Las ceremonias íntimas del adiós
Las gratitudes, nueva novela de Delphine De Vigan, y Madres e hijos, de Theodor Kallifatides, se centran en el instante irrepetible de la última despedida, cuando las palabras parecen encontrar sus límites
V. B.
Dufour
Ante la cercanía de la muerte, el acto de la despedida se vuelve un momento trascendental. Hoy, con la pandemia, la necesidad de ese último adiós vuelve a estar en primer plano. La gratitud, el afecto, las cuestiones pendientes, los deseos incumplidos, todo parece confluir en ese instante final. Y aun así, es difícil transitarlo, las palabras se desvanecen ante lo indecible de la vivencia. La literatura acepta el desafío y aborda el tema, una y otra vez, en la búsqueda de dar forma a un lenguaje capaz de hacer posible la experiencia del adiós.
Algunas obras ya son un emblema del tema, como ocurre con Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo que empieza justo ahí, en la muerte de una madre que le expresa a su hijo un último deseo: volver a Comala a buscar a su padre. Y el pedido se convierte en el impulso que mueve la trama. Podría decirse que toda la historia de Rulfo es una gran despedida a una América Latina sepultada en el desierto.
"El núcleo de la historia que cuenta De Vigan no es la muerte, sino lo que puede hacerse por otro antes de la partida"
Unas décadas antes, del otro lado del océano Atlántico, Marcel Proust daba forma en En busca del tiempo perdido a una de las grandes escenas de despedida, con un joven Marcel que no puede enfrentar la muerte de su abuela adorada. Lo hace recién un año más tarde, cuando vuelve al hotel del balneario donde iban juntos, se acuesta en su vieja habitación, y no oye los golpecitos que ella solía darle a través de la pared para reconfortarlo. La ausencia logra que el pasado se instale en su presente y pueda aceptar, al fin, la separación.
En la misma búsqueda, solo que contemporánea, la reciente novela Las gratitudes, de la francesa Delphine De Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), encuentra en la amistad con una anciana el hilo de oro para adentrarse en ese momento final en que parece no haber ya tiempo para decir todo lo que se quiere decir.
La muerte ronda Las gratitudes desde el comienzo. Michka Seld es una anciana con apariencia de niña que salvó a Marie en su infancia, y debe mudarse a una residencia porque ya no puede vivir sola. Sufre afasia, las palabras se le escapan sin que pueda hacer nada, las busca en su cabeza, debajo de la cama, a través de la ventana de su cuarto. Michka habla en una lengua menguada y confusa, llena de palabras mal dichas o con su sentido invertido, algo que la traducción capta con humor y ternura.
Sin embargo, el núcleo de la historia que cuenta De Vigan no es la muerte, sino lo que puede hacerse por otro antes de la partida. Si bien Michka parece borrarse de a poco, desea profundamente cerrar su pasado, decir gracias a la familia que la salvó en su momento del holocausto. No es la única que tiene una necesidad de ese tipo. Los dos personajes que narran la historia –Marie, la joven amiga, y Jerôme, un logopeda que ayuda a la anciana a través de juegos y charlas– quieren estar a la altura del momento que les toca vivir. Lo importante para todos ellos es expresar la gratitud antes de que ya no sea posible. Ya la primera página de Las gratitudes se centra en el monólogo de Marie: “Importar, deber, ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”.
El tema de la despedida no es nuevo para De Vigan. En su novela más conocida, Nada se opone a la noche, exploró la cuestión desde un ángulo perturbador. Empieza a escribirla cuando su madre se suicida. Es la propia autora la que la encuentra muerta, después de varios días. Podría pensarse que ya no hay despedida posible; aún así, De Vigan reconstruye quién fue Lucile a través de los testimonios de las personas que la conocieron, las fotos, las grabaciones de su abuelo. De ese modo, parte de la idea que tenía de su madre para entenderla a través de los otros. Hay una vocación documental que eleva la escritura de una primera persona del singular al nosotros plural. Decir adiós puede significar entender al que se fue y así encontrar la paz.
Muy cerca del cuerpo y la memoria, la argentina Sylvia Molloy tramó hace unos años una suerte de adiós en Desarticulaciones, libro inclasificable en el que con retazos de recuerdos se intenta entender a la persona que se ama antes que se disgregue. Son hechos cotidianos, gestos mínimos, detalles significativos los que ayudan a encontrarla. Aquí no es la muerte el límite, sino el olvido que avanza inexorablemente en el ser amado. Es una despedida urgente, un seguir el rastro, atar la memoria al papel antes que el otro se convierta en un vacío insondable.
También la ternura puede ser un camino para transitar la despedida. En Madres e hijos, de Theodor Kallifatides (Molaoi, 1938), que acaba de aparecer en castellano, el autor griego exiliado en Suecia narra la visita que le hace a su madre de noventa y dos, que vivía al momento de la narración en Atenas. Ambos saben que es probable que no vuelvan a verse. Las frases directas y la reflexión honda reconstruyen la vida familiar, y sobre todo, trazan el dibujo de un amor inmenso hacia una madre a punto de perderse. Tener una madre significa llevar siempre dentro de uno un principio de narración, la impresión de que algo nuevo está por comenzar, anota Kallifatides a modo de conclusión.
Todavía puede imaginarse una última forma de adiós, llena de misterio, como sucede en el cuento “Nadar de noche” del recientemente fallecido Juan Forn. Un padre visita a su hijo una noche de verano, vuelven a encontrarse, charlan. Todo es perfecto y también imposible. Esta despedida que sigue a la despedida es una de las historias más conmovedoras que alcanzan a hablar de los vínculos que subsisten más allá de la muerte.
Las gratitudes
Por Delphine De Vigan
Anagrama
Trad.: Pablo M. Sánchez
176 páginas
$ 1295
Madres e hijos
Por Theodor Kallifatides
Galaxia Gutenberg
Trad.: Selma Ancira
174 páginas
$ 1195
Dufour
Ante la cercanía de la muerte, el acto de la despedida se vuelve un momento trascendental. Hoy, con la pandemia, la necesidad de ese último adiós vuelve a estar en primer plano. La gratitud, el afecto, las cuestiones pendientes, los deseos incumplidos, todo parece confluir en ese instante final. Y aun así, es difícil transitarlo, las palabras se desvanecen ante lo indecible de la vivencia. La literatura acepta el desafío y aborda el tema, una y otra vez, en la búsqueda de dar forma a un lenguaje capaz de hacer posible la experiencia del adiós.
Algunas obras ya son un emblema del tema, como ocurre con Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo que empieza justo ahí, en la muerte de una madre que le expresa a su hijo un último deseo: volver a Comala a buscar a su padre. Y el pedido se convierte en el impulso que mueve la trama. Podría decirse que toda la historia de Rulfo es una gran despedida a una América Latina sepultada en el desierto.
"El núcleo de la historia que cuenta De Vigan no es la muerte, sino lo que puede hacerse por otro antes de la partida"
Unas décadas antes, del otro lado del océano Atlántico, Marcel Proust daba forma en En busca del tiempo perdido a una de las grandes escenas de despedida, con un joven Marcel que no puede enfrentar la muerte de su abuela adorada. Lo hace recién un año más tarde, cuando vuelve al hotel del balneario donde iban juntos, se acuesta en su vieja habitación, y no oye los golpecitos que ella solía darle a través de la pared para reconfortarlo. La ausencia logra que el pasado se instale en su presente y pueda aceptar, al fin, la separación.
En la misma búsqueda, solo que contemporánea, la reciente novela Las gratitudes, de la francesa Delphine De Vigan (Boulogne-Billancourt, 1966), encuentra en la amistad con una anciana el hilo de oro para adentrarse en ese momento final en que parece no haber ya tiempo para decir todo lo que se quiere decir.
La muerte ronda Las gratitudes desde el comienzo. Michka Seld es una anciana con apariencia de niña que salvó a Marie en su infancia, y debe mudarse a una residencia porque ya no puede vivir sola. Sufre afasia, las palabras se le escapan sin que pueda hacer nada, las busca en su cabeza, debajo de la cama, a través de la ventana de su cuarto. Michka habla en una lengua menguada y confusa, llena de palabras mal dichas o con su sentido invertido, algo que la traducción capta con humor y ternura.
Sin embargo, el núcleo de la historia que cuenta De Vigan no es la muerte, sino lo que puede hacerse por otro antes de la partida. Si bien Michka parece borrarse de a poco, desea profundamente cerrar su pasado, decir gracias a la familia que la salvó en su momento del holocausto. No es la única que tiene una necesidad de ese tipo. Los dos personajes que narran la historia –Marie, la joven amiga, y Jerôme, un logopeda que ayuda a la anciana a través de juegos y charlas– quieren estar a la altura del momento que les toca vivir. Lo importante para todos ellos es expresar la gratitud antes de que ya no sea posible. Ya la primera página de Las gratitudes se centra en el monólogo de Marie: “Importar, deber, ¿Es así como se mide la gratitud? En realidad, ¿fui suficientemente agradecida? ¿Le mostré mi agradecimiento como se merecía? ¿Estuve a su lado cuando me necesitó, le hice compañía, fui constante?”.
El tema de la despedida no es nuevo para De Vigan. En su novela más conocida, Nada se opone a la noche, exploró la cuestión desde un ángulo perturbador. Empieza a escribirla cuando su madre se suicida. Es la propia autora la que la encuentra muerta, después de varios días. Podría pensarse que ya no hay despedida posible; aún así, De Vigan reconstruye quién fue Lucile a través de los testimonios de las personas que la conocieron, las fotos, las grabaciones de su abuelo. De ese modo, parte de la idea que tenía de su madre para entenderla a través de los otros. Hay una vocación documental que eleva la escritura de una primera persona del singular al nosotros plural. Decir adiós puede significar entender al que se fue y así encontrar la paz.
Muy cerca del cuerpo y la memoria, la argentina Sylvia Molloy tramó hace unos años una suerte de adiós en Desarticulaciones, libro inclasificable en el que con retazos de recuerdos se intenta entender a la persona que se ama antes que se disgregue. Son hechos cotidianos, gestos mínimos, detalles significativos los que ayudan a encontrarla. Aquí no es la muerte el límite, sino el olvido que avanza inexorablemente en el ser amado. Es una despedida urgente, un seguir el rastro, atar la memoria al papel antes que el otro se convierta en un vacío insondable.
También la ternura puede ser un camino para transitar la despedida. En Madres e hijos, de Theodor Kallifatides (Molaoi, 1938), que acaba de aparecer en castellano, el autor griego exiliado en Suecia narra la visita que le hace a su madre de noventa y dos, que vivía al momento de la narración en Atenas. Ambos saben que es probable que no vuelvan a verse. Las frases directas y la reflexión honda reconstruyen la vida familiar, y sobre todo, trazan el dibujo de un amor inmenso hacia una madre a punto de perderse. Tener una madre significa llevar siempre dentro de uno un principio de narración, la impresión de que algo nuevo está por comenzar, anota Kallifatides a modo de conclusión.
Todavía puede imaginarse una última forma de adiós, llena de misterio, como sucede en el cuento “Nadar de noche” del recientemente fallecido Juan Forn. Un padre visita a su hijo una noche de verano, vuelven a encontrarse, charlan. Todo es perfecto y también imposible. Esta despedida que sigue a la despedida es una de las historias más conmovedoras que alcanzan a hablar de los vínculos que subsisten más allá de la muerte.
Las gratitudes
Por Delphine De Vigan
Anagrama
Trad.: Pablo M. Sánchez
176 páginas
$ 1295
Madres e hijos
Por Theodor Kallifatides
Galaxia Gutenberg
Trad.: Selma Ancira
174 páginas
$ 1195
http://indecquetrabajaiii.blogspot.com.ar/. INDECQUETRABAJA
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