si anunciaran algo. Se siente la fuerza del motor luchando contra un suelo que ha desaparecido. Te preguntás adónde van. Esas luces son casi fantasmas.
En la radio han dicho que todos aquellos que estén seguros y no estén colaborando con los equipos de rescate deberían quedarse donde están. No sabés adónde irías si pudieras caminar normalmente. Los amigos han ido al pueblo a ayudar. Desde allí mandan noticias (cuando hay señal, cuando hay suerte, cuando hay tiempo).
La radio sigue replicando el futbol hasta la exasperación. Sobre el límite del dial encontrás una emisora uruguaya. Un abogado promociona su estudio, una locutora anuncia el programa “El tango es mujer”. Se oye un cantante mexicano balbuceando un bolero. Movés la perilla. Súbitamente las voces se vuelven nítidas, hay un grupo de mujeres rezando un rosario con una cadencia maníaca. Sentís un escalofrío. Tu casa está llena de velas.
El teléfono se queda sin señal. De a ratos entran llamadas perdidas que nunca sonaron. Amigos de otras provincias que deben estar viendo las noticias.
Esa noche, la palabra es “inquietud”. Ningún paisaje va a ser igual después de eso.
Nosotros, no vamos a ser iguales.
Todas esas aguas. Inundaciones. Así es la escritura.
¿Por qué lo elegimos?
Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos (Ediciones Documenta/ Escénicas, 2019) Autora: Eugenia Almeida
Por qué se escribe, para quién, bajo el amparo de qué tradiciones. En Inundación. El lenguaje secreto del que estamos hechos, Eugenia Almeida (Córdoba, 1972) escribe para reflexionar sobre el acto mismo de escribir. Docente, periodista y autora de novelas como El autobús o La tensión del umbral (distinguidas y traducidas a diversos idiomas), Almeida se permite transitar el registro del ensayo a través de la narración, la voz poética, el ejercicio de la memoria, la primera persona. “Existe un alfabeto del silencio/ pero no nos han enseñado a deletrearlo”: las palabras de Roberto Juarroz dan la bienvenida a un libro que, sin acartonamientos y con mirada contemporánea, busca tocar el misterio que late tras cada signo escrito.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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