En un barco rumbo a Europa, las delicias de navegar
El gran viajero de la literatura argentina del siglo XIX da la vuelta al mundo en las páginas de El excursionista del tiempo; en este fragmento del capítulo “Sobre Cuberta” rememora la vida a bordo
por Lucio V. Mansilla
Yo soy el genio de los buenos viajes. Navegamos con mar bonancible y tiempo fresco cruzando latitudes de fuego. Todo capitán en cuyo buque yo me embarco debiera pagarme una prima, seguro de llegar con felicidad a su destino. Conmigo pueden viajar tranquilos hasta frailes.
Mañana estaremos a la altura de Pernambuco. Las horas se deslizan con su deliciosa monotonía. Las espinas de esa “selva salvaje, áspera y enmarañada” no se sienten aquí. A no dudarlo, son más felices que los que se quedan, los que se van. La ley de las afinidades electivas se ha cumplido ya; los vínculos se han formado, las relaciones están hechas. Los que a la hora de ésta no se han hablado ni saludado son seres que se repelen instintivamente. Darían la vuelta al mundo juntos sin conocerse, como los dos ingleses de la caricatura de Leech.
La vida de a bordo tiene sus encantos. Pero, como todas las vidas que el destino nos depara, tiene uno que saber arreglarla.
Hay para la besía y para la otra, tela en que cortar. Los camarotes son cómodos, limpios, aseados; grandes los cuartos de baño, con toallas ásperas y suaves, y agua dulce para quitarse la grasitud de la salada; pueden tomarse fríos y calientes. En estos vapores del PSNC a las 9 se almuerza; a la 1 se toma el lunch; a las 5 se come; a las 8 viene el té. Temprano, antes de almorzar, puede uno desayunarse con té, café, pan y manteca. Los mozos de cámara no hablan sino inglés. Pero saben adivinar las necesidades del que tiene bastante cacumen para hacerse entender. Un gesto, un ademán, una mueca, valen una frase elocuente en casos apurados. Los argentinos comienzan a viajar. Están ya casi olvidados aquellos tiempos en que un viaje era asunto de un concilio ecuménico de familia, de testamento, de reliquias, de velas a los santos, recordando a Filicaya cuando describe la tempestad:
Chi si raccomandi San Telmo, chi á la vergine Maria; Chi fa voto di non far moglie, per amor de Dio.
[…] La tarde es, en efecto, la gran hora de a bordo. Repleto el estómago, cargada la cabeza, satisfecha la bestia, en fin, las inclinaciones y tendencias se revelan con interesante y significativa espontaneidad. Unos meditan la comida; otros la duermen; éste la conversa; aquél la pasea. Yo pertenezco al último género. La cubierta es tan amplia que incita. Puedo hacer 60 pasos y aun 80 sin estorbo alguno. Todas las tardes, como buen porteño, doy mi paseo mental por la calle de la Florida. Ayer lo hice en 82 idas y venidas. Salí de la puerta del Club del Progreso, llegué hasta la calle del Paraguay; iba a seguir, me detuvieron los abismos y precipicios –no me atreví a cruzar el puente, ni a bajar los escalones, esas dos obras maestras y monumentales de nuestra edilidad–. De allí, volví al punto de partida, habiendo saboreado un regular cigarro habano, visto, sonreído y saludado a no poca gente conocida. Todo el high life empezaba a afluir hacia Palermo en busca de aire oxigenado. Los habituados, como Rufino Elizalde, hacían su postrera evolución de fastidio. Me sentí fatigado. Había caminado 25 minutos sin descontinuar sobre un suelo movedizo, ruda tarea para los tendones en el empeño de no perder uno, con el centro de gravedad, la marcialidad.
SOBRE CUBIERTA FUE PUBLICADA ORIGINALMENTE EN EL DIARIO LA TRIBUNA NACIONAL, EN 1881, CON EL SEUDÓNIMO DE JUAN DE DIOS
Pero es nada el porte, cuando hay espectadores de ambos sexos. Me acuerdo de una guasa de Córdoba que, entregándole un hijo a don Elías Bedoya, para que se lo educara, le decía: “¡Haga de él lo que quiera, mi señor, pero enséñemele lo que su mercé sabe, sobre todo esa gracia para caminar!”. Me senté y una vez a mis anchas pensé en lo feliz que es la criatura humana. ¡Cuántos recursos para el placer dentro de su doble naturaleza! Y, ¡terminada la comida hay todavía el espiritismo, con su pluralidad de mundos, sus reencarnaciones, y sus resurrecciones! Aquí, un comerciante italiano, Alejandro Piaggio, lee a Dante (tenemos a nuestra disposición una biblioteca de trescientos volúmenes); otro, comerciante alemán Reimer,
The Peninsular War; un inglés, The Army and Navy Gazette; un viejo francés tiene un tomo, que no lee, de aquel de quien el Centenario dijo: “Qui que tu sois, voici ton maître; Il l’est –le fut– ou le doit etre”; fuma su pipa, extasiado en la mar, en la mar que no se describe, porque no tiene carácter. Es como la mujer, ondulante y caprichosa. Se necesita verla, sentirla, saber entregarse a ella, tener confianza en que sus abismos no son tan peligrosos. Allí, un grupo cosmopolita de señoras conversa de nada. Unos se pasean; otros se apoyan sobre la borda. Los niños corren, ríen, gritan. Un bebé es acariciado por todos. Un angelito de 8 años, sordomudo, concentra todas las simpatías. Los perezosos dormitan en sus sillas de viaje, habiendo tomado posiciones poco esculturales. Si algunos de ellos se vieran las caras se despertarían. El rostro dormido revela toda el alma, porque no puede fingir. Funcionan el trapecio y la hamaca, y hasta el tejo; la cubierta tiene espacio para todo. Una niñita, ya grande, juega a las muñecas. Ha elegido un buen sitio y está sola. Las viviendas van tomando forma con libros, canastas y cajas de cigarros vacías.
La veo trabajar. Ya están colocadas las parejas, arreglada la familia. Va, viene. Sabe inconscientemente lo que es una perspectiva. Se coloca a cierta distancia. Vuelve. Rectifica la simetría de sus aposentos y salones, la actitud de sus personajes. Está atareada como si esperara visita o tuviera gente a comer. Pone, quita, acomoda de nuevo, se retira una vez más, se detiene, observa, fija inquieta sus lindos ojitos en todo aquel aparato detestable, como temerosa de que un soplo de viento importuno o un sacudimiento repentino, inesperado, lo derribe; alza los brazos, junta las manos, se aplaude, por fin, como si sus muñecas fueran a hablar. Ésta será decididamente madre.
Pero es nada el porte, cuando hay espectadores de ambos sexos. Me acuerdo de una guasa de Córdoba que, entregándole un hijo a don Elías Bedoya, para que se lo educara, le decía: “¡Haga de él lo que quiera, mi señor, pero enséñemele lo que su mercé sabe, sobre todo esa gracia para caminar!”. Me senté y una vez a mis anchas pensé en lo feliz que es la criatura humana. ¡Cuántos recursos para el placer dentro de su doble naturaleza! Y, ¡terminada la comida hay todavía el espiritismo, con su pluralidad de mundos, sus reencarnaciones, y sus resurrecciones! Aquí, un comerciante italiano, Alejandro Piaggio, lee a Dante (tenemos a nuestra disposición una biblioteca de trescientos volúmenes); otro, comerciante alemán Reimer,
The Peninsular War; un inglés, The Army and Navy Gazette; un viejo francés tiene un tomo, que no lee, de aquel de quien el Centenario dijo: “Qui que tu sois, voici ton maître; Il l’est –le fut– ou le doit etre”; fuma su pipa, extasiado en la mar, en la mar que no se describe, porque no tiene carácter. Es como la mujer, ondulante y caprichosa. Se necesita verla, sentirla, saber entregarse a ella, tener confianza en que sus abismos no son tan peligrosos. Allí, un grupo cosmopolita de señoras conversa de nada. Unos se pasean; otros se apoyan sobre la borda. Los niños corren, ríen, gritan. Un bebé es acariciado por todos. Un angelito de 8 años, sordomudo, concentra todas las simpatías. Los perezosos dormitan en sus sillas de viaje, habiendo tomado posiciones poco esculturales. Si algunos de ellos se vieran las caras se despertarían. El rostro dormido revela toda el alma, porque no puede fingir. Funcionan el trapecio y la hamaca, y hasta el tejo; la cubierta tiene espacio para todo. Una niñita, ya grande, juega a las muñecas. Ha elegido un buen sitio y está sola. Las viviendas van tomando forma con libros, canastas y cajas de cigarros vacías.
La veo trabajar. Ya están colocadas las parejas, arreglada la familia. Va, viene. Sabe inconscientemente lo que es una perspectiva. Se coloca a cierta distancia. Vuelve. Rectifica la simetría de sus aposentos y salones, la actitud de sus personajes. Está atareada como si esperara visita o tuviera gente a comer. Pone, quita, acomoda de nuevo, se retira una vez más, se detiene, observa, fija inquieta sus lindos ojitos en todo aquel aparato detestable, como temerosa de que un soplo de viento importuno o un sacudimiento repentino, inesperado, lo derribe; alza los brazos, junta las manos, se aplaude, por fin, como si sus muñecas fueran a hablar. Ésta será decididamente madre.
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.