El canto onírico de una ópera: volvía a mí un sueño recurrente e intrigante
Lentamente, y a través de las semanas, el tiempo parecía interrumpido. Colmado por un sosiego apacible. Plácido e irreverente. Lejos de teléfonos e internet, se vivía con una injerencia propia sobre las horas y los días. Había parado de llover. Mi memoria parecía detenida y serena. Cuando de a ratos cambiaba la posición de mis piernas, que estaban cansadas tras una larga caminata hecha esa misma mañana, lograba sentirme como en la niñez, como cuando me echaba en los pastizales a retozar con los perros.
Me encontraba sentado afuera, al reparo del tinglado. Observaba caer una gota intermitente. Se deslizaba por el doblez de la chapa negra del techo aunando fuerzas; al llegar al final, caía en cámara lenta golpeando un terrón de tierra negra en el piso. En mi mano cerrada tenía una piedra muy redonda de la cascada, era perfectamente cilíndrica y lustrosa, del tamaño de un huevo. Su impecable forma curva expresaba su historia de erosión, dada por el rodar y rodar, miles de años en lechos de arroyuelos andinos. Las gotas tenían vida y la roca, que pasaba de una mano a la otra, parecía expresar mi estado de ánimo de abstracta contemplación. Hacía días la llevaba en el puño o en los bolsillos. Sobre mis piernas, cubiertas por mi antiguo poncho de vicuña, dormía un libro abierto, una antología de poesía inglesa, que contenía muchos de los tesoros que habían inspirado mi vida.
Una enorme canasta de hinojos medianos que había limpiado cuidadosamente en el mismo lugar con mi pequeño cuchillo de oficio, quedarían toda la noche confitándose suavemente al rescoldo del horno de barro, sumergidos en grasa de chancho con mucho ajo y romero. Serían la guarnición de un enorme lenguado que cocinaría al día siguiente sobre el fuego, apoyado sobre una cama de bambú y servido con una ensalada de salvia frita, acompañado por un champagne de Reims del que se hicieron solo quinientas botellas, fermentado a muy baja temperatura, con una pasada por toneles de roble quemados, con uva cosechada tardíamente.
Esos días volvía a mi memoria, recurrentemente, un intrigante sueño que había tenido unas semanas antes mientras dormía en Mendoza: estaba en Viena, Austria, y llegaba de noche a una casa donde estaba invitado a comer. Alguien me abría la puerta, estaba oscuro, pero frente a mí veía una larga y amplia escalera circular que subía. De la parte superior provenía luz y se escuchaban voces. Me sentía contento por llegar, y las alegres exclamaciones me inspiraron a cantar, con intensión de barítono, un aria ficticia en alemán mientras caminaba lentamente hacia arriba. Dormido, elegí las pocas palabras que sé de una poseía alemana, que memorizo. Modulando con tono muy grave: Ich bin Ich, und du bist du. Wenn ich rede, horst du zu. Luego de varios fraseos a muy viva voz, Vani, que dormía a mi lado, me despertó aterrorizada, pensando que me estaba muriendo. Era de madrugada. Mi hija Heloisa también había llegado corriendo de su cuarto y me miraba, sonriendo, solo porque muchas veces, despierto, le había hechos esas representaciones operísticas ufanas.
Les expliqué que soñaba que estaba en Viena y que subía con enorme felicidad una escalera hacia un lugar donde había gente conversando, mientras cantaba, quizás anunciándome. Nos reímos tanto que no pudimos volver a dormir. Aquello quedó en mi memoria con la enorme intriga de no haber llegado al nirvana hacia donde me dirigía, ni quienes eran mis anfitriones ni por qué.
"Y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son".
Calderón de la Barca
F. M.
"Y el mayor bien es pequeño, que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son".
Calderón de la Barca
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