viernes, 3 de mayo de 2019

HABÍA UNA VEZ...,


Memoria de una herida adolescente
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No recuerdo haber vuelto a llorar así. Tenía diecisiete años. Era lunes. Era marzo. Debía buscar los resultados del curso de ingreso al Conservatorio Nacional de Arte Dramático. Quería ser actriz. Salí de casa, en Lomas de Zamora, sur del conurbano bonaerense, caminé seis cuadras, tomé el tren, bajé en Constitución, subí primero a un subte, después a otro y volví a la calle más de una hora después, en Palermo. Avancé unas cuadras hasta esa casona hermosa y clara ubicada en la esquina de French y Aráoz. El sol iluminaba los árboles. El aire fresco del otoño, también. Y yo entré. En uno de los pasillos, en una hoja blanca pegada en la cartelera decía "Ingresantes". Había solo seis nombres.
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De los treinta que integrábamos mi clase, solo seis lo habían conseguido. Y mi nombre no estaba en la lista. La leí de nuevo. No estaba en la lista. La leí otra vez. No estaba. Una más. Otra. Otra. Permanecí algunos minutos frente a ese pedazo de papel, vacía, sin aire, perdida, hasta que una compañera me tomó del brazo y me dijo "vamos".
Entonces lloré.
Lloré en la calle, en la escalera del subte, en el subte, en la cara de los pasajeros, en la estación, en los asientos anaranjados del tren Roca, en la peatonal, en el ascensor, cuando llegué a casa, cuando abrí la puerta, cuando abracé a mi madre, cuando me tiré sobre la cama de acolchado azul y estrellas doradas.
Lloré en el auto de alguien. En una esquina. Mientras comía.
Lloré la ilusión, la sangre, el fracaso.
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Lloré la infancia y mi debilidad.
Lloré la religión que no tengo, la opinión ajena, las miradas.
Lloré la compasión, la impotencia, mi ingenuidad, mi altanería, la vida que no fue, la que no es y la que no sería.
Lloré con la garganta, con la mente, con los huesos, con cigarrillos, con desprecio, con asco.
Lloré con razón. Temblando. A contramano. Helada.
Lloré como chico, como viejo.
Como viva, como muerta, como seca.
Estuve meses sin saber qué hacer. Mientras mis excompañeros de colegio iban a sus universidades, yo dejaba pasar los días, que se repetían en un agobio que me ahogaba porque no podía dejar de pensar en las caras de aquellos que habían conseguido lo que yo no.

Recuerdo la presión en la garganta, el ardor en la frente, la congoja en la piel. Las horas sin respuesta. La ira muda pero inmensa. Los imaginaba allí, descalzos, gustosos, valientes. Tan vivos. Los maldecía. Desde mi cuarto del barrio acomodado del municipio del primer cordón de la ciudad, en un quinto piso, tan lejos de las luces, de las carteleras, de los teatros. De la vida. Desde el centro de una familia que en el fondo sabía que yo lo iba a intentar. Lo auguraban los videos caseros en los que se me veía a los dos años con una musculosa larga y rayada y ajena que lucía como vestido, con muchos collares, con poco equilibrio pero capaz de moverme al ritmo de la música y a mi modo.
Lo auguraban las noches de cenas en el departamento de la calle Azara con amigos de mis padres, en las que me calzaba unos zapatos de taco y de charol que me quedaban inmensos y bailaba como Nacha Guevara "Mi ciudad" mientras ellos tomaban café o alcohol y fumaban.
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Lo sabían porque se me notaba, porque mi prima estudiaba danzas en lo de una tal Sarita y yo no hacía otra cosa que envidiarla. A ella, su galera y su bastón. Lo sabían porque me encerraba en mi cuarto y cantaba y actuaba y soñaba. Porque me lo creía. Porque en los viajes en el Peugeot 504 de mi padre, ese de color champagne que a mí tanto me gustaba, mi madre ponía un casete con el tema de La Joven Guardia "La reina de la canción", y yo quería ser ella.
Tiempo después de aquel no tan profundo, de aquel llanto grosero, ácido, animal, que me había marcado el gesto para siempre, algo pasó. No puedo identificar bien qué. Quizá fue el hartazgo, la condescendencia, el olvido, el ocio. Quizá fue la vergüenza o mi cuerpo, que se cansó y que volvió a sentirse joven. Tal vez no fue nada. Un recuerdo. La adultez.
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Pero sucedió y entonces tomé una decisión: iba a estudiar Letras y nunca más iba a volver a intentar ingresar en el conservatorio. Hoy vivo a nueve cuadras de aquella casona de brillo blanco y plantas y sin embargo no me acerco. Jamás. La esquivo. Para ignorarla. Para matarla. Para seguir. Me da miedo pasar y volver a sentir esas ganas que tuve y que logré callar.

D. C.

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