Los feos
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Miguel Espeche
Allí andan por el mundo los feos. De acá para allá, hacen su vida, transitando entre nosotros (quizás también feos) con mayor o menor conciencia de su condición. Existen y están allí frente a nuestros ojos, sin demasiados pudores. Feos, a veces horribles, nos permiten ver en ellos aquello que no queremos para nosotros ni para nadie, generando, en quienes perciben esa fealdad, rechazo, desprecio, asco, miedo o, tal vez, lástima o indiferencia.
Sí, es verdad: cuando hablamos de fealdad hablamos de algo que va más allá de los corsés estéticos con los cuales hemos aprisionado nuestra capacidad de percibir la belleza. De hecho, y como ejemplo respecto de lo antedicho, el bueno de Shrek no era feo, pero sí, convengamos, distinto. Los perspicaces sabían desde el inicio de la película que el susodicho era lindo, portando su color verde y algo entrado en kilos, por el hecho de ser, justamente, un ogro. un ogro macanudo.
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Los feos verdaderos sostienen su fealdad en su condición anímica y no en su forma física. Sostenemos esa tesis a fuerza de ver, vida mediante, que en definitiva es el amor (del que mira y del que es mirado) y no la domesticación estética lo que marca la diferencia entre lo lindo y lo feo.
Cuando hablamos de "feos" nos referimos a quienes tienen mala onda, no irradian calidez o autenticidad, cultivan rostros hieráticos que demuestran más amor al espejo que a otra cosa, o delatan en su forma corporal la falta de amor, el abandono, la violencia y el dolor en sus muy variadas formas. No hablamos de gordos, narigones o pelados, sino de gente atrapada por su ego o por el laberinto de sus heridas.
Hace unos días, bajo la Torre Eiffel, chicas ligeras de ropas y portadoras de cuerpos y talles grandes hicieron un desfile reivindicando a quienes no reúnen las condiciones de belleza que imponen los pontífices de la moda. Sus cuerpos exuberantes proclamaban el derecho de habitar la palabra "belleza", despeinando un poco la ya conocida tiranía anoréxica que habita nuestra cultura.
La idea es interesante y va en la línea de lo que sostenemos. Entrenar la mirada para ver la belleza que habita la vida misma es, sin dudas, una materia que debiera enseñarse en los colegios. Dejar de lado la idea de castas superiores y de diosas y dioses de la belleza para pasar a descubrir aquello que brilla en las personas y las hace lindas, ese sí es un fecundo ejercicio y en el desfile de la Torre Eiffel se vislumbró la posibilidad de mirar así las realidades humanas.
Hay afinidades, hay químicas, hay atracciones o rechazos. No hablamos mal de eso, sobre todo porque todos tenemos derecho a tener un mapa de lo que nos parece cercano o lejano en ese territorio. Pero decimos que vale revisar esos mapas, sobre todo, porque si se trata de mapas mezquinos o demasiado estereotipados corremos el riesgo cierto de ser víctimas de nuestro propio criterio y terminar autosegregando parte de nosotros mismos. Bien lo saben aquellos que, tras habitar un olimpo que creían eterno, se sienten amenazados por la edad, las arrugas, los rollos, la pelada y otras cualidades humanas que, si no se aprende a ver lo esencial, se tornarán una amenaza cuando la vida y el tiempo hagan lo suyo.
Todos tenemos un lugar en el mundo, seamos como seamos. Tener conciencia de eso genera un estado difícil de definir que, sin embargo, hace que el cuerpo irradie presencia y como tal genere buenos vínculos. No se trata de tallar cuerpos para que se amolden a los modelos, sino de tomar conciencia de lo bendito de ese lugar que habitamos y que nos hace ser lo que somos, para brillar tranquilos, sin tenerle miedo a esa fealdad que solo vive en la mirada del desamor.
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