miércoles, 14 de agosto de 2019

HABÍA UNA VEZ...,


La magnífica poda del cerezo: sostén lúdico de una vida irreverente
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Lejos de las casas, al subir las colinas se divisa, en el bajo, un pequeño valle verde alimentado por una vertiente. Allí, hace muchas décadas alguien plantó un frutal que creció magno y robusto.
Me desperté bastante temprano, sabía lo que quería hacer. Durante la primavera y el verano había puesto una gran mesa con sillas debajo del viejo cerezo, aunque sabía que necesitaba solo una. No es fácil encontrar compañía silenciosa que quiera pasar el día entero sin hablar, soñando, escribiendo, pensando y escuchando las diez sinfonías de Mahler a la sombra. Durante esos largos días había observado que el acogedor árbol tenía muchas ramas secas. Meses después, en la fría mañana llevé con cuidado y esfuerzo mi extensa escalera tijera de madera y lentamente fui alzándola en apoyo sobre las ramas, logrando abrirla en un hueco, pegada al tronco principal.
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Había llevado una canasta con mis cuchillos, condimentos, una corvina negra mediana y un repollo pequeño para preparar el almuerzo.
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Tomé mi sierra de poda y comencé a subir. A los pocos minutos ya estaba trepado al árbol, más alto que la escalera. Desde la cúspide todo parecía más leve con la brisa agraciada de humos, por una quema de ramas vecinales. Las colinas, con sus pastizales verdes de tanta lluvia otoñal, majestuosas y carnales, me devolvían cada semblante y gesto humano de mis días. Desde la mesa sonaba el Canon & Gigue de Johann Pachelbel, que es una insinuación inconclusa a todo lo posible, una promesa de esperanza, por el amor de encontrar nuevos pasos, por sorprender las ilusiones antes que me sorprendan y quedarme con el aura de mi promesa.
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Ese día, en la altura de las ramas, me busqué una vez más, en la custodia y amparo de preservar al niño que siempre fui. Un sostén lúdico de una vida irreverente que siempre se alimentó de las semillas que me fueron legadas como símbolo de una inocencia perdida.
Mientras pensaba y disfrutaba del macizo cerezo estoico, que hacía honor a mi peso y edad, cuidando mis pasos con su áspera corteza, dando apoyo a mis pisadas, fui cortando las ramas secas desde lo más alto hacia abajo, las más grandes caían estrepitosamente y yo me sentía cada vez mas cómodo entre los gajos que en primavera darían un denso follaje de hermosas flores y deliciosos frutos al comienzo del nuevo verano.
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Me daba cuenta de que con el correr del tiempo quedaban atrás los triviales estrépitos y alborotos mundanos del ayer, reposando otra vez mis ojos en el mismo silencio que me enseñaron a abrazar los perros de mi niñez, echados en los pastizales, al cuidado del sol de invierno. Podía imaginar fotográficamente mis días, sentado en los acantilados de la laguna, nadando entre las rocas, mirando las bandadas de patos que con la última luz buscan sus guaridas nocturnas, conmovido por una vida atada con hilvanes al aliento de ayer. Solo gozando del presente.

Me bajé de la larga escalera cerca del mediodía y ordené las ramas secas por tamaños, guardando cascarillas y astillas para encender un fuego que rápidamente crepitó en llamas. Enterré primero el repollo entre las cenizas y las brasas y una hora después, luego de condimentar la corvina con ajo, orégano, sal de mar y pimienta, la dispuse de la misma forma.
Mi amada llego caminado puntualmente para el almuerzo con Alba y Heloisa. Los sabores estaban deliciosamente ahumados. Tanto las hojas exteriores del repollo como la piel de la corvina tenían un ligero quemado, pero sus contenidos preservaban el humedal de pureza con esencias de tierra y mar que fueron homenaje del amor.

F. M.

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