Vampiros frente al espejo
Conocí el miedo profundo, alucinado, el terror, cuando era un chico de diez u once años. A esa edad, ya podía leer los subtítulos de las películas a muy buena velocidad. Vivía en un barrio tranquilo y, en aquella época, fines de la década de 1940 y principios de la década de 1950, los chicos podíamos ir solos a la escuela y a las funciones de cine de la tarde sin peligro. Los cines barriales ofrecían tres películas distintas en continuado por el pago de una sola entrada. En invierno, cuando se terminaba la proyección de la tarde, salíamos y nos esperaba la oscuridad de la noche. A esa hora, las siete o siete y media, las veredas estaban casi desiertas.
En la niñez, me encantaba el género de “capa y espada”. Un día, leí en el diario que, en el cine Sáenz, el más cercano de mi casa, una de las tres películas se llamaba A capa y espada (1946) con Gary Cooper. Al nombre de los directores, aún no les prestaba atención. Mucho más tarde supe que era nada menos que Fritz Lang. No sabía nada del argumento, pero con ese título, sería algo como
Los tres mosqueteros.
Le pedí permiso, es decir, dinero, a mi madre para ir. Lo concedió y me fui solo. A capa y espada iba a ser la última de las tres películas del día. El resumen del argumento en el programa de mano decía que era un film de espionaje. “Me ensarté”, me dije. En el intervalo entre la segunda y la tercera, de pronto, se apagaron las luces. En la pantalla, apareció el título M. El vampiro negro (1931), una película alemana de Fritz Lang en blanco y negro. Transcurría en Dusseldorf, en el siglo XX, pero no en años recientes porque la ropa de la gente, el maquillaje de las actrices y los coches, no se correspondían con los de mi infancia. Era un film antiguo. Habían cambiado el programa. Ardía de furia.
En la niñez, me encantaba el género de “capa y espada”. Un día, leí en el diario que, en el cine Sáenz, el más cercano de mi casa, una de las tres películas se llamaba A capa y espada (1946) con Gary Cooper. Al nombre de los directores, aún no les prestaba atención. Mucho más tarde supe que era nada menos que Fritz Lang. No sabía nada del argumento, pero con ese título, sería algo como
Los tres mosqueteros.
Le pedí permiso, es decir, dinero, a mi madre para ir. Lo concedió y me fui solo. A capa y espada iba a ser la última de las tres películas del día. El resumen del argumento en el programa de mano decía que era un film de espionaje. “Me ensarté”, me dije. En el intervalo entre la segunda y la tercera, de pronto, se apagaron las luces. En la pantalla, apareció el título M. El vampiro negro (1931), una película alemana de Fritz Lang en blanco y negro. Transcurría en Dusseldorf, en el siglo XX, pero no en años recientes porque la ropa de la gente, el maquillaje de las actrices y los coches, no se correspondían con los de mi infancia. Era un film antiguo. Habían cambiado el programa. Ardía de furia.
La acción de M transcurría en un ambiente de policías, delincuentes y pordioseros. Todos eran feos, estaban mal vestidos y sucios. El protagonista aparecía poco ante la cámara. Era un asesino serial de niñas, que enloquecía de miedo a toda la ciudad. La escena que más me perturbó no era de violencia. El loco criminal, M (por Mörder: “asesino”, en alemán), estaba en el baño de la pensión donde vivía y se miraba en el espejo. Peter Lorre, el gran actor húngaro norteamericano, encarnaba a ese personaje. Era de una fealdad que parecía anunciar un desequilibrio de la naturaleza. M, reflejado en el espejo, se deformaba la cara con las manos.
Bajaba las comisuras de sus labios; alteraba la forma de sus ojos estirando los rabillos, las cejas, los párpados. Buscaba parecer tan monstruoso como todos se lo imaginaban. (Los nazis ya estaban en todos lados y, en dos años, la nación entera sería un engendro como M.). Ese horror narcisista del espejo duró como mucho un minuto. Sentí que había penetrado en la intimidad obscena e inmunda de un hombre deforme de alma y de físico. Me tapé los ojos. Probablemente yo temiera que sólo el azar fuera responsable de decidir dónde habría de nacer un engendro semejante, como sostenía M.
Nada de lo que ocurriría después en el film me impresionó tanto. Por mi edad, todavía no conocía las palabras para describir la conmoción que me provocó esa escena. Durante la proyección sólo se me ocurrió un término común en esos tiempos para designar a alguien como el asesino; a menudo se la empleaba a modo de insulto: “degenerado”. No sabía muy bien qué quería decir, pero la relacionaba con el sexo, la violencia, la monstruosidad y la locura. Para un chico de esa época, el sexo seguía siendo algo vago, aunque uno estuviera “avivado”, es decir, supiera cómo se “hacían” los bebés.
Me quedé hasta el final. Salí del cine. Era de noche. Recorrí las cuadras solitarias que me separaban de mi casa casi corriendo y mirando para todos lados. Uno de los personajes de M contaba que su hijo, todas las noches, le pedía que mirara debajo la cama para saber si M estaba escondido allí. Me dio vergüenza pedirle lo mismo a mi padre. Miré con arrojo debajo de mi cama; hice lo mismo en todos los rincones de los otros ambientes, salvo en un espacio al aire libre: nuestro departamento tenía una terraza propia donde no había luz eléctrica.
A veces, el miedo engendra coraje. Les dije a mis padres que en la terraza debía de haberse caído ya no sé qué, porque no estaba en mi cartuchera de útiles para la escuela. Subí. Arriba, entre sombras reales e imaginarias, bajo el cielo nocturno, estaba el pavor que me acompañaría por dos o tres semanas.
Muchos años después, vi M por segunda vez en un ciclo de cine expresionista del Instituto Di Tella. Descubrí que esa obra maestra del suspenso y del terror, también estaba impregnada de humor. Hace tres días, volví a ver M en Qubit. La escena del espejo fue para mí, como para M, un imán nauseoso y fascinante.
Probablemente yo temiera que solo el azar fuera responsable de decidir dónde habría de nacer un engendro semejante
Me quedé hasta el final. Salí del cine. Era de noche. Recorrí las cuadras solitarias que me separaban de mi casa casi corriendo y mirando para todos lados. Uno de los personajes de M contaba que su hijo, todas las noches, le pedía que mirara debajo la cama para saber si M estaba escondido allí. Me dio vergüenza pedirle lo mismo a mi padre. Miré con arrojo debajo de mi cama; hice lo mismo en todos los rincones de los otros ambientes, salvo en un espacio al aire libre: nuestro departamento tenía una terraza propia donde no había luz eléctrica.
A veces, el miedo engendra coraje. Les dije a mis padres que en la terraza debía de haberse caído ya no sé qué, porque no estaba en mi cartuchera de útiles para la escuela. Subí. Arriba, entre sombras reales e imaginarias, bajo el cielo nocturno, estaba el pavor que me acompañaría por dos o tres semanas.
Muchos años después, vi M por segunda vez en un ciclo de cine expresionista del Instituto Di Tella. Descubrí que esa obra maestra del suspenso y del terror, también estaba impregnada de humor. Hace tres días, volví a ver M en Qubit. La escena del espejo fue para mí, como para M, un imán nauseoso y fascinante.
Probablemente yo temiera que solo el azar fuera responsable de decidir dónde habría de nacer un engendro semejante
H B.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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