Pirañas
texto Vera Giaconi ilustración Javier González Burgos
Mientras piensa, el aire se va espesando en su pecho, le llena los pulmones pero después se convierte en algo viscoso
La madre grita: «¡Cambien eso!» Pero los chicos sólo le bajan el volumen al televisor. No pueden dejar de mirar las imágenes de las pirañas, de las bocas dientudas y feroces de las pirañas que muestra el noticiero.
–¿Eran así tal cual? –pregunta Romina, y gira para sentarse de rodillas en el sillón y quedar de frente a su hermano.
–No las vi –responde Víctor tratando de que en su voz no se advierta el miedo.
–¿Y cuántas eran?
–No sé, no las vi, te digo.
–Pero ¿no las sentiste? Calculá. Más o menos. ¿Cien? ¿Veinte? ¿Cinco?
Víctor pasa rápidamente su mano derecha por las vendas que cubren la izquierda, que es a la que ahora le faltan dos dedos: el anular y el mayor. El espacio vacío aún le produce sorpresa y cierta decepción: sorpresa porque transcurrió apenas una semana desde el ataque y todavía no se acostumbró a la ausencia, decepción porque Víctor a veces piensa que de esas heridas podrían crecer dedos nuevos, que hasta que las heridas no cicatricen completamente hay lugar para el milagro.
Ahora es Romina quien mira la mano vendada. –¿Los extrañás? –le pregunta.
Víctor responde que no con la cabeza.
–Si yo perdiera dos dedos los extrañaría muchísimo. Aunque no fueran mis preferidos.
Víctor imagina que una piraña gigante aparece desde atrás del sillón y se traga a su hermana sin masticarla. Después se queda pensando en si él tiene dedos preferidos. No. No tiene. O al menos no los tenía. Ahora que los perdió, sin embargo, podría decir que sus preferidos son los dedos anular y mayor de la mano izquierda. Si pudiera recuperarlos, los trataría con mucho cuidado y los luciría con orgullo. Mientras piensa, el aire se va espesando en su pecho, le llena los pulmones, pero después se convierte en algo viscoso que es difícil de expulsar. Siente lágrimas en los ojos y se pellizca las heridas a través de las vendas. Usa el dolor para distraerse de la tristeza y no llorar. Víctor no quiere llorar. Pero pensar en dedos preferidos lo puso demasiado triste. La culpa es de Romina. Víctor le tira del pelo y su hermana se queja.
–¿Qué te hice? –chilla.
–Naciste.
–Pero eso fue hace un montón– protesta Romina, y Víctor ve que ahora es ella la que tiene los ojos llorosos. Eso está mejor.
En la tele, el informe sobre los últimos ataques de pirañas acaba de terminar y Víctor cambia de canal. Hace zapping hasta que encuentra el canal de deportes, donde están pasando una pelea de lucha libre.
Después de que el mes anterior volviera a casa con la ceja partida y sangre de Matías Cresta en la remera, su madre le prohibió los programas de lucha y los videojuegos de guerra. Víctor sabe que no fue idea de su madre hacer esa distinción (el impulso de ella había sido prohibirle redondamente la tele y confiscarle la consola), sino de la psicopedagoga de la escuela. Los padres de Matías Cresta compartieron la reunión con su madre y la psicopedagoga y le prohibieron lo mismo, incluso cuando a Matías no le interesa la lucha libre y sólo juega al FIFA14. Víctor y Matías se reconciliaron al día siguiente, luego de que ellos mismos y otros cinco compañeros de séptimo grado que habían sido testigos de la pelea declararan el empate. La prohibición, sin embargo, ya está durando demasiado, y Víctor cada tanto se pregunta qué estarán esperando para devolver todo a la normalidad. Todavía no lo intentó, pero sospecha que, bajo las nuevas circunstancias, su madre estaría dispuesta a olvidar todo. Le parece justo que así sea, y en ese momento se dice que vale la pena arriesgarse, así que en lugar de cambiar de canal sube el volumen cuando el presentador anuncia el nombre de los dos contrincantes de esa tarde.
–No podés mirar eso –dice Romina.
–Sí, puedo.
–No, no podés.
Víctor se acerca hasta quedar nariz con nariz frente a su hermana y murmura:
–Si le decís a mamá, te rompo la cara. Romina aprieta la boca, abre grandes los ojos y se aparta apenas un par de centímetros. Víctor la ve pensar: ella sabe que él va a cumplir, siempre lo hace, pero está calculando qué posibilidades tiene de escapar. Para reforzar la amenaza, Víctor le muestra los dientes y sonríe. El gesto funciona al revés, es como un gatillo que hace que Romina junte coraje y grite: –¡Mamá!
No es la madre la que aparece, sino el padre, que acaba de volver del trabajo.
–¿Qué pasa? –pregunta en tono severo; odia los gritos y las acusaciones. Romina se repliega en su lugar y dice, en voz bajísima:
–Víctor está mirando una pelea.
El padre está de pie, de espaldas al televisor, y ni siquiera mira a Romina. Víctor intenta excusarse: –Creí que ya no estaban prohibidas. Romina se baja del sillón y se escabulle hacia la cocina como una serpiente, silenciosa y traicionera.
–¿Y por qué no van a estar más prohibidas? ¿Por el accidente?
Víctor piensa que sí, pero no dice nada. –Mejor acostumbrate. La vida sigue. Víctor no entiende por qué le habla así, enojado. Su padre apaga la tele. Tiene una mancha de sudor en la espalda de la camisa. Siempre llega a la casa transpirado. Es como si en cualquier época del año el mundo fuera demasiado caluroso para él.
–¿Qué hiciste todo el día? –le pregunta mientras vacía los bolsillos en la mesita. La billetera, las llaves de la camioneta, monedas, el encendedor.
–Nada –responde Víctor–. Mamá dijo que tenía que descansar.
–¿Pero estabas cansado, vos?
Víctor se encoge de hombros.
–Llevale esto a tu madre. –Y le da una bolsa con el logo de la farmacia.
Víctor se levanta rápido y siente un leve mareo. No dice nada y da unos pasos hasta su padre, que lo mira fijamente. Víctor sabe que lo está evaluando, como hace a veces, y se esfuerza por parecer más seguro, más firme, más alto. Cuando agarra la bolsa y gira para dirigirse a la cocina, siente la mano de su padre sobre la cabeza.
–Recordale que el de la caja azul va en la heladera.
Víctor se aleja por el pasillo sabiendo que su padre aún lo está mirando. El mareo pasó, pero al levantarse bajó las dos manos, la sangre se acumuló en las heridas y le provocó un dolor agudo, como descargas eléctricas; realmente tiene que hacer un esfuerzo para no quejarse. En el mismo instante en que Víctor se asoma a la cocina, oye que a sus espaldas se cierra la puerta del baño.
Todos los días de la semana, a eso de las siete y media de la tarde, su padre llega a la casa, vacía sus bolsillos y se da una ducha. Y todos los días de la semana, un rato antes de que él llegue, la madre le deja una muda de ropa limpia en la banqueta que hay al lado de la bañera. Abajo la camisa, encima la camiseta y arriba de todo las medias y un calzoncillo. Su madre también prepara la ropa limpia para él y para su hermana, pero no lo hace de la misma manera. Hay algo en lo que ella hace para su padre que es diferente, que tiene un significado que sólo ellos dos entienden.
En la cocina, su madre está lavando los platos y ollas que usó para preparar la cena. Ya limpió la mesada y el horno está prendido. Huele a carne asada. Romina está a su lado, subida a una silla para quedar a la misma altura, y la ayuda alcanzándole las cosas sucias mientras las dos conversan. Ni siquiera se dan cuenta de que él está ahí, parado junto a la puerta. Víctor siente que podría atravesarlas, que su madre y su hermana ya no tienen cuerpos, sino que son polvo y partículas que flotan en el aire formando siluetas, pero que ahí ya no hay nada verdadero. Se imagina que pasa corriendo a toda velocidad a través de ellas y que las partículas se dispersan y se mezclan en el aire y que caen por fin al piso como las cenizas de un volcán que él podría barrer, meter en una bolsa y arrojar al río.
–¿No tendrías que estar recostado, vos? –pregunta la madre, que en algún momento advirtió su presencia y ahora mira a Víctor con el ceño fruncido. –Papá me dijo que te dé esto. La madre camina hasta él sacándose los guantes de goma y agarra la bolsa de la farmacia mientras le pone una mano en la frente.
–Dice papá que te acuerdes que el de la caja azul va en la heladera.
–Tenés fiebre.
En tres frases, la madre le explica a Romina dónde guardar todas las cosas que hay en la bolsa y en qué
estante de la heladera poner el remedio de la caja azul. Dice todo esto sin mirarla ni una sola vez, tampoco lo mira a él. Lo que está mirando con mucha atención es el vendaje de Víctor, como si pudiera ver a través de las gasas y los algodones. Le huele la mano. Desde el ataque, su madre se porta de forma extraña. Le toca la frente, el cuello, le pregunta cada dos por tres si tiene frío, o calor, se lo queda mirando, lo olfatea. Parece un perro siguiendo un rastro y Víctor piensa que quizá ella también está esperando que los dedos vuelvan a crecer. Pero de vez en cuando esa actitud de ella le provoca un mal presentimiento, como si las cosas pudieran empeorar y su madre sólo estuviera intentando anticiparse.
Víctor no se acuerda nada del traslado en ambulancia hasta el hospital. Después del ataque, lo sacaron desmayado del río y en la guardia lo mantuvieron sedado para limpiarle las heridas. Lo que mejor recuerda de los dos días que estuvo internado es el momento en que abrió los ojos. Sus padres estaban sentados cerca de la puerta y discutían en voz baja sobre algo que su madre señalaba en unos formularios que tenía sobre la falda. Romina estaba de pie junto a la cama y había apoyado los codos junto a él para mirarlo fijamente.
–Te comieron las pirañas –le dijo en cuanto se dio cuenta de que Víctor estaba despierto. Detrás de ella, Víctor vio unos cuadritos con osos y ranas y elefantes en colores pastel, los típicos adornos de un cuarto de bebé. Víctor preguntó dónde estaba y su madre saltó de la silla para acercarse y explicarle en voz baja que estaba en el hospital, que todo iba a salir bien, que se quedara quieto. Su padre miraba el piso y cruzaba y descruzaba los dedos como hace siempre que se tiene que aguantar una situación incómoda. Víctor no logró hacerle entender a su madre que lo que en realidad quería saber era qué estaba haciendo él en un cuarto con esos cuadritos horribles. No tenía nada que hacer en un cuarto como ése, y su padre tampoco. Después llegó la enfermera. Ella también tenía un osito de peluche como prendedor. La enfermera fue la encargada de explicarle lo que había pasado durante el ataque y algunos detalles sobre las curaciones, hasta que llegó a la parte de los dedos amputados. Víctor sólo dejó de concentrarse en el osito de peluche cuando la enfermera dijo: «Había que proteger el resto de la mano.» Entonces Víctor levantó el brazo izquierdo y vio que tenía la mano vendada, pero todavía tardó unos segundos en identificar el pedazo que faltaba. La enfermera siguió con la explicación de lo que debería pasar en los siguientes días, los controles y demás curaciones que iba a necesitar, lo que quizá sentiría por causa de los antibióticos y los sedantes
Víctor siente que podría atravesarlas, que su madre y su hermana ya no tienen cuerpos, sino que son polvo que le estaban dando. Hablaba con tranquilidad pero gesticulaba mucho: parecía una azafata detallando las salidas y procedimientos de emergencia antes del vuelo. Junto a ella, la madre le sonreía a medias, con los ojos llorosos, el padre lo miraba casi sin pestañear y Romina se había parado detrás de la mujer para imitar sus gestos como un espejo deformante. Antes de que le dieran el alta, esa misma enfermera había vuelto al cuarto para aclararle a su madre cómo debía cambiarle las vendas y mantener limpias las heridas. Víctor no recuerda haber visto nunca a ningún médico, y se pregunta si toda la cuestión del reposo y de controlarle la fiebre a cada rato serán cosas de esa mujer.
–Andá a ver la tele y quedate quieto –le dice su madre.
Víctor ve brillar la oportunidad y la agarra: –¿Puedo ver una pelea?
Su madre hace una mueca.
–¿Una sola? –insiste Víctor.
Él sabe que va a decirle que sí, pero también sabe que antes ella tiene que hacer la cuenta por sí misma para llegar a la conclusión de que Víctor ya cumplió una condena justa y que corresponde liberarlo.
–Está bien –dice al fin–. Una sola y después apagan.
–Pero papá dijo... –dice Romina, pero su madre la interrumpe:
–Que hable conmigo si no le gusta.
Víctor vuelve al sillón con una sensación de triunfo que lo hace olvidar el dolor y el cosquilleo eléctrico. Romina lo sigue y se sienta al lado de él. La pelea en la televisión recién empieza y Víctor deja el volumen bajo, con la esperanza de que termine antes de que su padre se dé cuenta de que le sacó ventaja. En el tercer round, Víctor siente su presencia. Está parado detrás de él. No dice nada pero su respiración carga el aire con una intensidad diferente.
–Mamá le dio permiso –se apura a decir Romina. El padre sigue en silencio y se va a la cocina. Da un portazo al entrar. Víctor y Romina conocen bien esos silencios, y los portazos, y lo que viene después. –La culpa es tuya –le dice Romina.
–No, es tuya –responde Víctor, y los ojos le arden como si toda la cabeza se le estuviera incendiando.
Romina niega y frunce los labios en una sonrisa burlona. Víctor aprieta los dedos que le quedan de la mano izquierda y siente una puntada de dolor, pero igualmente le da un puñetazo en las costillas con toda su fuerza. Hay un chasquido mínimo, un crac que se apaga bajo los gritos de los dos. Víctor se agarra la mano y gime. El dolor que ahora irradian las heridas le va tomando el brazo, el pecho y la cabeza. Es una oleada de calor y tirones que le da náuseas. En la cocina se está librando otra batalla y nadie sale para preguntar qué pasó. Romina gime como un perro ahogado y tiene la cara roja y no para de toser. Víctor la mira y sube el volumen del televisor.
¿Por qué lo elegimos?
Seres queridos (Anagrama, 2017) Autora: Vera Giaconi
El universo de los lazos familiares, sus afectos, contradicciones y tensiones soterradas aparece en los relatos de Vera Giaconi (Montevideo, 1974) con la limpidez de un objeto cortante. En la senda de escritoras anglosajonas como Flannery O’connor o Katherine Mansfield, la autora se concentra en situaciones y personajes, dejando que el núcleo duro del cuento emerja casi por sí solo. Así, en “Pirañas”, el terrible accidente que vive un chico es el detalle en torno al cual se escenifican –sin tragedia, pero también sin edulcorantes– el vínculo entre hermanos, la crueldad infantil, el contraste entre adultez e infancia, las pujas de poder que suelen estar tras el mapa de las relaciones afectivas.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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