Una Argentina que nos reconforta, detrás del dolor de la pandemia
Luciano Román
Gente del barrio de Flores en los balcones aplaudiendo al personal medico que trabaja en la atencion de enfermos de cornavirus.
Todos los días, para cientos de familias argentinas, la pandemia deja de ser una noticia, una maraña de cifras y un cono de conjeturas y temores, para convertirse en una tragedia tangible y en una pérdida irreparable. ¿Qué encontramos en ese territorio del dolor? Encontramos, por supuesto, un abismo de tristezas íntimas e infinitas, pero también un entramado de valores que forman parte del mejor patrimonio ético de la Argentina. Quizá valga la pena, en tiempos de tanto desasosiego y de un pesimismo muchas veces bien fundado, intentar un inventario de ese país que se resiste a su propia decadencia y que, en la hora del dolor individual y colectivo, emerge a través de la solidaridad, de un respeto que al menos no hemos extraviado del todo, y de un humanismo que anida en nuestra sociedad a pesar del deterioro moral y material que ha sufrido el tejido social.
Eulogia Merle
Lo primero que encontramos es un sistema de salud que, no obstante evidentes fragilidades, ofrece respuesta y contención. No nos encontramos con “el sistema”, sino con mujeres y hombres que, aun exhaustos, sin la retribución que se merecen ni todas las herramientas que necesitan, actúan con solvencia, con entrega, con sensibilidad y compromiso. Hay contrastes, por supuesto, y situaciones diferentes según los establecimientos y las jurisdicciones. Pero muchos testimonios permiten construir una certeza que nos tranquiliza: deteriorado, sobreexigido y desafiado por una emergencia para la que no estaba preparado, el sistema público y privado de salud conserva grandes reservas de profesionalismo y calidad humana. Es cierto que la profesión médica se ha desjerarquizado –como tantas otras–, y que hoy corren de un lado al otro, casi sin tiempo de cultivar el vínculo personal con los pacientes. Pero el humanismo médico no está extinguido, aunque pueda estar menguado. Lo mismo puede decirse de enfermeros, técnicos y administrativos, que también son engranajes esenciales del sistema. La experiencia muestra que los médicos que trabajan en la trinchera exhiben un estándar de rigurosidad y profesionalismo muy superior al que muestran los administradores de la salud pública. En ellos se encuentran –en general– mayor prudencia, sensatez y seriedad que en los ministros y funcionarios que fatigan los micrófonos abonando más la confusión que la tranquilidad ciudadana. Si la política ha actuado ante la pandemia con improvisación y oportunismo, médicos y enfermeros lo han hecho con altruismo y excelencia.
No hay una experiencia igual a otra, mucho menos cuando hablamos de pérdidas y sufrimientos personales. Pero muchas historias compartidas nos muestran que el dolor suele conectarnos con lo mejor de nuestra sociedad, aunque es imposible –por supuesto– desconocer las miserias que nunca dejan de asomar. Nos encontramos con la solidaridad que, a pesar de todas las adversidades (o precisamente por ellas), los argentinos ejercemos con natural esmero. Nos encontramos con la sensibilidad que sobrevive en el espíritu de comunidad. Aun deshumanizadas y degradadas, en nuestras ciudades todavía late el valor de la vecindad, la vocación por reconocer al otro, por ayudar al que lo necesita, por aunar fuerzas y acompañar al que sufre. Es cierto que se han perdido códigos de convivencia y ha bajado la vara ética con la que se medía la ciudadanía, pero en la hora del dolor confirmamos que todavía hay una sociedad que valora la honradez, destaca las trayectorias y distingue el coraje, la dignidad y la nobleza. En el entramado de solidaridades y reconocimientos, vemos una sociedad que –después de todo– se resiste a juntar la Biblia con el calefón y que rinde homenaje a la rectitud y la decencia. Si ponemos empeño en mirar el vaso medio lleno, veremos que conservamos tejido y musculatura social: aún funciona la valoración de los mayores, la admiración por los que marcaron una huella y siguieron una línea de conducta.
Descubrimos que, a pesar del desprecio por la educación, hay generaciones de discípulos que sienten orgullo y gratitud por sus maestros y profesores: los del aula, los de la cátedra y también los de la vida.
Obligados por el riesgo sanitario, nos encontramos con la angustia adicional de despedir a nuestros muertos casi en soledad, pero también con el consuelo de una sociedad que ha aprendido a abrazar con la mirada, que se las ingenia para acompañar y para estar cerca a pesar del distanciamiento y de la indispensable responsabilidad individual y colectiva. Nos encontramos con que las redes sociales –que saben ser la máscara que esconde sectarismos, fanatismos, intolerancia y mezquindad– también actúan como vehículo de afecto, de comprensión y de generosidad. Las redes también nos muestran a una sociedad que no ha extraviado del todo los valores de la empatía y el humanismo.
Cuando nos toca transitar el sufrimiento –tan acentuado en este año de pandemia– valoramos el talento excepcional que tenemos los argentinos para cultivar la amistad. Puede parecer un enunciado entre lírico y retórico, pero es un activo enorme de nuestra sociedad, como de muchas otras comunidades latinas. Los extranjeros que viven o han vivido en la Argentina lo destacan como uno de los mejores valores que nos identifican. Se aprecia la naturalidad con la que ponemos el hombro, con la que compartimos dolores y alegrías, con la que corremos a abrazar y a estar cerca del que lo necesita. Descubrimos la increíble fortaleza que suelen tener en nuestras comunidades los lazos afectivos y la vitalidad con la que florecen esos vínculos, aun cuando hayan estado adormecidos. Tenemos un sentido especial de la familia, de la amistad, de la vecindad. Los argentinos –enredados en una compleja trama de fragmentación y desencuentros que ha tejido la historia contemporánea– conservamos la capacidad de mirar por encima de nuestras diferencias. Es, seguramente, un valor que debemos reforzar y recuperar, porque se ha debilitado en los abismos de una grieta que excede a la política. Pero es un valor que está vivo, y que forma parte –al fin y al cabo– de nuestra identidad y nuestra esencia.
Por supuesto que el dolor no puede nublarnos la mirada. Cualquiera que camine por ese territorio se encontrará, como siempre, con un país que funciona entre mal y peor: oficinas públicas paralizadas o trabadas por su propia burocracia; sistemas más proclives a caerse que a levantarse; una Justicia lenta, indolente y chapucera; un Estado que no pierde ni la ocasión más inoportuna para manotear y meter la mano en el bolsillo del ciudadano.
Desde que se declaró la pandemia, han muerto por esa causa más de 50.000 argentinos. Es difícil saber cuántas de esas muertes se podrían haber evitado o demorado. La muerte, al fin y al cabo, es la única certeza que nos acompaña en la vida. Pero si hay algo que puede atenuar el sufrimiento colectivo, así como el desgarro íntimo y punzante de tantos hijos que hemos perdido a un padre o una madre, es mirar lo que queda de la mejor Argentina, sin ignorar –por supuesto– lo mucho que debemos reconstruir.
En un país lleno de frustraciones y fracasos, atravesado por desencuentros y agobiado por crisis recurrentes, comprobamos, en la hora del dolor, que también hay formidables reservas de humanismo y que pertenecemos, en general, a comunidades hechas de buena madera. Se lo debemos a nuestros viejos. Honrar ese legado y valorar lo que nos queda nos ayudará, seguramente, a recobrar la esperanza.
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